Opinión

La Reserva, otra Guerra en el Paraíso

La Reserva

Desde la primera secuencia a manera de obertura silenciosa -una cámara con visión nocturna instalada para registrar la diversidad y la vitalidad de la fauna silvestre en Chiapas- la película La Reserva, del director mexicano Pablo Pérez Lombardini (2025). establece con toda precisión el mapa territorial y emocional al que habremos de adentrarnos: la selva chiapaneca como extensión y reflejo de la realidad contemporánea de México, como protagonista viva y amenazada de una historia al mismo tiempo trágica y épica.

La Reserva entreteje en su trama de múltiples aristas una historia que va de la depredación a la resiliencia. Conjuga con maestría el lenguaje crudo del realismo cinematográfico, el rigor documental del cine testimonial, la urgencia militante del cine de denuncia, y la fabulación en clave ficcional necesaria para darle la dimensión humana e íntima a una historia que registra la realidad -nuestra realidad- en sus distintas capas.

Acude además a la fotografía en blanco y negro, lo cual le otorga un tono expresionista de gran sobriedad y profundidad visual. Un contraste radical entre los matices grises del blanco al negro, y el imperio del color verde, que debió ser el color predecible de una historia que tiene a la selva como protagonista.

La fotografía del alemán Moritz Tessendorf, sin adornos retóricos ni retruécanos experimentales, le confieren al paisaje de la selva una belleza áspera, sombría y majestuosa a la vez. El poder visual de la película nos recuerda el arte fotográfico de Ansel Adams o de Sebastião Salgado.

La reserva narra la historia de Julia, una guardabosques de una comunidad indígena en la sierra de Chiapas que una noche descubre, desde su puesto solitario de observación, la presencia de taladores ilegales en la selva que está obligada a proteger.

Al intentar movilizar a su comunidad para enfrentar la amenaza -integrantes todos ellos de una cooperativa cafetalera sometida a los abusos de los intermediarios- se encuentra con la indiferencia de sus vecinos, y la violencia intimidante del crimen organizado que opera impunemente en la región.

Julia deberá enfrentarse en solitario -con el apoyo fugaz de un amigo, y el peso añadido de cuidar de su hija adoptiva y su madre anciana- una lucha desigual contra la destrucción del bosque, la corrupción institucional y el miedo colectivo que paraliza a su gente, todos ellos rehenes de los cárteles de la droga que dominan a la región, como ocurre en otras tantas porciones del territorio mexicano donde la autoridad del Estado se ha esfumado. Cuando logra momentáneamente expulsar a los invasores, recibe amenazas de muerte, lo que la obliga a huir a toda prisa.

Julia es interpretada por Carolina Guzmán, una actriz “no profesional” cuya fuerza y sobriedad en pantalla desarman cualquier prejuicio sobre la necesidad de la técnica histriónica cuando lo que se transmite es verdad pura. Su interpretación no nace del artificio, sino de la experiencia vivida.

Carolina Guzmán, quien obtuvo el premio a la mejor actriz en el Festival Internacional de Cine de Morelia, y se proyecta como una gran revelación del cine mexicano, es originaria de la región donde se filmó la película. En su rostro se concentran la dignidad y el agotamiento de quienes han aprendido a resistir en silencio.

El resto del elenco tampoco proviene del mundo actoral: hombres, mujeres, niñas y ancianos de la misma comunidad chiapaneca donde transcurre la historia, campesinos y guardianes del bosque que, gracias al paciente y riguroso entrenamiento impartido por Tania Olhovich, logran encarnar sus personajes con una naturalidad conmovedora. En ellos no hay impostura ni artificio teatral: hablan, se mueven y gesticular como ellos mismos, sin el menor apego al guion o a la técnica. El resultado es un conjunto coral profundamente veraz, donde la ficción se funde con la vida real hasta volverse indistinguible.

Entre los pliegues más íntimos de La reserva se teje la historia paralela de Julia y su hija adoptiva. La relación entre ambas, construida desde lo más profundo de la maternidad y el amor filial, deberá interrumpirse tras la reaparición de la madre biológica. Una amputación para Julia cuyo dolor resulta inclasificable. Su hija representa el núcleo afectivo que la sostiene. Perderla es la porción extrema de la trama donde el dolor rebasa las fronteras de lo inteligible. Las tres muertes de Julia, la de la selva, ola de la madre, la de la hija, son parte de una misma y prolongada muerte.

Devastada por la pérdida y sin más anclaje que su dignidad, Julia regresará a sus labores como guardabosques en un territorio condenado a la extinción Lo hace sabiendo que ya no tiene nada que perder, y que su regreso es, en realidad, una despedida, pero también una afirmación vital.

Si la actuación ancla la película en la realidad, la banda sonora y el diseño sonoro elevan su dimensión sensorial y poética. En La Reserva, el sonido es un protagonista invisible que sostiene las diversas atmósferas emocionales y geográficas del relato. Un lienzo auditivo minucioso donde cada elemento –el susurro del viento entre los árboles, la lluvia golpeando las hojas, los pasos furtivos sobre el suelo del bosque– cuenta parte de la historia.

Sobre esa base naturalista se despliega la música original, y aquí el filme toma una decisión arriesgada y brillante: confiar toda la partitura a un solo instrumento. Un solo de clarinete va tejiendo melodías a lo largo de la historia, convirtiéndose en una especie de narrador sonoro paralelo. Sus notas largas y melancólicas a veces suenan como un lamento de la selva herida; en otras ocasiones estallan en staccatos rápidos que palpitan como un corazón asustado, y en otras admite la dulzura de los momentos donde el amor hace lo suyo. Esta partitura minimalista, compuesta e interpretada por el clarinetista francés Yom, le imprime a la película un ritmo trepidante y a la vez íntimo. Es increíble cómo un solo instrumento puede llenar el espacio emocional de la pantalla.

La película de Pérez Lombardini toca las fibras más sensibles del México actual. La reserva pone el dedo en la llaga de males nacionales profundos: la depredación de los bosques y el consecuente daño ambiental que nos empobrece a todos; la acelerada destrucción de la selva chiapaneca, ese gran pulmón del país que se reduce día tras día; la tala clandestina impune, auspiciada por la corrupción y la impunidad; la temible fuerza del crimen organizado, cuyos cárteles han tomado por asalto regiones enteras de Chiapas y en cuyos territorios imponen la ley del miedo; la ausencia del Estado y la complicidad (por acción u omisión) de las autoridades frente a estas injusticias; y, quizá lo más doloroso, la pasividad temerosa de muchas comunidades, paralizadas por el pánico a meterse con los narcos o por una desesperanza aprendida tras años de abandono.

Todos estos temas laten dentro de la narración sin necesidad de discursos panfletarios. La reserva los aborda con la naturalidad de quien describe el paisaje cotidiano: así de normalizada está, tristemente, la violencia contra la naturaleza en nuestro país.

La reserva nos recuerda, con imágenes de una belleza austera y momentos de gran intensidad, que nuestra riqueza natural vale cada sacrificio y que la dignidad puede erigirse como el último bastión frente a la barbarie. Actualmente la película se exhibe en salas comerciales, un privilegio inusual para los largometrajes mexicanos. El día que fui a verla la sala estaba vacía, éramos dos en un espacio con 200 butacas. Ir a verla no sólo es recomendable, puede ser incluso una extensión certera de nuestro compromiso con el país, con su sostenibilidad ambiental, con su gente, y con su producción artística.

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