Opinión

Las instituciones cuestan, no tenerlas cuesta más

Ya viene la propuesta de reforma electoral. Las posiciones ya están marcadas. Morena y sus aliados a su favor sin el cambio de ninguna coma. La Alianza opositora en contra en defensa de las instituciones que han funcionado para garantizar la alternancia en el poder y la mejora de la calidad de la vida democrática. Alito y sus compinches, que no son todos los priístas, van a esperar que se abran las cartas para negociar y salvar el pellejo del linchamiento político de la jaguar campechana y obtener el olvido de las fechorías o una embajada.

La narrativa de la posible modificación constitucional que se debatirá, la idea fuerza para que la misma sea bien recibida por la opinión pública y se soslaye su contenido regresivo en contra del avance democrático del país, es que la desaparición o debilitamiento de las instituciones ahorra recursos presupuestales. Así un menor número de diputados de representación proporcional disminuye el gasto del Poder Legislativo. Esta reducción representa menos del 0.001% del presupuesto total, pero se eliminan estorbos en la aprobación del 99.999% del resto con la sobre representación que obtendría el gobierno en esa Cámara.

El pluralismo político -institución adoptada en 1979 y fortalecida hasta el 2018- cuesta hasta el 1% del PIB en un cálculo exagerado, incluyendo al fortalecimiento de todos los poderes legislativos nacional y locales, todo el financiamiento público a los partidos políticos en los dos ámbitos de gobierno y el sostenimiento de los órganos garantes de la transparencia y de aquellos para que haya elecciones libres y equitativas.

Si se compara este costo con la legitimidad que expresan los ciudadanos en las encuestas a la institucionalidad electoral construida en los últimos treinta años que permite a la sociedad ocuparse de ser más competitiva y productiva y participar con confianza en que los votos se cuentan bien en las elecciones y que habrá personas que defiendan distintas visiones políticas en los poderes legislativos y representen voces minoritarias e impulsen políticas públicas no prioritarias para la mayoría como son las cuestiones de inclusión de género y discapacitados, la transparencia, el desarrollo sustentable, los pueblos originarios, entre otras.

La gobernabilidad se sustenta en instituciones reconocidas y operantes y su destrucción o debilitamiento tiene un alto costo social en el mediano y largo plazos que afecta profundamente a las personas en sus niveles básicos de bienestar alimenticio. Sólo hay que ver lo que ocurre en Haití y Venezuela en donde el desmantelamiento institucional provocó flujos migratorios por razones de humanidad, cuyas consecuencias asumimos en México en forma indirecta.

La carencia de instituciones democráticas -que son las que más aportan a la legitimidad del orden político- abren el espacio a la confrontación e incertidumbre con un altísimo impacto en la distribución y generación de la riqueza. En un ambiente de ingobernabilidad y ausencia de autoridad legítima las estructuras que propician la desigualdad social se fortalecen y hay más pobreza y más grupos privilegiados que aprovechan los vacíos de poder.

En ese sentido, extraña que se proponga en la iniciativa de reforma constitucional en materia electoral la desaparición de los OPLES (Organismos Públicos Locales Electorales) y se argumente que esto implica un ahorro de 14 mil millones de pesos sin que se explique que esto representa sólo el 0.05% del presupuesto y que es un ahorro muy mal entendido porque desaparecería institucionalmente a la instancia estatal con autonomía responsable de la organización de las elecciones locales.

Si el argumento para la desaparición de los OPLES fuera su falta de operatividad por la falta de autonomía respecto al gobernador o los partidos políticos, entonces, se debieran fortalecer financieramente para garantizar su profesionalización. Si el argumento fuera que duplican funciones, este es falaz debido a que las tareas que realizan a nivel local son parte del proceso electoral y otro órgano deberá asumirlas con costo similar o mayor si estas se centralizan.

En realidad, las instituciones cuestan y su mantenimiento y constante mejora exigen inversión de recursos, pero abandonarlas o desaparecerlas cuesta más. La diferencia es que lo primero es evidente y lo segundo solamente lo es cuando ya es demasiado tarde.

La reconstrucción de instituciones es lenta y muy costosa socialmente. Los rezagos en democracia derivados de las faltas de libertades e incremento de la desigualdad social por el regreso de gobiernos autoritarios afectan a generaciones enteras y para confirmarlo solo hay que fijar la mirada en Alemania, Italia y Japón de la posguerra derivado del hundimiento provocado por el nacional socialismo o el fascismo o en los múltiples ejemplos de nuestra pauperizada Latinoamérica inmersa en constantes golpes de estado, cuartelazos y populismos Vale.

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Investigador del Instituto Mexicano de Estudios

Estratégicos de Seguridad y Defensa Nacionales

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