
La corrupción en México no puede comprenderse solo como un conjunto de prácticas particulares desviadas o como la suma de conductas individuales moralmente reprochables. Es, ante todas las cosas, una forma de organización de los afectos políticos, una economía del deseo y del poder que ha aprendido a sobrevivir a los cambios de régimen, a las alternancias partidistas y, sobre todo, a los discursos morales que prometen erradicarla. En este sentido, la experiencia reciente del poder en México revela una paradoja: la moralización del discurso político no ha producido una depuración ética del ejercicio del poder, sino una nueva forma de inmunidad frente a la crítica y la sanción.
El proyecto que llevó a Morena al poder se sostuvo, desde su origen, en una promesa de redención: se trataba, decía su líder en un tono cuasi mesiánico, de una regeneración moral de la vida pública. La corrupción fue presentada como el mal absoluto, como la causa última de la pobreza, la desigualdad y la violencia. En ese marco, se construyó una narrativa de pretendida pureza: la idea de que bastaba con la honestidad personal del gobernante para desactivar los engranajes de la corrupción estructural. Sin embargo, esta apuesta estaba condenada a la insuficiencia. La corrupción no es un vicio que se extinga por exhortación, porque no reside primariamente en las conciencias, sino en los arreglos institucionales, en las relaciones de dependencia, en los incentivos y en los afectos colectivos que orientan la acción.
Lejos de disminuir, los escándalos de corrupción en el entorno cercano del poder se multiplicaron. Pero lo más significativo no fue su existencia, sino la forma en que fueron neutralizados discursivamente. La corrupción dejó de ser un problema cuando podía ser reinterpretada como “ataque político”, como conspiración mediática o como herencia del pasado. Aquí emerge lo que Nietzsche llamaría una transvaloración encubierta: lo que antes era motivo de indignación moral se convierte en una molestia menor, siempre que no cuestione la identidad del movimiento.
La presidenta Sheinbaum hereda este dilema en una forma aún más aguda. Su discurso insiste en la continuidad moral del proyecto, en la idea de que el movimiento sigue siendo éticamente superior a sus adversarios. Pero esta insistencia produce una trampa conceptual y política: si el movimiento es, por definición, moralmente puro, entonces toda evidencia de corrupción debe ser negada o minimizada. Se castiga al corrupto sólo cuando su sanción no amenaza la narrativa de la excepcionalidad moral; se tolera cuando su castigo implicaría reconocer que la corrupción es una posibilidad permanente del poder.
Este punto es crucial. Spinoza advertía que los Estados fracasan cuando gobiernan más por la ilusión moral que por el conocimiento efectivo de las pasiones humanas. Un poder que se piensa a sí mismo como virtuoso pierde la capacidad de diseñar mecanismos reales de control, porque confía en la intención antes que en la estructura. La ética, en este sentido, no puede reducirse a la proclamación de principios; debe traducirse en instituciones que no dependan de la virtud personal, sino que funcionen incluso cuando esa virtud falta.
Nietzsche habría visto en la pretendida pureza moral de Morena una forma de moral reactiva: una que se define no por su capacidad creadora, sino por su oposición a un enemigo. El problema de esta moral es que necesita preservar al enemigo para seguir existiendo. Si la corrupción es erradicada de verdad, el discurso pierde su fuerza; si se reconoce que la corrupción habita también en el propio movimiento, la identidad se resquebraja. Así, la corrupción se vuelve funcional: se denuncia retóricamente, pero se administra políticamente.
Los signos de esta contradicción son evidentes en los escándalos de riqueza obscena, dispendio y ostentación protagonizados por figuras prominentes del partido, lo cual les coloca ante una erosión profunda del vínculo ético entre poder y comunidad, pues el poder que se ostenta sin pudor carece de representatividad y se vuelve cínico.
El gran reto político y moral de 2026 para la presidenta de la República consiste, entonces, en romper esta lógica sin destruir el capital simbólico que sostiene a su movimiento. Pero esta tarea exige una decisión de fondo: abandonar la ficción discursiva de la pureza moral. Sólo un poder que acepta su propia vulnerabilidad ética puede construir una cruzada auténtica contra la corrupción. Esto implica reconocer públicamente que Morena no es moralmente superior por naturaleza, sino que debe demostrar su diferencia a través de reglas, sanciones y controles efectivos a sus funcionarios y militantes.
Combatir la corrupción no es reafirmar la identidad del movimiento, sino someterlo a prueba. Supone renunciar a la comodidad del discurso y asumir el riesgo del conflicto interno. Esto significa reorganizar los afectos colectivos hacia la confianza institucional, no hacia la devoción personal; e implica un acto de creación política: la invención de una nueva forma de poder que no se sostenga en la negación del mal, sino en la capacidad de limitarlo.
Si la presidenta Sheinbaum opta por una ética del poder que acepte la caída, la sanción y la contradicción, podría inaugurar una verdadera transformación. No una moralizante, sino trágica y responsable, consciente de que el poder no se purifica por proclamación, sino por la dureza de las reglas que se impone a sí mismo. En ello se juega el futuro de su gobierno, pero también la posibilidad de una ética pública que deje de ser consigna y se vuelva práctica.
Investigador del PUED-UNAM