
Sin ahondar en definiciones excesivas (tampoco es uno Alexis de Tocqueville), la democracia se puede explicar como un sistema representativo de organización política y social cimentado en el consenso institucional y la búsqueda del bienestar general; equilibrado entre las fuerzas dominantes y la participación minoritaria, dentro de un marco jurídico universal con partidos políticos de distintas tendencias con igualdad de oportunidades, y con reglas electorales independientes del gobierno.
Esto puede ser ampliado de muchas maneras, pero en esencia eso es un juego democrático: oportunidad electoral sin distinciones y gobierno para todos. Ganadores y perdedores, con respeto a la Constitución y las leyes.
Obviamente eso no se logra plenamente en ningún lugar del mundo. Pero fundamentalmente se acepta a lo largo y ancho del planeta, hasta en las monarquías constitucionales y los regímenes fuertes, excepto en las plenas dictaduras o en los gobiernos absolutos.
Si lo anterior resulta aceptado México, en términos generales es una democracia. Débil, joven, amenazada, inmadura y en muchos aspectos traicionada, pero con admisibles grados de libertad a pesar de los desmanes recientes de la destrucción institucional cuyo rumbo apunta en sentido contrario. Si bien la demolición se ha iniciado, sus efectos aún no se resienten plenamente. Poco falta.
Hoy el gobierno, al menos en su rama ejecutiva, goza de legalidad y legitimidad. En los otros poderes los “asegunes” se presentan, de manera especialmente grave en el Poder Judicial.
Dicho de otro modo: a los mexicanos nos gobiernan quienes nosotros hemos querido darles esa responsabilidad o esa representatividad. Sus errores, a fin de cuentas, no son solamente responsabilidad suya. Somos corresponsables por haberlos puesto donde están gracias al voto y hasta en los casos plurinominales, somos parcialmente cómplices de su desempeño porque cuando fallan ni siquiera les reclamamos. Admitimos sus explicaciones, llenas de mentiras y a otra cosa mariposa.
Ni la opinión pública, ni la opinión publicada son tribunales ni mecanismos para exigir cuentas definitivas.
Un ejemplo de esto es con el espectáculo de las diputadas desgreñadas en el aquelarre del congreso local de la Ciudad de México: Yuriria Ayala, Rosario Morales, Martha Ávila (rudas) y Daniela Álvarez y Claudia Pérez (técnicas).
Muchos se quejan y miran al cielo y lloriquean: ¿qué clase de representantes tenemos? Pues los que elegimos nosotros. No ha habido un sólo representado capaz de censurar la conducta de su diputada. Ni uno sólo.
Una vez más debemos insistir: en la democracia imperfecta los diputados y senadores no representan a los ciudadanos sino a sus partidos. No son nuestros; son de sus dirigencias. Por eso nadie les reclama y cuando lo hace, adopta el tono maternal de nuestra bienamada presidenta (con A), esas cosas no están bien, eso no se hace, niñas groseras.
Hoy, cuando las elecciones en Chile mueven a la izquierda mexicana a llanto y queja; lamento y lágrimas vivas (el caso extremo es el señor Pimenio quien sufre por el cierre de las alamedas), muchos sesudos analistas y profesores del CCH o la Universidad Benito Juárez se preguntan cómo fue posible el triunfo de la derecha y la resurrección del pinochetismo.
Pues porque así votaron los chilenos. ¿Cuáles? La cantidad suficiente para echar a la izquierda de La Moneda con todo y sus errores. Muy buenos para el discurso y muy malos para gobernar. Como en Argentina y la cleptocracia kirchnerianas o en Bolivia con el indigenista violador. No hacen falta más ejemplos.
La democracia chilena echó a un gobierno de izquierda (hasta cierto punto moderado como el de Boric), mediante un procedimiento legal y legítimo, muy diferente al perverso golpe de Estado contra Allende con quien tuvo una identidad más allá de lo ideológico: igual de ineficientes.
Al menos para eso sirve el juego de las urnas, para evitar sangre y atropellos, aun cuando los resultados les disgusten a los demócratas de la ineptitud. La responsabilidad final es de los electores. Disfruten lo votado.