
En México, ningún régimen ha logrado combatir de manera efectiva la corrupción. Ni los gobiernos de un solo partido que dominaron la política durante décadas, ni las alternancias que se presentaron a partir del año 2000, ni los proyectos de transformación autoproclamados han conseguido erradicarla o, al menos, atemperarla. Por el contrario, la corrupción parece haberse convertido en una condición estructural del sistema político mexicano: el sustrato invisible sobre el cual se construyen carreras políticas, se administran favores y se negocia la lealtad. La corrupción parece ser una práctica normalizada que atraviesa a las instituciones y que erosiona de raíz la confianza ciudadana en el Estado.
En este contexto, los recientes escándalos al interior del partido en el poder, Morena, exhiben con crudeza una realidad que rebasa la anécdota: la ostentación de riqueza de algunos de sus cuadros no es únicamente un exceso de vanidad, sino la evidencia de un problema estructural. Lo que ofende no es solo la opulencia contrastante frente a un país donde la mayoría de la población vive con salarios precarios, sino la naturaleza inexplicable de esas riquezas. No se trata de simples símbolos de estatus, sino de patrimonios que no guardan correspondencia con trayectorias laborales y políticas que, al menos en apariencia, nunca han estado vinculadas con actividades empresariales o profesionales capaces de generar semejantes ingresos.
El caso del senador Gerardo Fernández Noroña es ilustrativo. A lo largo de su carrera política, se ha caracterizado por un discurso radical contra la desigualdad y la injusticia, presentándose como tribuno del pueblo. Sin embargo, recientemente se dio a conocer que es propietario de una mansión en Tepoztlán, Morelos, valuada en 12 millones de pesos. Hasta hoy, no ha logrado explicar de manera convincente el origen de los recursos que le permitieron adquirir dicha propiedad. Este tipo de incongruencias entre discurso y práctica generan un daño profundo a la vida pública: deslegitiman la palabra política, convierten la ética en demagogia y muestran que, detrás de la narrativa de servicio, opera la lógica de la acumulación personal.
Conviene subrayar que la corrupción no se reduce a la apropiación indebida de recursos públicos, al tráfico de influencias o a los contratos amañados. Es también la contradicción entre lo que se dice y lo que se hace; entre los estilos de vida ostentosos y los discursos de austeridad y cercanía con el pueblo. La corrupción, en su dimensión ética, es también incongruencia. Es el uso del poder político para beneficio propio, en lugar de ponerlo al servicio de la comunidad. En este sentido, la corrupción destruye el sentido republicano del Estado y degrada la vocación de servicio que debería ser la guía fundamental de toda función pública.
El Estado no es solo una maquinaria de gestión administrativa, sino una institución fundada en principios éticos: justicia, equidad y bien común. Cuando los representantes del pueblo convierten sus cargos en plataformas para el enriquecimiento, no solo incumplen la ley: traicionan la confianza depositada en ellos. Y cuando la incongruencia se vuelve norma, la sociedad entera pierde referentes éticos. Lo que está en juego no es simplemente la transparencia en la administración, sino la posibilidad misma de una vida pública basada en la virtud cívica.
La política mexicana necesita reconstruir su vínculo con la ética pública. Esto implica un cambio profundo en la forma de concebir el poder: dejar de verlo como una oportunidad de acumulación patrimonial, para entenderlo como una responsabilidad histórica. Para lograrlo, no bastan las promesas de transformación. Se requieren instituciones sólidas, marcos normativos claros y mecanismos eficaces de rendición de cuentas. La corrupción debe ser más costosa que la honestidad; de otro modo, el cálculo racional de los actores políticos seguirá inclinándose hacia la impunidad.
La presidencia de la doctora Claudia Sheinbaum enfrenta aquí uno de sus mayores desafíos. Su éxito no dependerá únicamente de los avances económicos o de la consolidación de programas sociales, sino de su capacidad para establecer nuevos límites institucionales que marquen una diferencia real frente a lo que ha sido la historia política de México. Su antecesor, pese a su discurso moralizador, no consiguió romper con las inercias de la corrupción. Si la Presidenta Sheinbaum aspira a una auténtica transformación, deberá demostrar que la república es capaz de regenerar sus fundamentos éticos e institucionales.
La clave está en restituir el imperio de la ley y garantizar que la vida institucional funcione con autonomía frente a intereses facciosos. No se trata de moralizar la política desde un púlpito, sino de crear condiciones efectivas para que el poder sirva a la ciudadanía y no a los bolsillos de los funcionarios. La república exige congruencia: que quienes gobiernan vivan conforme a los principios que enarbolan, y que la austeridad y la transparencia no sean simples banderas retóricas, sino prácticas verificables.
México tiene la oportunidad de demostrar que la corrupción no es un destino inevitable. Pero para ello se requiere de un compromiso ético y político que trascienda a los partidos y a los gobiernos. Una nación sólo puede transformarse si quienes ejercen el poder entienden que la autoridad pública no se mide por el tamaño de sus residencias, sino por la profundidad de su servicio a los demás. Porque al final, lo que está en juego no es solo la lucha contra la ostentación, sino la posibilidad de construir un país donde la honestidad sea la regla y no la excepción.
Investigador del PUED-UNAM