Opinión

40 horas: Trabajar menos… rendir más

Jornada laboral (Michael Balam Chan)

La jornada laboral es una cuestión casi tan vieja como el capitalismo. A decir del economista inglés, Maurice Dobb “constituye una de las dos partes del contrato capital-trabajo... por un lado, las condiciones en que se labora, la otra, naturalmente, son los salarios” (Teorías del valor y la distribución, FCE, 2004).

Al menos desde mediados del siglo XIX en Europa y luego en América, el asunto ha sido motivo de tensión y resistencia. El primero en subrayar su importancia fue el socialista Robert Owen desde 1817 con su célebre frase: “ocho horas de trabajo, ocho de descanso, ocho de ocio”. Francia inauguró ese reformismo cooperativo e instauró la jornada de 12 horas por seis días de trabajo en 1848.

En 1866, el Congreso Obrero General en Baltimore, declaró como primera y más importante exigencia de los trabajadores, “la promulgación de una ley de ocho horas para todos en los Estados Unidos”.

Pero, contrario a lo que se cree, no solo la lucha obrera, sino también los capitalistas más osados -con Henry Ford a la cabeza- fueron quienes fijaron para sus fábricas ocho horas y 40 semanales, además de mejorar los sueldos.

“El fordismo” se convirtió en una forma de domesticación del capitalismo porque este reconocía que el avance productivo del capital (máquinas, automatización, montaje en línea, coordinación) admitía la reducción de la jornada laboral.

¿Se fijan? No es al revés, no era cosa de la “productividad” imputada siempre a los trabajadores, sino reconocer que ellos laboran en un sistema mayor que los incluye. Una década después, las 40 horas semanales fueron generalizadas a todas las áreas por Franklin D. Roosevelt, en 1937.

En nuestro país, la Constitución de 1917 introdujo el reconocimiento de diversos derechos sociales como el derecho a libertad sindical, a la seguridad e higiene en el trabajo, así como jornadas de no más de 8 horas diarias por seis días a la semana, salario digno y vacaciones. Como es fácil de ver, se cumplen ya más de 100 años desde el momento en que fue instalada la jornada de 48 horas en México.

Y han pasado un montón de transformaciones productivas y sociales: de ser un país agrícola transitamos a un período de industrialización y de ahí, hacia los noventa del siglo pasado, nos convertimos en una economía de servicios. Modelos y políticas económicas y sociales van o vienen, nuestra integración con el mundo se ha profundizado como nunca, los derechos humanos y los derechos de los trabajadores se discuten en todo el planeta. Pero la jornada laboral legal mexicana sigue siendo exactamente la misma que en el año 1921. ¿Por qué?

Porque nuestro país no ha hecho el esfuerzo productivo necesario, no hemos llegado a un acuerdo en este y en otros varios temas críticos para el desarrollo, la productividad, tanto como para el bienestar. Esto quiere decir que durante mucho tiempo, gran parte de las empresas y negocios mexicanos se han erigido sobre la base de la pobreza laboral, con una excesiva utilización del trabajo y del tiempo de las personas.

Los datos internacionales son elocuentes: la cuarta parte de los trabajadores de México laboran más de 49 horas, como si nuestro modelo a seguir fuesen economías como la India, Bangladesh o Pakistán.

O sea, incluso la aspiración constitucional de las 48 horas, ni siquiera se cumple hoy para el 25 por ciento de los trabajadores mexicanos. La mitad de ellos, o sea el 12 por ciento, trabajan de 49 a 56 horas, el equivalente a laborar durante siete días de la semana hasta ocho horas. Pero lo peor es que hay 1.9 millones que dedican a su trabajo incluso más que 56 horas a la semana, una condición que solo se explica por la iniquidad y el abuso de la fuerza de trabajo en México (datos de INEGI, 2024).

Ahora mismo el debate ocurre en medio mundo, nada menos que en España -hace una semana- fracasó el intento legislativo de reducir a 37.5 horas la jornada semanal y los reparos de allá, suenan en los Foros de acá: “la reducción de la jornada, deteriora la productividad de las empresas y de la economía en su conjunto”, nos dicen.

Pero examinemos el argumento: la productividad es resultado del trabajo ordenado, duro, de la habilidad y capacitación del trabajador, por supuesto. Pero la productividad también depende, muy sustantivamente, de la inversión, la tecnología y la organización empresarial con la que operan los establecimientos económicos. La productividad depende de la manera en que funcionan el conjunto de las piezas que constituyen una empresa, por pequeña o grande que sea: capital, organización, tecnología y trabajo, tal y como lo asumió H. Ford hace más de un siglo.

Es ese esfuerzo común (capital-trabajo) el que nuestro país no ha hecho y ni siquiera lo ha intentado: generar la misma riqueza, los mismos bienes, los mismos servicios ofrecidos -o más- pero basados en mayor eficacia patronal y en mayor compromiso de los trabajadores con su empresa. Ambas cosas cristalizan en una jornada laboral de 40 horas.

Repitámoslo: se trata de producir y ofrecer la misma cantidad y calidad de productos y de bienes, en menos horas. Obtener lo mismo pero en menos tiempo. Esto, y no otra cosa, es la productividad.

El economista catalán Xavier Vidal-Folch, resumió el asunto de un modo elocuente: trabajar menos y rendir más. Si lo tomamos seriamente, así es como deberíamos encarar este debate, como un esfuerzo productivo nacional, el compromiso inequívoco de que esta economía puede crecer sin condenar a los suyos a la pobreza material y vital.

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