Escribir sobre el conflicto entre Israel y Hamás es como caminar sobre cáscaras de huevo. Hay que hacerlo con cuidado, sin caer en generalidades, sin romper lanzas inútilmente y, sobre todo, manteniéndose atentos ante la avalancha de información falsa y exagerada que circula por redes sociales y medios de comunicación.
A menudo nos quejamos de que vivimos en una sociedad polarizada. La guerra que se lleva a cabo en el Medio Oriente nos hace ver que el mundo entero está polarizado, y de una manera diferente, incluso más visceral que durante los años de la Guerra Fría.
No es que la tragedia que se vive en Israel y en Gaza haya polarizado el mundo. Es una polarización anterior, que también se refleja en este conflicto. Hay poco espacio para el análisis sereno y mucho para las condenas unilaterales, que a menudo se ejercen desde una falsa superioridad moral.
De hecho, la polarización política es tal, que muchas voces que, años atrás, eran capaces de señalar razones, defectos y excesos de cada uno de los lados en pugna, ahora se decantan mecánicamente por uno de ellos, a veces por razones que no tienen qué ver con el conflicto palestino-israelí, sino por afinidades políticas en el propio país, como -me parece- ha sido el caso de México.
Así, tenemos por una parte quienes afirman que el ataque terrorista de Hamás es, simplemente, parte de la autodefensa palestina ante las agresiones cotidianas del Estado de Israel, y respuesta a la discriminación que sufren los palestinos en su propia tierra. No toman en cuenta que Hamás desde hace muchos años dejó de representar a la población de Gaza, que la organización terrorista se ha alejado de los intereses de los palestinos y obedece a otras causas.
Esa actitud mancha una consigna válida, la de “Palestina Libre”.
Y tenemos del otro lado a quienes justifican y minimizan los actos del gobierno israelí en contra de la población civil palestina, son incapaces de ver el carácter desproporcionado de la respuesta y argumentan que todas las víctimas son en realidad obra de Hamás, porque ellos iniciaron esta vez, y de manera abominable, las hostilidades.
Ambas facciones hacen la ecuación incorrecta de asimilar al grupo terrorista con el pueblo palestino de la Franja de Gaza, que en realidad se ha convertido en rehén por partida doble.
Todo esto, en tiempos de posverdad y de falta de control en las redes, se adereza con grandes cantidades de información falsa. Hemos visto imágenes de videojuegos a las que se quiere hacer pasar por intercambios reales de fuego, bulos de un bando y otro que pretender dar toques de horror gótico o minimizar los daños humanos, según de quién se trate, al tiempo que acusan a la parte odiada de fabricar mentiras, y un largo etcétera.
Y quienes osan contradecir las versiones maniqueas son descalificados con adjetivos calificativos, no con argumentos. Con esos adjetivos quieren dar clases de moralidad. La discusión está muerta.
Ahora sí, a caminar sobre cáscaras de huevo.
Al gobierno de Benjamin Netanyahu, envuelto en una serie de escándalos y obsesionado en su intento deshonesto por hacerse del poder judicial, que fracturó la sociedad, las fuerzas armadas y los servicios de seguridad israelíes, le convino esta crisis. Desoyó en distintos momentos las advertencias de sus propias fuerzas de seguridad y de otros países. Ahora ha ganado tiempo, tiene un gobierno de (parcial) unidad nacional y a una sociedad herida, momentáneamente exaltada por los horrores sufridos. Su ánimo belicista, y su obcecación por mantenerse en el poder, lo impulsan a tomar decisiones que sólo alimentan el fuego. Sólo la presión de los aliados internacionales será capaz de dotar un poco de racionalidad a la política del Estado de Israel.
Hamás y Hezbolá son organizaciones terroristas, formadas fundamentalmente por mercenarios. En otras palabras, por gente a la que se paga una cantidad de dinero que no podría obtener en un trabajo pacífico. Cada una de ellas, y otras menores que operan en diferentes territorios del mundo árabe, tiene cierta base social, que suele ser pequeña, y ligada por cuestiones materiales más que ideológicas. Se sabe que estas organizaciones son tremendamente corruptas y, por lo tanto, poco confiables. Sin embargo, han gozado de financiamiento externo (de otro modo, no hubieran podido sobrevivir, ni armar sus milicias, ni pagar a sus sicarios). Y si uno busca la hebra del financiamiento, varios caminos conducen a Teherán, al ayatolá Jamenei quien, según declaró, besa la frente y las manos de quienes perpetraron los ataques del 7 de octubre. Irán, a su vez, tiene aliados y rivales, tanto en el mundo musulmán como fuera de él.
Estamos entonces ante un tablero internacional muy complicado, porque no se trata sólo de Israel y Hamás. Hay multitud de otros participantes, unos más embozados que otros. Hay un conjunto de ecuaciones geopolíticas simultáneas, que tienen que ser resueltas en grupo. Y todo indica que, tras las primeras, ingenuas, reacciones de botepronto, el gobierno de Estados Unidos está empezando a entender que el asunto no se resuelve nada más pidiendo al eterno aliado israelí que no se le pase la mano, como de costumbre. La reciente gira internacional de Blinken de algo le ha de haber servido. Un verdadero estado palestino, libre y con instituciones, es una necesidad.
Esperemos. Por el bien de la población civil de Israel y Palestina, que es la que está sufriendo por este horrendo juego macabro.
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