
Aun bajo riesgo de ser señalado como persona “non grata” por los pasmados administradores del Museo del Louvre, en la ciudad de París, debo decir cuánta “schadenfreude” (alegría por el infortunio ajeno) me causó el robo de las joyas napoleónicas. Merecido por altaneros, ineficientes y burócratas con pretensión de aristocracia.
Algo extraño sucede en los museos del mundo. Por extraño mimetismo, los burócratas se sienten dueños de las obras ahí expuestas y mancilladas por visitantes plebeyos.
Aquí, en la humilde ciudad de México, hace unos meses un cursi enamorado realizó una boda “gay” dentro del Museo Nacional de Arte con todo y la bendición de Alicia Bárcena, nuestra ex secretaría de Relaciones Exteriores, y no podemos olvidar el caso del orgulloso Museo Nacional de Antropología cuyo prestigio fue premiado por el principado de Asturias, y en la mera fecha del anuncio estaba cerrado --junto con otros-- por falta de porteros y cuidadores. Todo se arregló con rapidez y diligencia. Faltaba más.
Los museos son sitios extraños. Muchos están llenos de cosas inútiles, inservibles para la comprensión del pasado como sucede con tantos de esos sitios en esta capital cuyo número museístico supera a cualquier otra del mundo. Poco más de cien.
En Querétaro, hundidos en las entrañas de un cerro, con galerías gigantescas de una antigua mina, un amigo mío hizo 18 pequeños museos personales de cuanta quincalla encontraba en el camino o mandaba comprar. Museo de la peluquería, de la fotografía, del zapato y el vestido del siglo XIX. Todo tipo de vainas inservibles, inútiles pero muy decorativas, eso sí. Hasta uno con viejas máquinas de escribir y ropajes de torero.
En Oaxaca se hizo un museo de arte contemporáneo y cuando llegó al gobierno la izquierda triunfante, se apropió de las obras. Y hoy, reabierto el local fundado por Toledo y otros artistas, las exhibe malamente y --dicen--, con un acervo incompleto.
En los museos se exhiben objetos del pasado, pero casi siempre vanidades nacionalistas del presente. Nostalgia y memoria.
El Louvre ahora más famoso, fue arquitectónicamente modificado con la ya célebre pirámide de cristal del arquitecto Pei, para mayor gloria de monsieur Mitterrand quien fue el gran alcalde de París, por encima de su buena presidencia de Francia. Además de una gran biblioteca, hizo el Arco de la Defensa, en loca competencia cúbica con el napoleónico monumento al triunfo en la Plaza de la Estrella.
Pero volviendo al comienzo. La arrogancia de los administradores de muchos museos, ya sean el Ermitage o el rústico galerón de Tulancingo, Hidalgo en memoria de “El Santo”, hace fastidiosa y a veces humillante la visita, además --obviamente-- del abigarrado rebaño de visitantes. Ni saben ni entienden, pero galopan tras la Mona Lisa, las momias de El Carmen o Coatlicue
Personalmente soy un frustrado ladrón de museos.
En esta ciudad planee sustraer un cuadro impresionista de Bellas Artes y cuando había hecho un plan magistral para burlar a los custodios con un actor atacado de epilepsia (Alka Seltzer en la lengua con todo y espumarajos) se aparecieron Don Miedo y Doña Cautela y me rajé. ¿Cómo sacar después al actor?
Como sea hoy los parisinos pagan un poco por su petulante condición. Dos veces he visto el Louvre sólo por fuera: huelga, paro laboral de los empleados cuya nariz está eternamente fruncida a causa de los visitantes y el escaso presupuesto. Por mamones se merecen este soplamocos de los hijos de Caco.
Por lo pronto alguien debe estar ahora en Marsella para sacar por el Mediterráneo las joyas imposibles de trasladar por aeropuertos. Ni modo de venderlas enteras. ¿A quién? Las subirán a un barco y las destazarán en Chipre, Sicilia o la isla de Malta. Pero eso ya es literatura.
Mañana iré al Museo de Antropología a la entrega de los premios Crónica. Eso sí.