Opinión

Jesuitas (primera parte)

Hay una desgarradora y brutal paradoja en el hecho de que este año en el que celebramos 450 años de la llegada de la primera misión de frailes jesuitas a México (Nueva España), una fecha que ha pasado más bien desapercibida, sea también el año de los terribles asesinatos de dos misioneros jesuitas en Chihuahua. Dedico esta entrega a documentar una efeméride valiosa para la memoria histórica de nuestro país, en medio del asombro, el dolor y la tristeza.

Foto: Especial

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Fotógrafo Especial

Fue precisamente en 1572, hace 450 años, cuando un contingente de la Compañía de Jesús llego a la Ciudad de México para reforzar y diversificar el trabajo evangelizador de franciscanos, agustinos, dominicos y clérigos seculares. En su Historia de la provincia de la Compañía de Jesús de Nueva España (1694), el jesuita Francisco de Florencia relata que el virrey Martín Enríquez y el Ayuntamiento de la ciudad recibieron con entusiasmo a los nuevos misioneros jesuitas porque los jóvenes criollos de la Nueva España necesitaban urgentemente “maestros de leer y escribir, de latinidad y demás ciencias”, según lo registra el historiador británico David Brading en su artículo “La patria criolla y la Compañía de Jesús” publicado en 2001 en la revista Artes de México.

Mientras que las órdenes mendicantes se habían concentrado por espacio de seis décadas a evangelizar a las poblaciones indígenas a partir de 1521, faltaba quien se hiciera cargo de las tareas educativas para los hijos de los españoles y para la naciente población criolla del reino. La Compañía de Jesús, fundada en 1534 por Ignacio de Loyola, en poco tiempo se había granjeado prestigio en Europa por su dedicación al magisterio y su vocación intelectual a la cabeza de la Contrarreforma. Resulta por lo tanto muy significativo que la primera misión jesuita en la Nueva España estuviera encabezada por el fraile Pedro Sánchez, quien había sido rector del colegio jesuita de Alcalá de Henares y quien había enseñado también en la Universidad de Salamanca.

Muy pronto Pedro Sánchez fundó en la Ciudad de México el Colegio de San Pedro y San Pablo, primer antecedente del que más tarde sería el Colegio de San Ildefonso, cuya historia abarca cinco siglos y llega hasta nuestros días, siendo ya en el siglo XX la sede de la Escuela Nacional Preparatoria donde estudió Octavio Paz, y el edificio cuyo anfiteatro albergó el primer mural comisionado a Diego Rivera, que habría de inaugurar el gran movimiento pictórico que todos conocemos.

En menos de media centuria los jesuitas se encargaron de abrir colegios en Guadalajara, Zacatecas, Pátzcuaro, Valladolid (Morelia), Puebla y Oaxaca, entre otros. Como escribió la historiadora del Colegio de México Pilar Gonzalbo en otro artículo de la citada publicación de 2001, “su labor no se limitaba a la formación de las élites peninsulares sino que abarcaba los grupos populares, y los territorios (inexplorados) de las misiones. En la historia de la instrucción tanto pública como privada en nuestro país, estas empresas educativas constituyeron un momento fundamental y decisivo”. Coincide en ello David Brading cuando apunta: “La fundación de una red de colegios diseñada tanto para educar a la élite colonial como para promover el surgimiento de un clero criollo ilustrado, ha sido considerada como su principal logro”.

A diferencia de las órdenes mendicantes que vivían principalmente de la caridad, el espíritu empresarial de los jesuitas les permitió aprovechar los donativos de las familias más ricas del reino de manera que, menos de un siglo después de su llegada, además de los colegios ya eran propietarios de una red de haciendas altamente productivas, muy bien administradas y generadoras de grandes dividendos, que acrecentaron su poder no sólo religioso, sino también económico y político, lo que en 1767 –exactamente dos siglos antes del año en que nací– habría de provocar su expulsión sumaria del reino de la Nueva España, y de todos los dominios españoles de América, Europa y Asia, por órdenes del rey Carlos III.

En 1650, casi 80 años después de su llegada, la provincia jesuita de la Nueva España contaba con 336 miembros, de los cuales 60 trabajaban en las misiones esforzadas del norte, mientras que el resto atendía los 21 colegios con los que ya contaban en ese momento.

En 1645 el jesuita Andrés Pérez de Ribas publicó un informe de las misiones jesuitas en Sinaloa, Sonora y Chihuahua, en el cual –anota Brading– se registraba la muerte de 20 frailes martirizados en los territorios de las poblaciones indígenas del norte del país. ¿Es este acaso un antecedente perturbador de lo que ha ocurrido esta semana? Me niego a aceptarlo, lo ocurrido en Cerocahui se inscribe en otras zonas atrofiadas y demenciales de nuestra historia reciente. Un nuevo martirio sí, pero que sólo se puede leer, y doler, en clave contemporánea.

No menos destacada es la labor de otros miembros de la compañía como Juan de Tovar, Antonio del Rincón, Horacio Carochi y Juan de Ledezma, nahuatlatos consumados, que publicaron gramáticas del náhuatl y guías bilingües para los sacerdotes dedicados a atender a las poblaciones indígenas en su propia lengua.

Los jesuitas fueron también los principales impulsores del culto guadalupano con todo lo que ello representa para la formación de nuestra identidad nacional. “Tan eficaz fue su misión –escribe Brading– que el 25 de mayo de 1754, (el Papa) Benedicto XIV no sólo aprobó la elección de nuestra Señora de Guadalupe como patrona (de México) sino que instituyó su festividad el 12 de diciembre”.

Les debemos entonces a los jesuitas no sólo la consolidación del culto guadalupano, sino también –a través de su labor educativa y pastoral– la gestación del nacionalismo criollo del que habrían de derivarse, a su vez, nuestros impulsos independentistas en los albores del siglo XIX. En estricto sentido los jesuitas fueron los “padres de la patria”. De ese tamaño la relevancia de aquel parteaguas que significó el año de 1572 y que hoy casi hemos olvidado.

Descansen en paz los sacerdotes jesuitas Javier Campos Morales y Joaquín Mora, acaso un pariente lejano mío extraviado en las ramificaciones de mi propia genealogía mexicana.