Opinión

Fernando Benítez, Rogelio Cuellar y Monterrey

Ignoraba que la enorme biblioteca y el resto del acervo documental, histórico y artístico del escritor y periodista Fernando Benítez (1912-2000), fueron adquiridos hace tres lustros por un empresario de Monterrey, y que se exhiben desde hace tiempo en una casona de San Pedro Garza García, a la se le puede visitar previa cita.

Fernando Benítez por Rogelio Cuellar; Rogelio Cuellar por Edgardo Bermejo.

Fernando Benítez por Rogelio Cuellar; Rogelio Cuellar por Edgardo Bermejo.

Gracias a la intervención de la Fundación Dr. Ildefonso Vázquez, que preside el regiomontano Jorge Vázquez González, es que el legado de Benítez se mantiene vivo, y que desde este espacio que ahora alberga sus acervos se impulsan diversas iniciativas alrededor de la vida y la obra de uno de los mayores protagonistas de la vida cultural de México en el siglo XX.

Una de estas actividades se inauguró en estos días en el museo Marco de la capital de Nuevo León. Se trata de una colección de retratos de Fernando Benítez y de otros escritores contemporáneos suyos, realizados por el fotógrafo Rogelio Cuellar.

Como uno de los retratistas mexicanos de mayor hondura, precisión y personalidad, Cuellar ha contribuido notablemente a enriquecer el acervo fotográfico de Iberoamérica y a documentar la genealogía de sus escritores y artistas. Con paciencia y esmero insuperables ha creado para la historia de la fotografía en México la gran galería de la comunidad creativa de nuestro país en el cruce de dos siglos.

Hace más de una década, con motivo de la celebración del centenario de Fernando Benítez en 2012, escribí una breve semblanza que he querido rescatar para esta entrega:

Benítez representa uno de los más logrados testimonios en el siglo XX mexicano, de lo que podríamos llamar la aterritorialidad de la creación escrita y del temperamento intelectual, la disolución de sus fronteras aparentes. Su obra como escritor, como periodista, o como figura pública, no admiten que se les parcele con simpleza esquemática, a menos que se incurra en la imprecisión o en el prejuicio: ¿periodista o escritor?, ¿historiador o divulgador?, ¿antropólogo o reportero?, ¿intelectual de izquierda u oficialista? Todas estas preguntas no explican en su bipolaridad excluyente la obra y la trayectoria de quien es, además, el padre del periodismo cultural en México.

Como pocos Fernando Benítez fue maestro en el arte de lo multidisciplinario como hazaña del absoluto. Esto lo emparenta al mismo tiempo con la tradición poligráfica y multifacética de los intelectuales-periodistas-políticos del siglo XIX en México, que con los postulados y paradigmas del quehacer académico contemporáneo. Un heredero fiel pero también un adelantado intuitivo. La pluma y la plana, la tinta y la sangre -para usar la imagen de Roger Bartra-, la excursión y la incursión, el escritorio y la vereda, el cubículo y el despacho, le son comunes y afines, constituyen en Benítez elementos disímbolos, pero al mismo tiempo integrados a la cartografía de una trayectoria con rumbo y traza.

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Como periodista exploró en los archipiélagos solitarios del colaborador externo que publica sus artículos semana a semana, pero también vivió las pulsiones y las tensiones del editor lo mismo en la trepidante mesa de redacción de los diarios, que en la aparente placidez de los suplementos culturales. Experimentó lo mismo el poder que otorga un puesto directivo, que el rigor implacable de la censura, o la condición errante del reportero y los privilegios del entrevistador de primer nivel. Así como en el periodismo su voluntad y guía era la vocación multidisciplinaria, así también quedó reflejado en su obra escrita y en sus acciones públicas, incluyendo la experiencia diplomática por doble vía: como embajador itinerante para Asía Pacífico -un puesto no existente y creado sólo para él- y como embajador de México en la República Dominicana casi al final de sus días.

Benítez fue un historiador acreditado, pero fue también un etnólogo autodidacta que intuyó antes que adquirir las herramientas de la antropología y las dispuso en la construcción de una obra monumental sobre los indígenas de México, que en su momento gozó la virtud de la originalidad. Como historiador exploró los territorios de la biografía -donde, por cierto, su pasión y sus convicciones políticas ganaron normalmente la partida- pero también hizo lo propio en los terrenos de la historia cultural y de las mentalidades, sin que ello signifique que se acogió deliberadamente a alguna escuela historiográfica en particular. Hizo labor como historiador urbano, del que dan testimonio los tomos que coordinó sobre la historia de la ciudad de México, y también como historiador de las regiones, en el que destaca su investigación sobre el drama de la producción henequenera del sureste mexicano.

De paso, asumió el papel de divulgación que debería ser natural a la investigación histórica, dejándonos algunos libros que enfadan a los historiadores profesionales por su marcada imprecisión y que, pese a ella, obtuvieron éxito entre los lectores y lograron reeditarse en varias ocasiones. Uno de ellos es La ruta de Hernán Cortés, donde se permite la licencia de imaginar al conquistador a caballo, recorriendo los huertos naranjeros de los altos de Veracruz con rumbo a Tenochtitlán, cuando naturalmente esta fruta fue introducida hasta después de la Conquista. Al respecto, me tocó escuchar las quejas airadas de un erudito profesor universitario, experto en siglo XVI, que no podía entender las licencias líricas de ese "periodista" que se entrometía con la historia sin haber solicitado nunca pasaporte oficial en la república del pasado.

Como escritor incursionó en los géneros del cuento y la novela, si bien en esta último lo dotó del aliento del periodismo por vía de un estilo de cronista que le dio una voz y un estilo original en el panorama de la literatura mexicana ligada a la revolución, si que haya tenido, a decir verdad, mayor fortuna como novelista

Como hombre público participó desde una condición de independencia permanente en las luchas y demandas de la izquierda mexicana, aportó a ellas su oficio periodístico y su valentía como en el caso del reportaje sobre el asesinato de Rubén Jaramillo; pero al mismo tiempo representó a nuestro país como embajador y se relacionó sin prejuicios ni simulacros con los empresarios mexicanos, destacadamente con Carlos Slim, de quien recibió en varias ocasiones el apoyo que necesitaba para emprender proyectos culturales.

Benítez es todo eso y, por ello, su trabajo y su presencia cruzan la mayor parte del siglo XX mexicano. No es exagerado afirmar que Benítez pertenece a la generación de mexicanos que Krauze definió como de constructores de las instituciones y las empresas culturales del país. Lo que Silva Herzog o Cosío Villegas representan para el Fondo de Cultura Económica, El Colegio de México o los institutos de investigación de la UNAM, Benítez lo representa para la difusión de la cultura y particularmente de la literatura y de la historia, por medio de los suplementos culturales una de las instituciones culturales menos estudiadas y más decisivas del México contemporáneo.