
Mañana se llevará a cabo la última sesión pública del Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación para cerrar su Primer Periodo Ordinario de Sesiones. Posteriormente, el 12 de agosto, nuestro Máximo Tribunal realizará su sesión de clausura, con lo que estará concluyendo formalmente todo un ciclo histórico y una época constitucional en México. Algunos de los integrantes de este Tribunal Constitucional que actualmente encabezan el Poder Judicial de la Federación, deberán ceder su lugar a los nuevos Ministros que fueron designados en las elecciones del 1 de junio pasado, en lo que se ha denominado: “elecciones federales judiciales de 2025”. Se trató de un proceso marcado por un elevado e inédito abstencionismo, por graves deficiencias organizativas, por la manipulación de los electores que acudieron a las urnas y por una preselección de los candidatos que fue procesada en la oscuridad que rodea las oficinas presidenciales.
Desde sus orígenes modernos el sistema democrático asumió la división de poderes como una forma para evitar los abusos del poder por parte de una sola persona o institución, y para garantizar un gobierno más justo y equilibrado. La idea de la división de poderes se desarrolla entre los siglos XVI-XVII para confrontar principalmente al “Absolutismo Monárquico”, que era una forma de gobierno unipersonal que existía en muchos países europeos y que se caracterizaba porque el poder político estaba concentrado en la figura del Rey, quien tenía además, un control total sobre las leyes, el ejército, la justicia y los impuestos. La resistencia social al poder absoluto se desarrolló contra los abusos de poder, la persistente represión y la gran arbitrariedad existente. Durante este periodo, la Revolución Inglesa (1688) busca limitar los poderes del Rey fortaleciendo al Parlamento, mientras que el proceso de Independencia de los Estados Unidos (1776) incorpora explícitamente la división de poderes en su Constitución.
La división de poderes se consolida y adquiere vigencia posteriormente durante el movimiento intelectual y político que se conoce con el nombre de “Ilustración”, durante el siglo XVIII. Distintos filósofos desarrollaron una concepción de la política como un instrumento al servicio del individuo y de la felicidad pública, rechazando la idea que interpretaba a la política como una técnica de dominación. El pensador inglés John Locke, fue un firme opositor del absolutismo al considerar que el poder del gobierno debe provenir de un contrato social entre los ciudadanos y sus gobernantes. Postulaba la necesidad de un gobierno civil para marcar límites estrictos al poder desenfrenado del Estado, al tiempo que considera insustituibles el consenso social y el poder elegido para garantizar la libertad de los ciudadanos. Locke sentó las bases filosóficas del Estado antiabsolutista y del pluralismo moderno.
Por su parte, el pensador francés Montesquieu igualmente criticó al poder absoluto al afirmar que cuando todo el poder está en manos de un solo gobernante, éste inevitablemente abusa de él. Consideraba que el absolutismo es incompatible con la libertad dado que ésta es posible únicamente en un gobierno donde todos los poderes estén separados y se controlen mutuamente. También fundamentó el principio de los pesos y contrapesos al sostener que la democracia requería de tres poderes independientes: legislativo, ejecutivo y judicial, porque: “todo estaría perdido si el mismo hombre, o el mismo cuerpo de principales, o de nobles, o del pueblo, ejerciese estos tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los crímenes o los litigios de los particulares”.
Ambos filósofos coinciden en que solamente los límites al poder protegen la libertad de los ciudadanos. Sus argumentos sobre la soberanía popular, sobre el derecho a la desobediencia civil contra la opresión y sus reflexiones sobre la división de poderes son verdaderamente actuales.