
El pasado 8 de mayo se cumplieron 80 años del fin de la II Guerra Mundial en Europa, con la rendición incondicional de Alemania nazi y el fin del Tercer Reich. Pasarían más de tres meses para que lo mismo sucediera con el imperio japonés.
Ocho décadas son pocas para olvidar varias de las lecciones que dejó el conflicto bélico más mortífero y cruel que ha conocido la humanidad. Sin embargo, eso es lo que está sucediendo ante nuestros ojos.
Se está olvidando que uno de los motores de esa guerra fue el nacionalismo económico que atrapó a varias sociedades en la época de entreguerras. Se pretendió darle la vuelta a un proceso de integración económica mundial en marcha y lo que se consiguió fue llevar a las economías a una depresión generalizada, que sólo pudo superarse, primero, con distintos tipos de intervención estatal, y después, con la propia guerra.
Se suele olvidar, a menudo de manera interesada, que fue la depresión económica, y no la hiperinflación que la precedió, lo que radicalizó a las masas en Alemania y permitió la manipulación de mentes y corazones para encontrar en los judíos un chivo expiatorio, y para transformar la inconformidad social en resentimiento, primero, y en odio, después.
También se suele pasar de largo que las naciones donde se desarrollaron regímenes totalitarios y militaristas fueron las de capitalismo tardío; es decir, aquellas en donde era necesaria una intervención estatal desde antes de la crisis de finales de los años 20, en donde no se había desarrollado un capitalismo competitivo y en las que terminaría por establecerse una alianza entre el Estado y grupos de empresarios afines. El primer gran capitalismo de cuates protegido por el Estado.
Otras cosas, aparentemente menores, suelen también dejarse a un lado: el carácter ferozmente machista de los tres regímenes del Eje; la victoria cultural de los vulgares al menos en Italia y Alemania (también había sucedido en la URSS estalinista); la persecución enfermiza de unanimidad de criterios en las naciones totalitarias y, por lo tanto, la persecución de toda disidencia; el recuento mentiroso de la historia y de las noticias cotidianas para envenenar de nacionalismo a las nuevas generaciones. Ese fue el caldo cultural que permitió las atrocidades fascistas.
Ya casi todos quienes eran jóvenes durante esos años aciagos han muerto. Era extraño, para las generaciones que les precedimos, escucharlos hablar de una época -tal vez la más terrible que ha vivido la humanidad- con cosas como “en aquellos años sí había una clara línea divisoria entre buenos y malos”, “se vivía con pasión, porque la muerte estaba cercana”, “había una solidaridad como ustedes no se imaginan, y había traiciones como tampoco se pueden imaginar”. Es humano ver los años de juventud con una dosis de romanticismo.
La “clara línea divisoria entre buenos y malos”, al menos vista del lado del antifascismo, no admitía, en esa época, abundancia de matices. Por lo mismo, tampoco admitía relativismos. Se trataba de la lucha de una parte de la humanidad contra otra.
Ocho décadas después nos encontramos -y es algo que me parece increíble- con el auge de una suerte de revisionismo acerca de esa guerra, uno que relativiza todo o que, en sentido contrario, reproduce esa historia a través de la lente deformada del nacionalismo. En ambos casos, eso significa no entender.
Por el lado del revisionismo que relativiza, encontramos cada vez más a quienes, en el afán de ver la paja en un ojo, minimizan la viga en el otro. A nivel micro, por ejemplo, se recuerda que los de la República Partizana de Montefiorino fusilaron a un seminarista de 14 años, acusado sin pruebas de ayudar a los fascistas; o que hubo pueblos alemanes cuyas casas fueron incendiadas y arrasadas por las tropas ocupantes; o que hubo violaciones tumultuarias a mujeres japonesas. A nivel macro, las bombas atómicas de EU sobre población civil, el bombardeo de Dresden o la masacre soviética de Katyn. Pero esto no debe hacer más que recordar que la guerra no es un baile de carquís, y que en ella participan seres humanos, porque lo que hubo del otro lado fue un intento genocida en gran escala, que pretendía acabar con la civilización, tal y como todavía la conocemos, para dar lugar a un orden mundial aberrante, de explotación y jerarquías.
Del lado del nacionalismo, tenemos las ideas peregrinas de que “Estados Unidos liberó Europa”, que no toma en cuenta el papel heroico de la Gran Bretaña de Churchill, el de las extraordinarias y variadas resistencias en distintas naciones europeas y la actuación decisiva de la Unión Soviética. Son al menos estos cuatro factores, aunados a China en el frente oriental y al apoyo de muchas otras naciones, los que determinaron la victoria. Mientras, del lado de la Rusia de Putin, ya tenemos la versión espejo: “La Madre Rusia salvó a la humanidad del fascismo”.
Lo curioso, y triste, del asunto, es que, mientras se inocula con falsas versiones de la historia a los ciudadanos de varias naciones que participaron del lado de los Aliados, se quieren repetir algunos de los factores causales de la peor guerra que ha conocido la humanidad: el nacionalismo, el proteccionismo comercial, el Estado en manos de una clique política amarrada con sus amigos de la clique económica, la vulgaridad rampante, la persecución de quienes piensan diferente (a veces endilgándoles el sambenito de “fachos”, a veces el de “wokes”, siempre el de “traidores”), las toneladas de mentiras en medios y, cada vez más, en las escuelas, y un largo etcétera.
Entre esas mentiras, gritar que las lecciones de la II Guerra no se olvidan… mientras se hace todo lo posible por olvidarlas. Como si más de 50 millones de muertos no fueran suficiente.
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Twitter: @franciscobaez