Opinión

A gritos y sombrerazos

Carlos Manzo
Carlos Manzo El alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, fue asesinado el sábado 1 de noviembre. (Cuartoscuro)

Así como el lucero ofrece luz, el sombrero ofrece sombra y en ocasiones escondite para dolores de amor, pena infinita o movimiento político de respuesta ensombrecida, claro está. Lo canta Gardel con tono grave y lágrima furtiva:

“...Bajo el ala del sombrero, cuántas veces embozada/Una lágrima asomada yo no pude contener”.

Sombrero galoneado, más barato que una gorra; Sombrerete, Zacatecas, sombrerazos en el pleito; sombrero de charro en la cuerna pavorosa de “Matajaca”, de Tepeyahualco, el toro doblemente asesino de Antonio Montes, porque primero soñó la cornada y después la recibió cuando entraba a matar con el ruedo colmado de prendas lanzadas por el público admirado.

Imposible olvidar el sombrero de Tata Lázaro o de Adolfo Ruiz Cortines quien lo colocaba sobre su antebrazo, junto al pecho, para evitar los abrazos indeseados y la cercanía de lambiscones y confianzudos; ilustre accesorio el de Winston Churchill tan inconfundible como su habano humeante y su vaso de escocés; imposible imaginar descubierto a Humphrey Bogart en la escena de luces y contrastes donde Rick le ofrece a Renault (Claude Reins), el principio de una hermosa amistad mientras el amor de su vida vuela para perderse para siempre.

Sombreros en la arena y jubilo en el tendido.

El pontífice de la Iglesia de Roma viene a México y se coloca los galones y el fieltro en la testa donde en Roma ostenta las tres coronas de la tiara papal. Los políticos viajan a Chiapas y se adornan con sombreritos chamulas llenos de borlas y colguijes y por las alturas bolivianas los campesinos –como en Rodesia--, se tocan con bombines de esos también llamados hongo, en honor de los cuales Ramón Gómez de la Serna hizo girar aquella novela hilarante y perturbadora “El caballero del hongo gris”, cuyo trágico final termina con estas palabras:

“...El otro caballero del hongo gris, el infrangible superviviente que luciría más mañana en la Roma suntuosa y orgullosa de todos los días, más viejo que nunca y más pequeño que antes, no se atrevió a ponerse el hongo gris triunfante que llevaba en la mano y se ausentó como quien huye de un pésame que le coge de claro cuando el deber era el luto riguroso”.

Nos destocamos de pie cuando la admiración aparece y ante una hazaña nos quitamos el sombrero y el torero la montera para pedir permiso o brindar al respetable.

Prenda distintiva en la campesina sencillez decorativa del pobre diablo peruano Pedro Castillo y también del embajador Ken Salazar, aunque Kozo Honsei, embajador de Japón aquí le hizo competencia; se caló el de ala ancha y con bigotes postizos a la manera de una caricatura, nos ayudó a celebrar las fiestas de Independencia lejos de la solemnidad formal de sus paisanos, porque aun recuerdo al emperador Hiroito, en el Palacio de Akasaka en Tokio, todo de negro hasta los pies vestido, con un bombín derrotado.

De estilo campero y llanero María Félix con el ala de lado en Doña Bárbara y Emilio “Indio” Fernández en “La cucaracha”, cubierto, como Pedro Armendáriz, Pedro Infante o Jorge Negrete con el distintivo charro de los charros sin charrería --puro vestuario de espectáculo-- porque ninguno de estos era capaz de hacer el paso de la muerte o tirar una mangana (excepto el “Indio”, capaz de pasar a varios semejantes a la muerte)

Hoy el sombrero es un símbolo michoacano de rebeldía. Ensangrentado lo alzaron del piso cuando fue asesinado Carlos Manzo (no confundir con Carlos Torres Manzo) y con él en la mano, doña Grecia, su viuda, dijo en tono de advertencia:

“Hoy, el legado de Carlos Manzo está más fuerte que nunca. Este movimiento del sombrero no lo callaron y no lo van a callar porque aquí sigo firme, con la firme convicción que él me enseñó, con esa lucha incansable”.

Pero ante esas palabras nadie en el gobierno federal dijo siquiera, chapeau.

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