
Pensar las juventudes exige más que una mirada superficial sobre una etapa vital. Ser adolescente no es únicamente transitar del cuerpo infantil al adulto, sino vivir un territorio simbólico, cultural y político donde se entrecruzan los anhelos de futuro y las estructuras de opresión. La juventud es, en palabras de Paulo Freire, “tiempo de posibilidad” y, al mismo tiempo, espacio donde se ejerce con crudeza la violencia estructural de las sociedades desiguales.
En México, las juventudes habitan un escenario marcado por la precariedad de la salud mental, la falta de oportunidades educativas de calidad, la dificultad para acceder a empleos dignos compatibles con la vida académica y, sobre todo, por la violencia que se ha naturalizado en los espacios que deberían ser de formación y resguardo. La reciente tragedia en la UNAM es un espejo de la fragilidad del país frente al deber de proteger a quienes representan su presente y su porvenir.
La violencia contra las juventudes en México no puede pensarse únicamente como la agresión directa o el homicidio. Johan Galtung hablaba de “violencia estructural” para describir aquellas condiciones sociales que limitan sistemáticamente la capacidad de las personas de vivir una vida plena.
La filosofía política advierte que toda comunidad se mide por el trato a niñas, niños y adolescentes, porque en ellos se proyecta la promesa del porvenir. Negar a las juventudes acceso a derechos plenos es, en términos éticos, un acto de injusticia radical. Como advirtió Simone de Beauvoir respecto de la condición femenina, lo que se naturaliza como “destino” es en realidad una construcción social; así también, la precariedad de las juventudes mexicanas no es fatalidad inevitable, sino consecuencia de decisiones políticas y omisiones históricas.
El Estado mexicano mantiene una deuda estructural con sus juventudes. La respuesta institucional ha sido fragmentaria, paternalista o meramente declarativa. Se multiplican programas de becas, pero sin un horizonte integral de política pública que reconozca que la juventud no se reduce al aula ni a las estadísticas de empleo. Se necesita una estrategia nacional con enfoque de derechos, capaz de articular salud, educación, trabajo, cultura, deporte y participación política.
La visión filosófica de Martha Nussbaum señala que una sociedad justa es aquella que garantiza a cada persona el acceso real a las condiciones necesarias para desarrollar sus capacidades en plenitud. La justicia se mide en la posibilidad efectiva de florecer. Para las juventudes mexicanas, eso significa contar con instituciones que aseguren su desarrollo físico, intelectual, cultural y moral.
En ese marco, la crisis que vive la UNAM es expresión de algo más profundo que la inseguridad en los planteles. La máxima casa de estudios representa, en muchos sentidos, un microcosmos de México: allí confluyen desigualdades sociales, tensiones políticas, violencias urbanas y, al mismo tiempo, aspiraciones y posibilidades de transformación y justicia. El asesinato de un estudiante dentro de sus muros es un golpe directo al corazón del proyecto educativo y cultural del país.
El cierre de facultades, como respuesta inmediata a las amenazas, visibiliza un dilema: ¿cómo sostener la vida académica en medio de la violencia? Hannah Arendt subrayaba que el espacio público es el lugar de aparición donde los seres humanos se muestran como libres e iguales. La universidad es ese espacio por excelencia; cederlo ante el miedo significa permitir que la violencia desplace al diálogo, que el terror reemplace a la palabra. La UNAM debe potenciar su papel no solo como formadora de profesionales, sino como institución que acompaña y protege las transiciones de niñas, niños, adolescentes y jóvenes hacia la vida adulta. Sus preparatorias y bachilleratos son espacios donde se gesta una parte esencial del futuro nacional.
Hoy resulta imprescindible reconocer que vivimos un cambio estructural: cultural, ético y societal. Las juventudes del México de la tercera década del siglo XXI están atravesadas por fenómenos inéditos: la hiperconectividad digital, la sobreexposición a discursos de odio en redes, la crisis climática, la violencia criminal, la precariedad laboral y la erosión de las certezas colectivas. Prepararles para enfrentar ese mundo requiere no solo de planes de estudio actualizados, sino de un horizonte ético y político que coloque su dignidad en el centro.
La pregunta de fondo es la que formulaba Emmanuel Levinas: ¿somos capaces de responder al rostro del otro con responsabilidad? El rostro de las juventudes nos interpela éticamente; nos exige reconocerlas como sujetos de derecho, no como objetos de control ni como riesgos potenciales. Lo que está en juego, con cada vida juvenil perdida en la violencia, es la posibilidad de un país fundado en la justicia y la dignidad. Si el Estado mexicano fracasa en garantizar derechos integrales a niñas, niños, adolescentes y jóvenes, fracasa también en la construcción de un futuro democrático. La universidad, como baluarte nacional, tiene la responsabilidad de alzar la voz y demandar lo que le corresponde al Estado, pero también de transformarse internamente para dar ejemplo.
La crisis de la UNAM muestra que no basta con resistir; es necesario tomar medidas contundentes. Lo que se juega no es solo la seguridad de un campus, sino el sentido mismo de la educación, de la vida pública y de la democracia en México. El futuro comienza con una política integral de derechos para las juventudes. Y comienza también con la voluntad ética y política de reconocer que el país no puede esperar más: la dignidad de sus jóvenes es la medida de su presente y la condición de su porvenir.
Investigador del PUED-UNAM