Opinión

La impronta agustiniana del nuevo Papa

Papa León XIV

La reciente elección del Papa León XIV dejó un detalle casi perdido entre los titulares: su identidad como fraile agustino. En su primer mensaje tras el Cónclave, el antiguo cardenal Robert Prevost hizo énfasis en la humildad, la búsqueda de la verdad y la vida comunitaria, valores claramente ligados a la Orden de San Agustín.

Vale recordar en este caso la profunda huella agustiniana en la historia de México. La orden de los agustinos dejó a partir del siglo XVI un legado cultural, filosófico, evangelizador y educativo que merece ser revisitado, una historia que comienza en 1533, con su primer desembarco en las tierras recién conquistadas por la corona española: siete frailes provenientes de Castilla y Andalucía liderados por fray Francisco de la Cruz

Al igual que franciscanos y dominicos –que desembarcaron en 1524 y 1526 respectivamente–, los agustinos abrazaron la vida itinerante y comunitaria, pero con su propio enfoque evangelizador que ponía énfasis en la educación y la labor social, valorando el estudio y el trabajo comunitario. No es casualidad que muchos agustinos hayan destacado como maestros en universidades, fundadores de escuelas y promotores de obras de caridad.

Con el apoyo decidido de la Segunda Audiencia y del virrey Antonio de Mendoza, los agustinos se internaron en zonas tanto del altiplano central como de la periferia colonial. Al sur, fundaron misiones en actuales estados de Morelos, Guerrero y Puebla; al norte, entre comunidades otomíes de Hidalgo; y al occidente, en la tierra purépecha de Michoacán. Estas zonas –con geografías abruptas, población indígena dispersa y una torre de Babel de lenguas– suponían un desafío mayor a la labor pastoral y evangélica.

Con frecuencia fueron verdaderos fundadores de comunidades: donde levantaban un convento, a su alrededor nacía un poblado con iglesia, escuela, talleres y huertas. El historiador Antonio Rubial, uno de nuestros grandes expertos en el tema, ha señalado que las órdenes mendicantes tuvieron que adaptar sus estructuras medievales a las condiciones del Nuevo Mundo, ajustando reglas y costumbres europeas a la realidad mesoamericana, los agustinos no fueron la excepción.

Este proceso implicó aprender lenguas indígenas, idear métodos pedagógicos accesibles y negociar su lugar junto a las autoridades civiles. La evangelización, como sugiere el investigador, no fue un monólogo europeo sino un diálogo que también modificó a los propios evangelizadores.

El celo pedagógico de los agustinos respondía al ideal de armonizar fe y razón: civilizar y evangelizar debían ir de la mano. Muchos conventos agustinos establecieron escuelas anexas para niños indígenas, donde además de doctrina se impartían oficios y se introducía el alfabeto latino. A diferencia de ciertas visiones intransigentes de la época, los agustinos mostraron una actitud relativamente abierta hacia las culturas locales. No renunciaban a la misión de “convertir almas”, pero procuraban proteger la dignidad del indígena y aprovechar su capacidad intelectual.

De hecho, una de las facetas más notables fue la incorporación de novohispanos nativos a la propia orden religiosa. Hubo jóvenes indígenas y mestizos que, atraídos por la vida devota y el prestigio intelectual agustino, tomaron los hábitos y llegaron a ser frailes. Ya para 1577, apenas cuatro décadas después de la fundación, la Provincia Agustiniana del Santísimo Nombre de Jesús en México (tal era su nombre oficial) podía prescindir de refuerzos europeos: contaba con suficientes vocaciones criollas y originarias. En aquel año los agustinos tenían 46 conventos y 212 religiosos; y al finalizar el siglo XVI habían doblado esas cifras, alcanzando 76 conventos en la Nueva España.

Fray Alonso de la Vera Cruz (1504-1584) es quizás la figura que mejor encarna la vocación intelectual agustiniana en tierras mexicanas. Personifica al modelo del sabio renacentista que llegó al nuevo mundo junto con la conquista. Nacido como Alonso Gutiérrez en Casarrubios (España), llegó a Nueva España en 1536 invitado por fray Francisco de la Cruz –primer provincial agustino– e hizo profesión religiosa en México al año siguiente. Lejos de ser un académico aislado en su celda, Alonso brilló como pensador comprometido y misionero ejemplar: aprendió la lengua tarasca de Michoacán para predicar en el idioma local y se dedicó de lleno a formar tanto a indígenas como a criollos en el saber teológico

En 1540 fundó el convento de San Juan Bautista en Tiripetío, Michoacán, donde estableció una escuela de artes y teología que contaba con biblioteca propia –considerada la primera biblioteca de América–. En 1553 Alonso fue nombrado catedrático en la recién inaugurada Real y Pontificia Universidad de México, ocupando la primera cátedra de Prima de Teología en el virreinato. Allí impulsó la introducción de la filosofía tomista. Al mismo tiempo comenzó a redactar un tratado, el que sería el primer libro de filosofía escrito en América. Sus obras Recognitio Summularum y Dialectica Resolutio (ambas de 1554) muestran su afán por adaptar la escolástica a las necesidades pedagógicas del Nuevo Mundo. Fue mentor de destacados humanistas novohispanos como Francisco Cervantes de Salazar, y en tres ocasiones sirvió como procurador general de su Orden.

Los claustros agustinos no sólo formaron predicadores, sino también filósofos, juristas, lingüistas y científicos naturales que contribuyeron al despertar intelectual de la colonia. El legado agustino en México no se limita a doctrinas o libros, está plasmado en piedra, pintura y en las tradiciones vivas de numerosas comunidades. Los conventos agustinos del siglo XVI, dispersos por el paisaje mexicano, fueron centros neurálgicos de cultura y arte.

Muchas de sus edificaciones combinan la solidez de fortalezas medievales con adaptaciones al entorno local. El ex Convento de San Nicolás de Tolentino en Actopan, Hidalgo (construido 1548-1573) es célebre por su arquitectura ecléctica que fusiona estilos plateresco, mudéjar, gótico y renacentista, y por sus extraordinarios murales saturados de guiños locales y elementos prehispánicos.

Esta integración de símbolos europeos con referentes autóctonos sugiere un diálogo visual entre dos mundos: los intelectuales y santos de la orden (como San Agustín de Hipona o San Nicolás de Tolentino) conviven en la pintura con las efigies de nobles indígenas de Actopan, quizá una forma de incluir a los recién convertidos en la nueva historia sagrada

Escenas de este sincretismo artístico se hallan en Actopan y en otros conventos agustinos como el de Malinalco, en el Estado de México, donde los murales monocromos realizados por manos nativas mezclan monogramas cristianos con flora y fauna local, e incluso con caciques locales.

En cuanto a la vida cotidiana, la huerta del convento introdujo nuevas plantas traídas de Europa y técnicas de cultivo, mientras que la plaza frente al atrio se convirtió en espacio comunitario donde se escenificaban desde catecismos teatrales hasta mercados semanales.

Los agustinos enseñaron música coral y polifónica –heredera del canto gregoriano– formando capillas de indios que animaban las festividades locales. Varios frailes, además, escribieron crónicas y vocabularios de lenguas indígenas. El convento de Chimalhuacán, por ejemplo, tuvo a fray Diego de Vetanzos compilando términos en náhuatl. Todo ello abonó al florecimiento de una cultura hispano-indígena regional, particularmente notable en áreas como el valle del Mezquital (Hidalgo) o la Meseta Purépecha (Michoacán), donde la presencia agustina fue preponderante.

La elección de un Papa agustino en nuestros días es un recordatorio de que las antiguas órdenes religiosas siguen vivas y vigentes. Pero más allá de la coyuntura vaticana, en México la tradición agustiniana permanece como un cimiento un tanto olvidado de nuestra otra identidad, la que no podemos negar o simplemente condenar al descrédito y el resquemor.

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