
Los datos de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo correspondientes al tercer trimestre de 2025, son una manifestación más de la contradicción entre la promesa del desarrollo y la realidad concreta de quienes sostienen diariamente la vida económica del país. En efecto, la información presentada revela un orden económico que se reproduce a través de la normalización de la precariedad, y que se sostiene precisamente gracias a la sumisión silenciosa de millones de personas que trabajan en condiciones que rozan, o que definitivamente traspasan, los límites de la dignidad.
El primer elemento que destaca en esta radiografía social es la desigualdad profunda entre los sectores económicos. El sector primario, que da sustento alimentario a la nación, concentra 6.5 millones de personas ocupadas, equivalentes al 10.9 % del total. Sin embargo, es aquí donde se obtienen los ingresos más bajos y la mayor vulnerabilidad laboral. No es casual que este sector haya perdido 371 mil empleos en un año, una caída que revela tanto el abandono institucional de la agricultura, como la creciente inviabilidad económica para miles de hogares campesinos. Este trasfondo es indispensable para comprender las protestas recientes del campo mexicano, donde los productores exigen precios justos mientras enfrentan un mercado que les paga menos de lo indispensable para la reproducción básica de la vida.
Asimismo, el dato de que 39.5 % de todas las personas ocupadas en el país perciben hasta un salario mínimo adquiere un dramatismo particular en este contexto: el sector primario, históricamente precarizado, queda colocado en la base inferior de la estructura de ingresos, confirmando que el trabajo agrícola sigue desempeñándose en los márgenes del proyecto de nación.
El segundo elemento estructural es la magnitud de la informalidad laboral, que en 2025 alcanza a 33 millones de personas, es decir, el 55.4 % de todas las personas ocupadas. La mitad del país trabaja sin acceso a seguridad social, sin estabilidad laboral, sin sistemas institucionales de protección y en condiciones que limitan severamente la acumulación de capital humano, la productividad y la movilidad social. Debe comprenderse que la informalidad es la consecuencia directa de un modelo que no genera la suficiente cantidad de empleos formales y que desplaza permanentemente a millones hacia formas de subsistencia precaria.
A este panorama se suma el dato de las condiciones críticas de ocupación: 33.6 % de las personas ocupadas trabaja menos de 35 horas por razones involuntarias; o bien, más de 48 horas con ingresos insuficientes. Como se observa, la sobreexplotación y la insuficiencia salarial coexisten, configurando un escenario donde el tiempo de vida es absorbido por dinámicas laborales que no permiten garantizar bienestar. Aunque este porcentaje se redujo ligeramente respecto al año anterior, sigue siendo una señal inequívoca de deterioro económico. En ello hay que considerar que 24.7 % de las personas ocupadas trabaja más de 48 horas semanales; en términos absolutos, se trata de 14.7 millones de personas para quienes la jornada laboral supera el límite establecido para proteger la salud y la vida personal.
Este último dato adquiere particular relevancia en la discusión contemporánea sobre la reforma de la Ley Federal del Trabajo para reducir la jornada semanal de trabajo. Las cifras demuestran que México continúa siendo uno de los países con jornadas más largas del mundo, y que esta prolongación del tiempo laboral no se traduce en ingresos acorde con las necesidades básicas ni en aumentos de productividad. Las 42.2 horas promedio trabajadas por semana en el país ofrecen un contraste adicional con las tendencias internacionales que avanzan hacia reducir el tiempo de trabajo sin afectar la capacidad productiva de la sociedad, reconociendo que el bienestar social es un componente esencial de cualquier estrategia de desarrollo.
La política económica vigente, vista a través del Presupuesto de Egresos de la federación, no está alineada con este diagnóstico. Mientras los datos indican la urgencia de fortalecer los derechos laborales, expandir el empleo formal y reestructurar la economía en torno a sectores de mayor productividad y valor agregado, el presupuesto continúa privilegiando la lógica del gasto clientelar, sin mostrar evidencia de que las transferencias tengan la capacidad de mover la demanda agregada; tampoco hay un incremento en la inversión productiva del Estado, ni una estrategia para la transformación del mercado laboral. El resultado es una política que sostiene el consumo inmediato sin construir capacidades estructurales para un crecimiento sostenido. El país sigue atrapado en un modelo que reproduce la precariedad como condición sistémica, mientras la promesa de modernización económica permanece suspendida en un horizonte que nunca llega.
Podría afirmarse que el mercado laboral mexicano encarna la forma contemporánea de una racionalidad represiva: aquella que normaliza la explotación, que convierte la necesidad en virtud y que exige a la población adaptarse a un orden económico que no fue diseñado para su bienestar. La ENOE muestra que el trabajo en México continúa siendo un espacio de lucha cotidiana por la supervivencia y no un mecanismo de realización personal ni de emancipación social.
La tarea pendiente es construir un curso de desarrollo que deje de depender de la precariedad y que coloque en el centro la creación de empleos formales y dignos. Nada en los datos indica que ese horizonte esté cerca; por el contrario, todo apunta a que es necesaria una reorientación profunda de las prioridades económicas para que la dignidad laboral se convierta finalmente en una realidad material para las y los trabajadores del país.
Investigador del PUED-UNAM