Opinión

Días luminosos: nace la Secretaría de Educación Pública

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Sí: parecía que a José Vasconcelos lo animaba un fuego interior que lo impulsaba hacia adelante, a toda velocidad. Con la plataforma inicial que le proporcionó la rectoría de la Universidad Nacional, diseñó lo que sería una completa novedad: el modelo educativo federal que, a pesar de todas sus buenas intenciones, el noble Justo Sierra no había logrado instrumentar. Esto era otra cosa: el sistema nacido de los ideales sociales contenidos en la constitución de 1917 tendría materialidad, y a fuerza de terquedad y de mucha persuasión, Vasconcelos, uno de los pocos intelectuales que se habían unido a los movimientos revolucionarios, empezaba a ver cómo de los buenos propósitos se empezaba a pasar a una vida escolar diferente.

Vasconcelos

Vasconcelos. 

Al ser designado rector de la Universidad Nacional en 1920, Vasconcelos dispuso de estructura y recursos para avanzar en el proyecto de la nueva Secretaría de Educación. Así, cuando tomó posesión del cargo, el trabajo estaba más que avanzado

DE TODO A TODO

El proceso había sido accidentado, pero al fin empezaba a marchar. A José Vasconcelos se le nombró rector de la Universidad Nacional durante el interinato del presidente Adolfo de la Huerta, cabeza de gobierno después del asesinato de Venustiano Carranza. Desde aquella posición, que le dio plataforma para planear y soñar. De hecho, aquella rectoría empezó a operar, a toda velocidad, como el ministerio que Vasconcelos ambicionaba construir.

Aquel abogado oaxaqueño trabajaba a toda velocidad. Presumía del apoyo de De la Huerta, de Plutarco Elías Calles y Álvaro Obregón, los sonorenses que dominaban el país. Recordaría después que, llegado Obregón a la presidencia, “con gran liberalidad me firmaba todo lo que yo le ponía enfrente”.

Vasconcelos puso patas arriba algunas zonas gubernamentales: pidió, exigió y grilló para obtener los espacios que juzgaba necesarios para que en ellos se expresaran los ideales educativos de los nuevos tiempos. Por ejemplo: consiguió hacerse con el antiguo Colegio de San Pedro y San Pablo, quejándose de que muchos inmuebles convertidos en propiedad pública por la Reforma liberal se habían convertido en cuarteles, sucios y descuidados. Cuando se dio cuenta de que en el ábside del templo de San Pedro y San Pablo ¡había letrinas!, sin averiguación las mandó quitar, y puso a un joven artista, Roberto Montenegro, a trabajar en un mural que transformaría el lugar por completo. No le faltaba razón a Vasconcelos cuando criticaba la cortedad de miras de algunos funcionarios: desde el Consejo de Salubridad le reclamaron el asunto de las letrinas.

Pero a Vasconcelos le traían sin cuidado las quejas. La estructura de la Universidad le dio margen para todo: las imprentas, para echar a andar el enorme proyecto editorial que soñaba; el “departamento de ingenieros” tuvo más trabajo que nunca antes, pues a aquel equipo le encomendaba las obras y modificaciones que necesitaba.

SUEÑOS, ESTRUCTURA, ORGANIZACIÓN

Era junio de 1920 cuando, desde la rectoría, lanzó una campaña de alfabetización que aspiraba a causar impacto en todo el territorio nacional, con un obstáculo importante: no había ni presupuesto ni personal con el cual volver realidad el proyecto.

Para salir avante, Vasconcelos convocó a los mexicanos que sí sabían leer y escribir, integrantes de las clases medias, y los convirtió en maestros honorarios, y con la recompensa de un diploma, los lanzó a recorrer el territorio nacional. Como en realidad no se hizo un registro cuidadoso de cuántas personas fueron alfabetizadas en aquella aventura, hay que escuchar los peculiares cálculos del inminente titular de Educación: según él, se habían reclutado unos cinco mil profesores honoríficos, y entre 1920 y 1924, los alfabetizados sumaron unos 200 mil.

Para darle continuidad a aquella campaña, su segunda fuerza alfabetizadora fue sacado de las escuelas: eran niños, integrantes de un “ejército infantil”, que, cada tanto, y guiados por sus maestros, se trasladaban a los pueblos, para alfabetizar a todo aquel que lo permitiera.

Entre aquellas escaramuzas, trabajaba el proyecto de ley de educación que daría lugar a la Secretaría de Educación Pública. Todo estaba ya en su cabeza. Lo más importante era la dimensión federal: el ministerio que encabezaría tendría autoridad y atribuciones en todo el país. Ese era uno de los grandes problemas que ni siquiera Justo Sierra había logrado resolver: durante el siglo XIX, las cuestiones educativas eran competencia de los gobiernos estatales, y con ese sistema había transcurrido todo el porfiriato. Por eso habían servido de muy poco los congresos sobre educación que Sierra había organizado: en realidad, la autoridad de don Justo operaba en el Distrito Federal y en los territorios. Vasconcelos no estaba dispuesto a que su gran proyecto se quedara en las mismas.

¿Con qué soñaba José Vasconcelos? Con una secretaría dividida en tres grandes áreas, a partir de tres grandes conceptos: escuelas, bibliotecas y bellas artes. Pero dentro de cada uno de ellos, las funciones y alcances eran enormes: en “escuelas”, quedaba englobada “toda” la enseñanza, incluida la científica y la técnica: “bibliotecas” era indispensable porque esos establecimientos tenían que funcionar como complemento de las escuelas, y como instrumento de conocimiento para los adultos y para los jóvenes que no pudieran estudiar más allá de la escuela primaria.

“Bellas artes” resultaba un concepto bastante elástico, pues, además de promover la experiencia estética entre los escolares, a partir de la enseñanza del dibujo, del canto y lo que hoy llamaríamos “iniciación musical”, también sería responsable del acondicionamiento físico y el adiestramiento gimnástico: si usted, lector, en algún momento de su educación básica estuvo involucrado en una “tabla gimnástica”, entérese de que el responsable de la incorporación de aquella actividad a la vida escolar se llamó José Vasconcelos.

Pero las atribuciones de “bellas artes” eran todavía mayores: bajo su autoridad quedaban todos los conservatorios de música, el Museo Nacional y la Academia de Bellas Artes. Así, el proyecto vasconcelista no partía de cero: aspiraba a crear espacios, sí, pero también reorganizaba el trabajo de instituciones ya existentes para darle dimensión federal al plan educativo. Desde luego, el rector de la Universidad se sintió feliz cuando se enteró de que, al otro lado del mar, el escritor Gabrielle D’Annunzio describió el plan como “una bella ópera de acción social”.

Pensó Vasconcelos en otras áreas “auxiliares”, como el Departamento de Enseñanza Indígena. Pensado para alfabetizar e introducir a la lengua española a los indígenas, dijo después, “al modo de los misioneros católicos de la Colonia”. Decidió que la tarea de alfabetizar a la población no infantil debería volverse permanente, de modo que habría un Departamento de Desanalfabetización.

Aunque Vasconcelos se imaginaba construyendo cientos, miles de escuelas, lo cierto es que decidió aprovechar y reforzar los planteles de las ciudades, y asumir por completo el desarrollo de las escuelas rurales. Y en cuanto a las escuelas del Distrito Federal, que estaban en manos del Ayuntamiento por decisión de Venustiano Carranza, decidió recuperarlas para la nueva secretaría: le costó pleitos y discusiones, pero se salió con la suya.

Vasconcelos asegura en sus memorias que Álvaro Obregón lo autorizó a pedir para la naciente secretaría un presupuesto muy alto, en vista de todas las necesidades del arranque. Según él, pidió 25 millones de pesos. Los registros hablan de 9 millones 803 mil pesos. Con todo, solamente el presupuesto del ministerio de Guerra estaba por encima de Educación Pública. A la vuelta de un año, aquella partida alcanzaría casi los 50 millones de pesos. De ese tamaño era el sueño.

Continuará...