Opinión

Creencia y conocimiento

La psicología cognitiva es una disciplina que ha venido ocupando mayor relevancia en la explicación de muchos fenómenos que suceden en diversos campos de la vida social. En el año 2002 los economistas se vieron sorprendidos por la Academia Sueca al otorgar el Premio Nobel de Economía a un psicólogo conductual de la Universidad de Princenton: Daniel Kahneman. Era la primera vez desde 1968, cuando se estableció el Premio de Ciencias Económicas del Banco de Suecia, que el galardón era otorgado a alguien “ajeno” al gremio.

Psicología cognitiva

Psicología cognitiva

Recientemente estos especialistas se han venido preguntando, ¿Qué hace que la gente crea y acepte, sin más, una cantidad de ideas disparatadas que no tienen forma de verificarse en la vida real? ¿Por qué ha venido creciendo en el mundo la aceptación de demagogos y charlatanes que ofrecen soluciones fáciles y mágicas a problemas complejos?

En su más reciente obra, de la que ya he escrito, Steven Pinker escribe los siguiente: Mercier propone que las teorías de la conspiración y las creencias extrañas son reflexivas, fruto de la meditación y la teorización consciente, más que intuitivas (las convicciones que sentimos en nuestros huesos). Se trata de una poderosa distinción, aunque Yo la veo de un modo un tanto diferente, más próximo al contraste que el psicólogo social Robert Abelson y el comediante George Carlin establecían entre creencias distales y comprobables. (Racionalidad, pag. 348).

Los individuos, dice Pinker, dividen su experiencia en el mundo en dos grandes ámbitos: 1) aquel relacionado con la experiencia inmediata; es decir, su relación con el mundo material, el contacto con personas reales, las transacciones económicas y de otro tipo que se establecen cotidianamente, la observación de reglas morales y legales. Este contacto con la realidad es lo que permite funcionar en la vida social, conseguir el alimento, pagar las deudas, ahorrar para el futuro y evitar ser privado de la libertad por violar las reglas. Este ámbito genera lo que se conoce como mentalidad realista. 2) Por otra parte, las personas habitan un mundo más allá de su experiencia inmediata. Aquí no es posible contrastar lo que se piensa con los datos de la cruda realidad. La explicación de la historia remota, las ideas del futuro, la existencia de Dios y muchas creencias que buscan otorgar identidad y cohesión, propósito moral, a la tribu o a la secta. Este circuito de la experiencia humana genera lo que se llama mentalidad mitológica.

Una persona puede habitar sin mayor problema en ambos mundos, puede al mismo tiempo actuar con riguroso realismo en su cotidianidad y “dejarse llevar” por las más o menos alocadas fantasías religiosas, políticas o ideológicas. Uno podría imaginarse que el avance del espíritu científico -que se mueve en el terreno realista- y sus logros materiales podrían, a estas alturas, haber reducido los márgenes de la mentalidad mitológica, pero desgraciadamente no ha sido así. 

Aunque hay que reconocer que muchas ideas religiosas y mitológica, que antes eran interpretadas a pie juntillas, son ahora muy difíciles de sostener de manera literal, precisamente por el avance del conocimiento. En el pensamiento cristiano, por ejemplo, la creencia de que Jesús ascendió a los cielos después de muerto, es algo que no se puede en estos tiempos sostener literalmente. 

Aun ascendiendo a la velocidad de la luz, algo imposible para un cuerpo físico, todavía no habría salido de esta galaxia, escribió Joseph Campbell. Lo mismo sucede con la idea de la resurrección y del nacimiento virginal. Entre los pensadores religiosos más sensatos se señala que esas cosas no hay que entenderlas a la letra sino metafóricamente.

El éxito de los lideres demagógicos se debe a que practican con cierta habilidad la retórica de las emociones y el engaño, cultivan el fértil campo de la mentalidad mitológica de sus seguidores. En la medida en que su narrativa se aleje en lo posible de la exigencia de la comprobación verídica, su eficacia será más duradera. Sin embargo, sobre todo tratándose de jefes de estado o de gobierno, la capacidad de engaño tiene límites. Inevitablemente la exigencia de resultados se hace imperativa y la comprobación de sus dichos tarde o temprano es exigida por ciudadanos, cada vez más numerosos, que monitorean los datos (John Keane: Democracia monitoreada).

Se puede intentar construir realidades alternativas desde el discurso del poder, buscar enemigos imaginarios, subestimar los informes de agencias especializadas que miden diversos aspectos de la realidad económica, política y social, construir o destruir reputaciones y vender utopías de felicidad, sin embargo, tarde o temprano la realidad se impone. El documental de Netflix Hitler, una carrera, da cuenta del terrible shock que sufrieron los ciudadanos alemanes comunes cuando los comandantes del ejército ruso los obligaban a “mirar con sus propios ojos” los estragos causados por sus dirigentes en los campos de concentración. No lo podían creer, sin embargo, las atrocidades estaban ahí, frente a ellos. Donald Trump ha inventado que hubo fraude electoral en la elección que perdió en noviembre 2020, 

la mayoría de los seguidores republicanos todavía creen esa mentira. Los hechos comprobables poco a poco van poniendo las cosas en su lugar. El vice presidente Mike Pence, compañero de Trump en la formula perdedora, reconoció el viernes pasado que dicho fraude nunca existió.

Los líderes populistas pueden tratar de vender la idea de que sus políticas favorecen a los más pobres, que son portadores de invaluables virtudes morales, que buscan la verdadera democracia, satanizar la historia reciente y sembrar la esperanza de una sociedad menos desigual. 

Pero cuando los cazadores de información dura van mostrando la realidad tal y como es, y cuando la gente común comprueba en carne propia la precariedad, la mentalidad mitológica sufre un colapso. El líder populista queda al descubierto como lo que es: un simple demagogo, vendedor de ilusiones colectivas.