Opinión

El horario y el tiempo II

El erudito profesor e historiador Daniel Boorstin publicó en 1986 un libro en el que indaga sobre los principales descubrimientos e inventos en la historia de la humanidad. Los descubrimientos que han superado el precario estado inicial de sobrevivencia de la especie, por lo general, fueron obra de personas que dirigieron su curiosidad más allá de los prejuicios y dogmas existentes, que se atrevieron a pensar distinto y se aventuraron a poner a prueba sus sospechas o intuiciones. En Los descubridores, así el título del libro de Boorstein, -quien también fue director de la Biblioteca del Congreso en Washington- desfilan cientos de personajes de este tipo.

El primer gran descubrimiento que hizo la humanidad, escribe Boorstein, fue el tiempo y la luna, por su parte, se convirtió en el primer instrumento universal para medirlo. La necesidad de saber si se acercaba la temporada de lluvia o de hielo, de frio o calor, para ponerse a resguardo y sobrevivir a las inclemencias o continuar con sus actividades, fue lo que llevó a esos seres primitivos a observar la regularidad de los movimientos de la luna, el astro cuya presencia es más visible.

Fueron los babilonios los que profundizaron en la observación del tiempo a través del movimiento lunar y alrededor del año 432 a.C. descubrieron un ciclo lunar de 19 años. Durante siete años del ciclo, el año tenía trece meses y los doce años restantes eran de doce meses. De esta forma se evitaba que el inicio o final de una estación pasara de un mes lunar a otro, fenómeno conocido como año errabundo.

Los egipcios descubrieron que la regularidad con la que se comportaba el Nilo a lo largo del tiempo no se correspondía con las fases de la luna, desarrollaron entonces su propia medición del tiempo. Crearon un “nilómetro” que era una escala vertical que registraba cada año el nivel del río. Esta forma de medir el tiempo coincidía con el ciclo solar. Los egipcios crearon el calendario de 12 meses de 30 días y al final le ponían cinco días adicionales.

El calendario egipcio de 365 días era más preciso que el babilonio, pero no era exacto porque cada cuatro años perdía un día. El emperador romano Julio Cesar adoptó en el año 46 a.C. el calendario egipcio para Roma y sus dominios, agregando un cuarto de día cada año (seis horas) para recuperar en cuatro años el día perdido. Tampoco el calendario juliano que estuvo vigente hasta finales del s. XVI, era exacto: la diferencia encontrada por los astrónomos de Gregorio XIII era de once minutos y 14 segundos, pues la duración del año gregoriano es de 365 días, 5 horas, 48 minutos y 46 segundos. Era una pequeña diferencia que, sin embargo, a lo largo de un milenio y medio metió en problemas a la iglesia para fijar correctamente el día de sus principales celebraciones y conmemoraciones.

Los judíos, católicos y musulmanes fijan aún sus fechas religiosas importantes con base en las fases de la luna, por lo que tienen dificultades para hacerlas coincidir con las estaciones del año. Los judíos agregan un mes a los años bisiestos para lograr la coincidencia; los musulmanes no lo hacen, de tal forma que el Ramadán o el mes consagrado a la peregrinación a la Meca pueden caer en el invierno o en el verano.

En la liturgia religiosa cristiana se estableció (Concilio de Nicea del año 325) que la Pascua de resurrección de Jesús, debería realizarse siempre el primer domingo después de la luna llena posterior al 21 de marzo (equinoccio de primavera). El problema que surgió con la pequeña diferencia de medición del calendario juliano fue que a lo largo de los años la fecha en que realmente ocurría el equinoccio se recorrió del 21 al 11 de marzo. La reforma del Papa Gregorio XIII al calendario consistió en hacer caer nuevamente ese fenómeno astronómico el 21 de marzo, de tal manera que en el mes de octubre de 1582 adelantó diez días el calendario. La gente se acostó el once y despertó el veintiuno de ese mes. Al año siguiente, la Pascua y todas las fechas que de ella se desprenden se corresponderían nuevamente con la liturgia. Como ya lo señalamos en la entrega anterior, los países protestantes se resistieron durante 170 años a aplicar el ajuste al calendario por la sencilla razón de que había sido gestado en el seno de la iglesia católica.

Boorstin hace un repaso sobre los intentos de algunos movimientos revolucionarios por crear su propio calendario y combatir así la influencia que la religión ha tenido en la vida cotidiana de las personas. La Revolución Francesa estableció un nuevo calendario en 1792 que se aplicó por 13 años, en el cual la semana duraba 10 días, tres semanas hacían un mes y al año de 12 meses (360 días) le agregaban cinco o seis días al final. El sistema decimal también fue aplicado a la medición de las horas: una hora tenía 100 minutos y cada minuto 100 segundos. El experimento revolucionario fue desechado por Napoleón quien reestableció el calendario gregoriano.

La Unión Soviética impuso de igual manera su calendario revolucionario en 1929, el cual constaba de una semana de 5 días, el mes tenía 5 semanas y al final del año se agregaban los días necesarios para completar el año solar. Antes de 1940, la Unión Soviética había regresado al calendario gregoriano.

La necesidad de dividir el día en unidades más pequeñas surgió en los monasterios y fueron los monjes los que intentaron crear los primeros relojes automáticos, pero ese es tema de otra entrega.

La noción que la humanidad ha tenido del tiempo ha ido cambiando a partir de sus necesidades prácticas o religiosas; ha transitado desde las mediciones gruesas de las estaciones; por los calendarios lunares o solares; por la idea de las horas, minutos y segundos -de utilidad relativamente reciente en la historia- hasta las unidades de medidas infinitesimales de tiempo utilizadas en los laboratorios científicos.

En memoria de Carlos Montañez Villafaña

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