Opinión

Iztapalapa, el cablebús y el vértigo horizontal

Hace 30 años Carlos Monsiváis tituló a su libro de crónicas sobre la Ciudad de México “Los rituales del caos” (Era, 1995). Concebía a la capital del país como un gigantesco templo profano donde se le rinde culto al desorden con la muy chilanga certeza de que es el caos el que, a final de cuentas, nos ordena, nos otorga identidad y nos permite convivir dentro de una ciudad en eterna expansión, cuyos confines se antojan inabarcables. “Esa plaza fuerte de la demografía (donde) la gente se sabe a salvo y en expansión continua”, escribió.

En las postrimerías del siglo XX Monsiváis definió al todavía por ese entonces Distrito Federal como una “ciudad post apocalíptica, (…) donde lo peor ya ocurrió (…), y sin embargo la ciudad funciona de modo que a la mayoría le parece inexplicable, y cada quien extrae del caos las recompensas que en algo equilibran las sensaciones de vida invivible. El odio y el amor a la ciudad se integran en la fascinación, y la energía citada crea sobre la marcha espectáculos únicos: el teatro callejero de los diez millones de personas que a diario se movilizan en el metro, en autobuses, en camiones, en camionetas, en motocicletas, en bicicletas, en autos”.

Cablebús de Iztapalapa

Cablebús de Iztapalapa

Cuartoscuro / Graciela López Herrera

Si Monsiváis hubiera escrito estas crónicas 26 años después, al recuento que remata el párrafo anterior habría añadido el cablebús, el nuevo miembro de la familia del transporte colectivo en la región que ha sido la menos transparente de la movilidad y la menos transparente del aire.

Hace unos días, junto con mi pareja y mi hijo, recorrimos sorprendidos y entusiastas los 10 kilómetros del cablebús que atraviesa por buena parte del territorio de Iztapalapa. Fue una experiencia memorable y, sobre todo, formativa para los tres. Descubrimos un aspecto alentador de la ciudad. Exploramos ya desde las alturas, o bien a pie -en los barrios que rodean algunas de sus estaciones- un territorio que se renueva, se reinventa y resiste, por encima de la desigualdad, la pobreza y la violencia, que forman también parte de su paisaje cotidiano, el tumor más difícil de extirpar. (Poco antes, el 16 de octubre, dos personas -presuntamente extorsionadores y narcomenudistas- murieron asesinadas a balazos a la salida de la estación Lomas de la Estancia).

A pesar de todo, es Iztapalapa un territorio vivo que se empeña en romper con la condena de la marginación. En ese entorno desafiante el cablebús aparece como un macro proyecto de inclusión social y combate a la marginación urbana, más allá de cualquier tinte político que se le quiera otorgar a su construcción. Rebasa por mucho el ámbito inmediato de lo electoral. Sus beneficios serán de largo plazo, como lo fue la primera construcción del metro a finales de los sesentas. Sería muy pichicato o miope no reconocer el acierto de esta iniciativa, que desde agosto de 2021 cada día beneficia a por lo menos 50 mil usuarios.

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No sólo comprende al cablebús mismo, sino también a los programas territoriales de dimensión social y cultural que pudimos constatar en nuestro recorrido: el centro Pilares de Lomas de la Estancia (se les llama así por ser el acrónimo que resulta de los “Puntos de Innovación, Libertad, Arte, Educación, y Saberes)” y la Utopía Teotongo a un lado de la estación Santa Martha (le pusieron así siguiendo las iniciales de “Unidades de Transformación y Organización para la Inclusión y la Armonía Social”).

Más allá de los nombres con los que fueron bautizados ambos proyectos -un tanto sobrados, pero sin duda ingeniosos y originales- pudimos constatar que ambos se encontraban activos y con gente un sábado al mediodía. No elefantes inertes y vacíos que van a parar a las cuentas de la estadística y la demagogia, sino espacios vivos de interacción social, dignos de todo reconocimiento.

Ese día pagamos 21 pesos por tres boletos desde la estación Constitución de 1917. Cuarenta minutos después llegamos al otro extremo en la estación Santa Martha, ya en la salida a Puebla, en el límite entre Iztapalapa y el Estado de México. Desde que abordamos la cabina tenía presente a Monsiváis y me preguntaba cómo habría escrito la crónica de esta experiencia. De regreso a casa releí algunos fragmentos de “Los rituales del caos” imaginando que Monsivaís escribió estas notas desde una de las cabinas del cablebús:

“En el terreno visual la Ciudad de México es, sobre todo, la demasiada gente, (…) la multitud que rodea a la multitud, (…) el gran hacinamiento, el espacio inabarcable donde casi todo es posible. (…) (Son) las azoteas, continuación de la vida agraria (…) donde se concentran las evocaciones y las necesidades, (…) hay la ropa tendida a modo de maíz crecido, hay cuartos donde caben familias que se reproducen sin dejar de caber”.

Juan Villoro, otro escritor chilango y otro observador avezado de la Ciudad de México, tituló a su libro de crónicas de la capital mexicana “El vértigo horizontal” (Almadía, 2018).

Cuando se publicó faltaban tres años para la inauguración del cablebús. De manera involuntaria el título de Villoro se adelantó al poner en tres palabras la sensación que provoca el ver a la alcaldía de Iztapalapa a 50 metros de altura, desde una cabina que se desplaza silenciosa a la mínima velocidad de 21 kilómetros por hora.

“La urbe -escribe Villoro- tuvo una expansión claramente horizontal, una marea de casas bajas. (…) el término altiplano que usamos para nuestra peculiar geografía, se refiere, precisamente, a la horizontalidad de altura. (…) Aquí solo vale la pena lo que sucede en multitud. El capitalino no lucha por adaptarse al hacinamiento, sabe que es la única condición posible”.

A bordo de la cabina, cruzamos la horizontalidad neo barroca de Iztapalapa conformada por azoteas, antenas, tinacos, varillas, casas pintadas de todos los colores -como si toda esa zona fuera un gran caleidoscopio patrocinado por Comex-, murales horizontales -sobre la plancha de las azoteas- o verticales -sobre una cadena interminable de muros y bardas que los albergan-, grafitis con frases feministas y en favor de la equidad de género y la diversidad, tianguis, parques, canchas deportivas, camellones verdes, escuelas recién reequipadas, y no pocas señales de propaganda política del partido que gobierna en la ciudad, en la alcaldía y en el país. Casi puedo pensar que no es necesaria. Aquí algo se ha hecho bien y esto es visible. Hay mucho de nuevo, de recién hecho, algo edificante y sincero a lo que le sobra todo lo que de viejo y de predecible se esconde en la propagada política.

Es pues el cablebús otro vértigo horizontal. Dentro de una de sus cabinas atravesamos por algo parecido a una superficie sonora. El efecto acústico que se genera a estas alturas es sorprendente: escuchamos con nitidez por el igual el ladrido de los perros, las cumbias que salen de las bocinas de los comercios, el pregonar de los vendedores de los tianguis sabatinos, escuchamos también carcajadas anónimas, silbidos, estaciones de radio, motores, gallos, y más música, mucha música y siempre la misma: la cumbia y el reguetón niegan aquí a la diversidad de las expresiones culturales sancionada por la UNESCO.

Sólo una cosa no escuchamos -advierte mi hijo- la cantaleta grabada de la señorita que compra colchones y otros fierros viejos. Por aquí no circulan esas camionetas recolectoras de desperdicios urbanos, porque acaso es de aquí de donde salen al resto de la ciudad que las padecemos.

Carlos Fuentes, el tercer escritor que aquí menciono y también un gran cronista de la capital, escribió: “la Ciudad de México es un fenómeno en donde caben todas las imaginaciones. (…) ¿A quién puede pedírsele una sola versión, ortodoxa, de este gran espectro urbano?” Tenía razón.