
El asesinato de Ximena Guzmán y José Muñoz, colaboradores del círculo más íntimo de la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, constituye un crimen ominoso que nos sitúa ante el reto de comprender qué es lo que ocurre en México en torno a la violencia política; en efecto, los miles de casos documentados de este tipo de violencia en el país, ocurridos entre los años 2000 y 2025, representan una herida abierta que nos recuerda que esta forma de violencia extrema se ha instalado con crudeza como un lenguaje de silenciamiento, como el signo brutal de un Estado amenazado, desafiado, y en ese sentido, en crisis.
Lo anterior, considerando sobre todo que el asesinato político no se trata solo de la eliminación física de personas, sino de la neutralización del disenso, de la negación radical del espacio político; del veto de la fuerza bruta sobre el normal funcionamiento democrático de una sociedad.
La pregunta por la violencia ha sido central para pensar los límites y fundamentos del poder. Hannah Arendt afirmaba con claridad que la violencia no puede nunca ser considerada como una forma legítima del poder, sino su ruina, pues el mando legal, sostenido por el consentimiento y la acción conjunta de la comunidad política, se ve reemplazado por la violencia, lo que implica de algún modo que ese consenso se resquebraja. La violencia aparece cuando ya no se puede convencer. Por eso, cada asesinato político nos habla de un poder que no logra legitimarse, que necesita aniquilar en vez de debatir.
El crimen político es, en palabras de Carl Schmitt, una expresión extrema de la distinción amigo/enemigo, que funda lo político moderno. Para Schmitt, el soberano es quien decide sobre el estado de excepción; y en México, esa excepción parece haberse convertido en regla. La muerte de figuras políticas -como Luis Donaldo Colosio, José Francisco Ruiz Massieu, Rodolfo Torre Cantú, Silverio Cavazos o Aristóteles Sandoval- evidencia una lógica de guerra latente, en la que los actores armados (legales e ilegales) disputan soberanía con el Estado.
Según Data Cívica, entre los años 2000 y 2025 han ocurrido más de 2,300 eventos de violencia política, incluyendo casi 500 asesinatos de personas vinculadas al poder público. Esta cifra, por sí sola, debería alarmarnos. Pero más aún debería hacerlo el hecho de que tales crímenes son sistemáticamente impunes. ¿Qué significa esta impunidad? ¿Qué revela de nuestra democracia?
Michel Foucault, al hablar del biopoder, subrayó que el poder moderno ya no se define por el derecho a matar sino por el poder de hacer vivir y dejar morir. En este contexto, los asesinatos políticos son la evidencia de un poder que administra la muerte según criterios de utilidad, de amenaza, de conveniencia. Un poder que lleva a la muerte o silenciamiento a quienes desafían su lógica o se convierten en obstáculos de un orden de dominio que es siempre corrupto o criminal.
La pregunta entonces hace mucho dejó de ser si en México hay violencia política o de qué magnitud es -porque la hay, instalada, reiterativa y estructural-; sino qué clase de Estado se configura en torno a ella. Un Estado que no puede garantizar la vida de quienes lo sirven o lo representan es un Estado que abdica de varias de sus funciones más elementales. Es un Estado que, en lugar de encarnar la soberanía, con poderes fácticos y violentos: el crimen organizado, las redes clientelares, las mafias locales.
La fusión que parece existir, en diferentes niveles y espacios, entre poder político y crimen organizado no es nueva, pero se ha vuelto más visible. Gobernar en ciertas regiones del país implica negociar con grupos armados, aceptar condiciones impuestas, o exponerse al riesgo mortal de disentir. En este marco, los asesinatos políticos parecen ser ya parte de un lenguaje de gobernanza paralela.
¿Qué nos dice esto sobre el estado del Estado mexicano? Es preocupante pensar al respecto que se encuentra, al menos en varios territorios y estructuras, en un proceso de descomposición acelerado. No porque carezca de leyes o de cuerpos de seguridad, sino porque su capacidad para proteger, para administrar justicia y para asegurar condiciones mínimas de civilidad política está erosionada. Cada político asesinado, cada activista silenciado, cada periodista ejecutado, implica también un mensaje a la ciudadanía: no hay lugar seguro para la palabra, para la diferencia, para la política como espacio de deliberación.
En este contexto, el asesinato de Ximena Guzmán y José Muñoz es una tragedia que no puede ni debe ser reducida a una nota roja. Se trata de una interpelación radical a la sociedad y a sus instituciones. La escena del crimen es también un espejo: nos muestra la fragilidad de nuestra democracia, la debilidad de nuestro Estado de derecho y la urgencia de reconstruir el pacto político desde sus cimientos.
¿Es posible una política sin violencia en un país donde la violencia ha sido la gramática dominante en las últimas décadas? Tal vez la pregunta no deba formularse en futuro, sino hacerla en presente, con urgencia y con coraje: ¿qué estamos haciendo hoy para impedir que la violencia continúe decidiendo por nosotros?
Como advertía Arendt, cuando el poder pierde su legitimidad, la violencia irrumpe. Y cuando la violencia se vuelve habitual, la política desaparece. Lo que está en juego, entonces, no es solo la vida de quienes participan en la esfera pública, sino la vida misma en una política de civilidad y paz.
Investigador del PUED-UNAM