Opinión

¿Y si el jazz no nació en Nueva Orleans?

Jazz

Solo un tipo criollo, de la pequeña burguesía negra, con ascendencia francesa, de apellido LaMothe, mejor conocido como Jelly Roll Morton, en el temprano año de 1902 pudo haber dicho algo como esto: “Yo inventé el jazz”.

Pertenecía la escuela de ragtime cuyo padre tutelar fue otro negro creativo y brillante del siglo previo: Scott Joplin. El rag ya era una fusión de elementos de la música académica europea con el sentido rítmico de los cantos africanos que resonaban un día si y otro también a lo largo de todo el río Misisipi… pero en efecto, eso no era jazz.

Y es que Jelly Roll Morton -compositor y director de orquesta- vino a meter el desorden: fue el primer pianista que improvisó sobre temas y partituras conocidas que eran rags, pero con el añadido de notas o acordes completos generados sobre la marcha. Dicho de otro modo: fue el primer músico declarado que se separa de la interpretación regulada para introducir elementos melódicos de acuerdo al momento, la situación, el humor, el placer lúdico o trágico del ejecutante.

Para muchos esa es la nuez del jazz, el hecho de que el talento del músico ejecutante y su creatividad, son tan o más importantes que el material entregado por el compositor. Y aunque ya sonaba en varias localidades aledañas de aquel río, se formalizó por primera vez en antros elegantes y no tanto, de Nueva Orleans, especialmente en el barrio tolerado de Storyville, lleno de diversiones y de tragos, demolido y luego reconstruido como Iverbille.

Hay que detenerse en este punto. Se suele decir que el jazz es una música de encuentro entre los blancos y los negros de Norteamérica y es cierto, pero más precisamente entre los blancos de ascendencia franco hispánica y su cultura urbana, quienes en aquellos años representaban un alto contraste con las ciudades puritanas y victorianas influidas por la tradición inglesa. Como apunta un famosísimo crítico, Francis Newton, “El jazz no podía haber nacido en Nueva York al entrar el siglo XX”.

Pero las cosas se complican. Si bien conocedores eruditos como Joachim E. Berendt o como John Fordham sostienen el canon de Nueva Orleans, como cuna indiscutible del género, otros argumentan que el jazz no llegó de la mano de la improvisación, sino de un tipo de sonido arquetípicamente moderno, un timbre nuevo con el que florecen, se multiplican o mueren las posibilidades del jazz: el saxofón, cuyo primer amo y señor absoluto fue Sidney Bechet bautizado por el citado F. Newton, como “El Caruso del Jazz”.

Sé que algunos de ustedes estarán pensando en Louis Armstrong con su trompeta, pero Bechet comenzó antes una tradición que marcó decisivamente a esa música porque el solista adquiere una importancia inusitada, solo vista antes, en la ópera, protagónica y el jazz se transforma en otra música, sucesión de interpretes y de instrumentos que turno tras turno ofrecen su propia variación del tema central. De este modo, para estos críticos, el jazz se configuró en Chicago que, imitando a Nueva Orleans, lo llevó a su forma definitiva, según la jerga, a “las vueltas” o “chorus” únicas del jazz.

Por supuesto que las bandas de Nueva Orleans usaban a pasto diversos instrumentos de viento como el primitivo kazoo, los bugles que utilizó el ejército confederado, la trompeta y sobre todo, el clarinete en el que radicaba la tradición de la música francesa y cuya cima podemos reconocer en el sonido Dixieland. Pero justo fue Bechet quien abandonó su clasicismo y su clarinete, para abrazar completamente el otro metal que anunciaba la radical modernidad de aquella música.

Pero Bechet es algo más que un virtuoso, personalista y egomaníaco que reclamaba centralidad en el espectáculo (era inaguantable y nunca pudo consolidar una banda), pero él también nacionalizó el jazz al sacar su sonido del sur y encabezar la diáspora masiva “por razones económicas pero también psicológicas”, dice Newton. Pues el jazz y su difusión “lo hicieron, ante todo, personas libres y sin compromisos que pasan mucho tiempo en carretera”, de Misisipi, Tennessee, Harrisburg, hasta llegar a Illinois y más allá (nótese que son los años veinte y Nueva York aún no aparece… ya vendría).

La nacionalización del jazz en Estados Unidos fue extraordinariamente rápida debido al espíritu de aventura y la ambición de gentes como Bechet, que impresionaba por su destreza y novedad a quien quisiera escucharlo. Lo suyo era el sax soprano que tocaba con la fuerza de la trompeta de Armstrong y dejaba boquiabiertos tanto a músicos comunes como a maestros clásicos.

¿Lo ven? Tenemos aquí, en Chicago, al jazz hecho y derecho con sus dos elementos críticos presentes: la improvisación y la tímbrica única del sax protagonista. En sus “Testamentos traicionados” Milan Kundera anota: “…cuando llega el momento de su solo (que siempre es improvisado en parte, es decir, que siempre aporta una sorpresa) el músico se adelanta y mientras más virtuoso es, más sentido adquiere su centralidad en el conjunto”.

Sobre esa base sobrevino la estirpe de los grandes maestros que sucedieron a Bechet: Hawkins, Lester Young, Gillespie, Charlie Parker, Sony Rollins y por supuesto John Coltrane, Ornette Coleman y Archi Sheep. La misma senda es explorada por Miles Davis con trompeta, Mingus con el bajo y con el piano Evans o Thelonius Monk.

Pero el saxofón también se volvió un símbolo político. Al escuchar aquello, la iglesia católica ratificó su censura dada la “instigación erótica” a la que conducía.

El jazz, bandas y gentes como Bechet viajaron a la Unión Soviética donde fueron bien recibidos, hasta que Stalin comprendió el “carácter individualista” de aquella música y en especial “los sonidos chirriantes y sin melodía” del saxofón. Muy pocos, entre ellos Shostakovich se atrevieron a incorporarlo en sus composiciones. No importó, el lo puso en el centro de un par de sus valses. Al terminar la segunda guerra mundial las partituras se perdieron (quizás fueron censuradas) y la aversión se extendió: “Hoy toca jazz, mañana traicionará a su país”, propagaban los comisarios culturales de entonces.

El caso es que para nacer, el jazz necesitaba un instrumento con “la fuerza expresiva de la trompeta y la agilidad del clarinete” (Berendt). Y lo descubrió, hace unos cien años, en el saxofón de Sidney Bechet.

Felices fiestas y les deseo, un mejor año nuevo

(Fuentes: Berendt Joachim. El Jazz, FCE. Fordham, John. Jazz, Diana. Hobsbawm, Eric. Gente poco corriente. Crítica).

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