
En tiempos de desaparición ecológica, rostros invisibles y verdades negadas, la fotografía no solo registra lo que fue, sino lo que no debería volver a repetirse. El legado de Sebastião Salgado y el reconocimiento a Graciela Iturbide nos recuerdan que, cuando la palabra calla, la imagen grita. Resuena una frase del novelista mexicano Salvador Elizondo: «Toda fotografía es un certificado de presencia». Es decir, cada imagen refrenda que algo —un paisaje, un rostro, un instante— efectivamente existió. Esa idea adquiere hoy un valor urgente. Ya no se trata de recordar: se trata de no olvidar lo que estamos perdiendo.
Salgado (1944–2025) captó con su cámara no solo el dolor de las crisis humanitarias, sino también el esplendor amenazado de la Tierra. Desde la hambruna en Etiopía hasta la desolación en los campos de migrantes, sus imágenes en blanco y negro no buscaban conmover desde el morbo, sino despertar una compasión activa. Cada clic suyo era una advertencia. Tomemos su famosa imagen en la mina de Serra Pelada: cientos de hombres como hormigas, cargando costales de tierra. Una escena que parece del siglo XIX, pero ocurrió en pleno siglo XX. En su lente, el trabajo extenuante se vuelve testimonio de la esclavitud moderna. Pero Salgado no se detuvo en la denuncia. Con su esposa Lélia creó el Instituto Terra, una iniciativa que ha reforestado zonas devastadas de Brasil con millones de árboles. La fotografía lo llevó de la imagen a la acción, del dolor a la siembra. En él la estética se volvió ética.
En paralelo, Graciela Iturbide (CDMX, 1942) fue galardonada el día que murió Salgado con el Premio Princesa de Asturias de las Artes. Su obra retrata a mujeres zapotecas, rituales indígenas, escenas de frontera. “Nuestra Señora de las Iguanas”, es más que una foto: es un manifiesto visual de la dignidad indígena. Sus imágenes, a diferencia de los titulares, no explican, pero conmueven. Ella no dispara la cámara: la ofrece. Y en esa complicidad con lo fotografiado, el mundo se vuelve visible con otra luz. Ambos artistas nos recuerdan que la fotografía no es una técnica, es una forma de mirar el mundo con responsabilidad. Una buena imagen no embellece lo feo: lo revela. No adorna la tragedia: la enuncia. La cámara, bien utilizada, es una herramienta de justicia.
Hoy, más que nunca, necesitamos esa mirada ética. Porque el planeta está muriendo a una velocidad que ya no podemos negar. La cámara ha registrado selvas inexistentes , ríos que se secaron, animales que ya no están. En los archivos fotográficos hay retratos del último rinoceronte blanco, del último glaciar intacto, del último vuelo libre. La fotografía se convirtió en la tumba de lo que no supimos proteger. Por eso, en un tiempo de químicos eternos, de microplásticos en la sangre y de industrias que ocultan su veneno, la fotografía auténtica nos obliga a ver lo invisible. A detenernos. A implicarnos. Porque no hay imagen inocente: toda imagen propone una forma de habitar el mundo.
Sin embargo, no todo es pérdida. Las fotos de Salgado en la Amazonía restaurada son prueba de que un clic puede sembrar conciencia. Las imágenes de Iturbide son constancia de culturas que resisten. Cuando la política calla o la ciencia se politiza, la fotografía habla claro. No sustituye a la palabra: la amplifica.
En tiempos donde la prisa arrasa, la fotografía fija. Donde reina la indiferencia, la fotografía interpela. Donde ya no hay palabras, queda la imagen. Y en ella, todavía, la posibilidad de un mundo más justo, más digno, más vivo.