Opinión

El valor intrínseco de las comunidades indígenas: familia, espiritualidad y resistencia

Comunidades indígenas
Comunidades indígenas

Recientemente, recibí una promoción del Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (INPI) invitando a talleres entre chontales sobre “nuevas masculinidades”. Al pasar por el Instituto de Pueblos Indígenas de la Ciudad de México, lo encontré repleto de banderas LGBTQ+ representando diversas preferencias, pero sin una sola bandera de algún pueblo indígena. Estas experiencias reflejan cómo instituciones destinadas a proteger la identidad indígena están siendo cooptadas por agendas globalistas que desdibujan su esencia. Las comunidades indígenas, sin embargo, resisten gracias a valores profundamente arraigados que no necesitan redefinición externa.

Las comunidades indígenas de México poseen un valor intrínseco centrado en la familia, pilar de su organización social. Esta estructura familiar ha sido la clave de su resistencia ante embates ideológicos, desde su fundación hasta el globalismo actual. La familia no es solo un núcleo afectivo, sino una red que preserva tradiciones, lengua y cosmovisión, permitiendo a estos pueblos enfrentar siglos de adversidad con dignidad. En un mundo que promueve el individualismo, la familia indígena es un bastión de comunidad y resiliencia.

Además, estas comunidades son reservas espirituales únicas. En una simbiosis histórica con el catolicismo, han creado modelos sincréticos que enriquecen su identidad. Entre los totonacas, por ejemplo, San José, patrón de la familia, se asocia con el dios del sol, mientras que San Miguel Arcángel, protector de los voladores de Papantla, encarna las fuerzas celestiales de su cosmovisión en torno al Tajín y todo el simbolismo que gira en torno al trueno. Estas prácticas no son una adopción pasiva del cristianismo, sino una reconfiguración que refleja su capacidad de integrar aquello con lo que resuena en sus valores, y al mismo tiempo preservar su esencia cultural frente a influencias externas que se opone a su esencia axiológica.

Un caso a menudo malinterpretado es el de los muxes en Oaxaca. En la comunidad zapoteca de Xadani, los muxes son valorados no por su preferencia sexual, como destacan narrativas mediáticas, sino por su rol social: cuidan a los ancianos que quedan solos, asumiendo una responsabilidad vital en la estructura familiar. Este reconocimiento no responde a una idealización de la diversidad sexual, sino a su contribución a la prosperidad colectiva. Sin embargo, el globalismo tergiversa este rol, encajándolo en un marco ideológico ajeno a la realidad zapoteca.

El progresismo actual, influido por un neomarxismo que divide el mundo en opresores y oprimidos, busca estandarizar la “diversidad” bajo parámetros globalistas. En este esquema, el heterosexual es presentado como opresor frente al gay como oprimido, o el hombre como opresor frente a la mujer como oprimida. Estas narrativas, importadas de contextos urbanos como la Ciudad de México o el activismo woke occidental, ignoran las dinámicas de las comunidades indígenas. Pretender imponer “nuevas masculinidades” es un menosprecio a la sabiduría de estos pueblos.

Nada encarna mejor la masculinidad que un hombre indígena defendiendo su fe, su tierra y su familia. Nada refleja más la feminidad que una mujer indígena transformando el fogón en hogar y las plantas en medicina. Nada es más inspirador que un niño indígena protegido por sus padres en un entorno de valores ancestrales. Estos roles no son arcaísmos; son expresiones vivas de una cosmovisión que resiste intentos de asimilación.

El indigenismo no es progresista, como algunos lo presentan, sino profundamente conservador en el mejor sentido: conserva la tierra, la familia y la identidad. Esta conservación es una resistencia activa frente al globalismo homogeneizador. Las comunidades indígenas no necesitan ser redefinidas por agendas externas; su diario vivir es una lección de autenticidad que el mundo debe respetar.

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