
En un mundo crispado por guerras, nacionalismos que han revivido y una economía en tensión, la presencia de México en la cumbre del G7 —celebrada en Kananaskis, Canadá— no es un gesto ceremonial, sino una declaración geopolítica. Por primera vez desde el 2003, una representación mexicana acude a este foro de las democracias industrializadas. La Dr. Claudia Sheinbaum llega como una figura consolidada de una región bisagra, entre el vértigo estadounidense y la resistencia latinoamericana. Y lo hace en medio de un reordenamiento mundial marcado por tres tensiones principales: la guerra, el comercio y la migración.
La presidenta de México ha llegado a Kananaskis, con tres objetivos: frenar los intentos de criminalizar a los migrantes, rechazar nuevos aranceles o impuestos a las remesas, y posicionar a México como mediador entre el conflicto y el diálogo. Semanas atrás mencionó: «Vamos a defender a los mexicanos, aquí y en el extranjero», en respuesta a las redadas masivas que se han intensificado en ciudades de Estados Unidos como Chicago, Los Ángeles y Nueva York. Esta afirmación no fue menor: en tiempos donde las campañas políticas usan a la migración como arma retórica, son declaradas franjas fronterizas como zonas militares y se pretende imponer un impuesto del 3.5% a las remesas mexicanas, la defensa de los derechos de los connacionales no es únicamente un acto diplomático, sino un principio moral.
Respecto a las remesas la cifra es contundente: en 2024, los migrantes enviaron a México más 64 mil millones de dólares en remesas. Gravar ese flujo no solo pondría en jaque a millones de familias mexicanas —más de cuatro millones de hogares dependen de esos envíos—, sino que fracturaría uno de los pocos vínculos de integración económica realmente incluyentes entre ambos países. Por tal motivo, la Dra. Sheinbaum, sin estridencias, pero con claridad, ha venido advirtiendo que México no aceptará ningún impuesto sobre las remesas y que cualquier intento en ese sentido será respondido con firmeza.
Quizá, la mayor aportación de México en esta cumbre no sea económica, sino ética. Mientras los países del G7 debaten sobre los costos de la guerra —Ucrania, Gaza, Taiwán—, la Dra. Sheinbaum ha reiterado la necesidad de que México mantenga una política de paz activa. «México es un país de paz, y lo seguirá siendo». Su presencia en Canadá ofrece una rareza en el escenario internacional: una jefa de Estado que, en vez de alinearse con bloques armados, propone desescalar, construir puentes y recordar que los conflictos no se resuelven solo con más municiones. Esa visión —que puede parecer ingenua ante los realistas— es, sin embargo, la que ha guiado durante décadas a la diplomacia mexicana, desde el Principio Estrada hasta los tiempos recientes de mediación humanitaria.
La presidenta de México no es ajena al juego de poder, pero tampoco pretende ser una pieza más. Su paso por el G7 no se reduce a una foto grupal ni a discursos genéricos: representa la irrupción de una narrativa distinta, que no subordina los intereses nacionales ni se resigna al papel de actor secundario. La pregunta no es si México está a la altura del G7, sino si el G7 está dispuesto a escuchar a México.
En un mundo donde sobran las cumbres, pero escasean las soluciones, la intervención de México en Canadá puede marcar una diferencia. Porque en tiempos de muros, impuestos y guerras, defender la paz, el comercio justo y la humanidad del migrante no es ingenuidad: es política en su forma más necesaria. Y quizá por eso, en estos días, la voz de la presidenta Sheinbaum resuene con una legitimidad difícil de ignorar.