Opinión

Ha resultado refrescante ver a cerca de siete millones de manifestantes tomar las calles por la vía pacífica para protestar por el ejercicio de una presidencia cada vez más militarista y autoritaria

El rey

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Estados Unidos Personas participan durante la protesta "No Kings" este sábado, en West Palm Beach, Florida (GIORGIO VIERA/EFE)

No deja de ser irónico que las manifestaciones de este fin de semana en varias ciudades norteamericanas se hayan realizado bajo el lema “No kings” (sin reyes) y no sin dictadores o en contra del autoritarismo como tal, por mencionar dos conceptualizaciones más cercanas a la realidad con el ejercicio del poder en ese país por parte del mandatario que ha cumplido casi diez meses en la presidencia de su país. Sobre todo si se toma en cuenta que la legitimidad original del ejercicio del poder es dada a un monarca por voluntad divina, mientras que en el segundo caso, el poder se alcanza por las armas con el apoyo de las fuerzas armadas y la propagación del miedo. En lo que ambos regímenes políticos sí que son similares, es que son de por vida. No existe la transición del poder, simplemente porque es a perpetuidad. En ambos casos el gran ausente es la democracia.

Más allá de esa diatriba conceptual, ciertamente ha resultado refrescante ver a cerca de siete millones de manifestantes tomar las calles de diversas ciudades, por la vía pacífica para protestar por el ejercicio de una presidencia cada vez más militarista y autoritaria, así como en descontento con cuestiones puntuales como las redadas en contra de inmigrantes y su trato deshumanizante, incluyendo las deportaciones masivas.

Las reacciones de las autoridades han sido decepcionantes, si bien en línea con el tono discursivo que se ha hecho característico de esta forma de ejercer el poder, es decir, de tergiversación descalificadora. Desde esa óptica, se trata no de protestas legítimas sino de manifestaciones de odio y en contra del país mismo. No puede hablarse siquiera de psicología al revés, pues la actitud es tan llana como la hipocresía y la manipulación, sin apenas ninguna sofisticación.

De acuerdo con las crónicas periodísticas, esta es la segunda manifestación de envergadura entre junio y octubre (5 millones entonces, 7 ahora) que además de haber sido todavía más concurrida, se da en un contexto político interno de parálisis dado el cierre de gobierno ante la falta de acuerdo entre los partidos demócrata y republicano y la administración federal, particularmente respecto del financiamiento del sistema de salud, pero también de crecientes tensiones entre la presidencia, el congreso y los tribunales. En esos recuentos de prensa ha trascendido el cartel de un manifestante que contenía la leyenda: “protestamos porque amamos a Estados Unidos y queremos recuperarlo.”

Un popular legislador de Vermont que participó como orador en alguno de los eventos dijo que el presidente norteamericano y los multimillonarios que lo apoyan han secuestrado la democracia del país, y que será el pueblo y no el ocupante de la Casa Blanca quien gobierne el país.

Es pronto para saber con certeza el efecto y la profundidad de los mismos, que podría tener esta segunda movilización ciudadana, pero es factible suponer que políticos opositores, en específico representantes electos en todos los niveles, puedan sentirse empoderados por el nivel de la participación e intentar adoptar un papel vocal de cara a las políticas que viene implementando el gobierno dentro y fuera del país, claramente maniqueas, pero respaldadas en todo momento por el tono beligerante del titular del poder ejecutivo y de su gabinete, pero también en algunos casos con la amenaza y el uso de la fuerza. Eso sí, dependiendo del sapo es la pedrada, ya que no es lo mismo Venezuela que Gaza o Ucrania.

Ello podría traducirse, a decir de algunos especialistas, en mayores audiencias de congresistas, visibilidad de las voces críticas del gobierno, la promoción de iniciativas legislativas, la reconfiguración del discurso público en favor de lo que diversos observadores ven como la creciente erosión del sistema democrático, la defensa de la libertad de expresión y de otras libertades civiles bajo acecho, incluyendo la utilización de la ley para fines políticos determinados como la eliminación de críticos y adversarios.

Claramente otro flanco a considerar sería el del creciente uso del poder político para el enriquecimiento personal, familiar y de grupo, como lo denunció el legislador del estado de Vermont. De manera que al visibilizarse la inconformidad de amplias capas de la ciudadanía, los medios informativos, la prensa y los periodistas, líderes de opinión, entre otros actores políticos, podrían prestar más atención y cobertura a estas demandas modificando, o al menos complicando, el avance arrollador de una administración que en nueve meses parece descabellada en sus objetivos explícitos e implícitos, y que parece tirar del mundo a empellones y maltrato para salirse con la suya en su extremismo y radicalismo.

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