
En las últimas décadas, México ha experimentado una acelerada descomposición de las estructuras fundamentales del Estado; lo cual debe leerse como una crisis institucional, así como una transformación radical del sentido y la legitimidad del Estado mismo. La premisa de Max Weber sobre el “monopolio legítimo de la violencia” ha sido subvertida por la emergencia y consolidación de formas paralelas y alternativas de dominación, entre las que destaca de manera ominosa la macrociminalidad.
En efecto, la legitimidad del Estado no se impone por decreto: se constituye en la experiencia intersubjetiva de las personas que reconocen en sus instituciones el orden, la protección y la garantía de derechos. Sin embargo, cuando el crimen organizado ocupa territorios, impone normatividades y cobra rentas, se produce un fenómeno que puede describirse, con Georges Bataille, como el tránsito hacia lo heterogéneo: una inversión sacrificial del orden racional del Estado. En este contexto, la violencia deja de ser un instrumento de legitimidad para convertirse en un fin en sí mismo, un dispositivo de control y producción de sentido y dominación a través del miedo y la arbitrariedad.
Esta cesión de soberanía territorial y funcional se expresa en la vida cotidiana mediante la fragmentación de la autoridad: las personas obedecen al crimen porque el Estado ha dejado de estar presente o es cómplice. La criminalidad ya no es un “problema de seguridad”, sino una estructura alternativa de gobierno. Hannah Arendt advertía que “donde termina el poder, comienza la violencia” (Arendt, 1970), y en el México contemporáneo, la violencia aparece allí donde el poder estatal se ha retirado o ha sido derrotado o corrompido.
La pérdida del monopolio legítimo de la violencia es tanto fáctica como simbólica: la población ya no cree que el Estado tenga el derecho o la capacidad de protegerla. Esta erosión equivale a una forma de deslegitimación radical, que abre la puerta a formas de nihilismo político, desafección democrática y desesperanza institucional.
En este contexto, la democracia deviene un rito sin contenido real allí donde el crimen decide quién puede participar y quién no. La expansión de la violencia política —medida en asesinatos de candidatas, candidatos, funcionarios, militantes, periodistas y activistas— introduce una lógica del “veto armado” sobre la voluntad ciudadana. La fenomenología del miedo modifica no solo la participación electoral, sino la percepción misma de la política como campo de lo posible. Tal como lo advertía Carl Schmitt, “soberano es quien decide sobre el estado de excepción”; y hoy, el soberano en muchas regiones de México no es el Estado, sino las organizaciones criminales que deciden a quién se le permite vivir, participar o aspirar.
Lo que está en juego es la viabilidad misma del principio democrático. Si la ciudadanía vota con miedo, si las candidaturas están filtradas por las estructuras del crimen, si la neutralidad estatal no está garantizada, entonces el proceso democrático es formal pero vacío, como un teatro trágico de soberanías perdidas.
Frente a ello, o basta con reformas técnicas o institucionales. Es necesario reconstituir las condiciones materiales y simbólicas para el ejercicio libre del poder popular. Tal como lo advertía Adorno: el riesgo de la modernidad está en que sus propias estructuras se inviertan y generen barbarie en nombre de la racionalidad. Y eso es precisamente lo que ocurre cuando la democracia es utilizada como fachada de estructuras criminales de dominación.
La pérdida del control sobre el territorio y la seguridad abre también la puerta al injerencismo extranjero. El caso reciente de la familia Inzunza, señalada por autoridades de Estados Unidos como parte de una organización terrorista, ejemplifica esta lógica: al declarar a ciertos cárteles mexicanos como amenazas globales, Washington se arroga un poder que rebasa los límites de la diplomacia y apunta a la intervención directa.
Este fenómeno revela un doble vaciamiento de la soberanía mexicana: interno, por la cesión al crimen; y externo, por la subordinación a poderes extranjeros. En ambos casos, el Estado mexicano aparece como un actor disminuido, sin capacidad de autodeterminación, atrapado entre la violencia interior y la presión geopolítica. Esto significa, desde la perspectiva de una autora como Hanna Arendt, que el Estado ha perdido su poder constituyente, su capacidad de actuar en el mundo como una unidad política coherente.
No debe olvidarse que la soberanía no es únicamente un asunto de fronteras y ejércitos, sino también un principio simbólico de autodeterminación. En esa medida, la imposición de narrativas extranjeras sobre el conflicto interno mexicano implica también una pérdida en la capacidad de nombrar, de interpretar y de significar lo que sucede dentro del país.
Frente a esta realidad, la filosofía política debe emprender una tarea urgente: repensar el Estado no solo como aparato jurídico, sino como espacio de cuidado, dignidad y comunidad. Esto implica reconstruir la experiencia del Estado como un horizonte de sentido compartido, y exigir una transformación radical de las estructuras de poder, para restituir la soberanía popular y desarticular los dispositivos de dominación criminal y neocolonial.
En palabras de Bataille, el límite de la política está en su incapacidad de asumir el exceso, lo otro, lo que no se deja reducir a cálculo. Ese exceso hoy es la vida amenazada por la violencia, por el miedo y por la exclusión. Recuperar el Estado exige entonces una ética del reconocimiento y una voluntad colectiva de reapropiación del destino común, sin la cual no hay democracia posible ni soberanía que se sostenga.
Investigador del PUED-UNAM