Opinión

Jesuitas (tercera parte): Matteo Ricci

En el tiempo que fui agregado cultural de la Embajada de México en China, uno de los momentos memorables que conservo fue la tarde de la primavera de 2006 en la que le propuse al padre jesuita José Morales Orozco, entonces rector de la Universidad Iberoamericana (UIA) en México, visitar la tumba de Matteo Ricci en Beijing. De visita en China para asistir a un encuentro de rectores de universidades de China y de México, el rector de la UIA comprendió tan pronto como se lo mencioné la dimensión y el profundo significado de mi propuesta.

Matteo Ricci

Matteo Ricci

Revista Ecclesia

El jesuita italiano Matteo Ricci (1552-1610) fue el primer misionero europeo de la historia al que se le permitió no sólo establecerse en la capital del imperio chino, fue además el primer extranjero que logró trasponer los muros herméticos de la Ciudad Prohibida para conocer y entrevistarse con el emperador mismo, hasta convertirse en su consejero. Fue también el primero en traducir del mandarín al latín las Analectas de Confucio, y de traducir al chino los textos clásicos de la tradición occidental, entre ellos, los Elementos de la geometría del griego Euclides, que los arquitectos, los astrónomos y los matemáticos chinos de la Dinastía Ming leyeron con atención. Representa, con toda justicia, el primer puente de entendimiento entre dos civilizaciones separadas por la ignorancia mutua, la geografía y la historia. A partir de Matteo Ricci el mundo europeo pudo entender mejor la complejidad de la tradición cultural china y viceversa.

Vivió en China a lo largo de 28 años. Llegó desde Goa, en India, al puerto de Macao –entonces dominio portugués– en el año de 1582, cuando contaba con treinta años de edad, y murió en Beijing en 1610, a los 58 años. Para entonces su fama y prestigio entre la élite gobernante china permitieron que a su muerte el emperador autorizara su entierro en la capital con todos los honores funerarios que marcaba el protocolo imperial, y que, además, el emperador donara a la Compañía de Jesús los terrenos en los que se establecieron en Beijing desde principios del siglo XVII. No hubo nunca antes un gesto así por parte del ensimismado “Imperio del Centro” para con otros visitantes de ultramar, a los veía invariablemente como amenazas o potenciales enemigos. Los misioneros jesuitas en China, con Matteo Ricci como punta de lanza, traspusieron fronteras, muros y civilizaciones, sedujeron con sus conocimientos renacentistas a un imperio y fundaron, en estricto sentido, la historia moderna del mundo.

La sede de los jesuitas en Beijing se mantuvo sin mayores cambios por espacio de cuatro centurias, y no fue sino hasta ya bien entrado el siglo XX, tras la revolución maoísta, que finalmente desapareció. Curiosamente a principios del siglo XXI la modesta tumba de Mateo Ricci se encontraba –si bien restaurada y en buen estado– en los jardines del patio trasero de la Escuela de Cuadros del Partido Comunista chino. Hasta ahí llegamos aquella tarde de 2006 el rector Morales Orozco y yo. En el camino, mientras manejaba mi coche, le fui contando de mi profunda admiración por el jesuita italiano con base en la lectura de un libro extraordinario: The Memory Palace of Matteo Ricci, del sinólogo estadounidense Jonathan Spence (Penguin, 1984).

No hay aquí espacio para reseñar el libro, pero el título: “El palacio de la Memoria” refiere a la manera en la que Matteo Ricci, a partir de su llegada a Macao, logró desde cero a aprender a hablar fluidamente en cantonés, primero, y luego a hablar, leer y escribir en mandarín, con base en un método de mnemotecnia, muy en boga en el Renacimiento europeo, y que él mismo perfeccionó. Sin el dominio de ambos idiomas, que aprendió en menos de cinco años, hubiera sido imposible la hazaña de ser el primer extranjero en penetrar los muros de la Ciudad Prohibida de Beijing.

Imaginemos a alguien que se enfrenta por primera vez a un idioma distinto. Sin maestros, ni academias, ni diccionarios, ni libros de texto o aplicaciones en el celular que lo asistan para aprender una lengua nueva. Agreguemos a esto la particularidad de que se trata no de un idioma con alguna mínima correspondencia con el propio, sino de algo enteramente distinto y en apariencia impenetrable. Matteo Ricci, que ya hablaba con soltura italiano, latín, griego y portugués, concibió un método por el cual recreaba con el pensamiento un palacio entero con habitaciones, salones, pinturas, muebles, cajones y repisas, y a cada uno de estos espacios y objetos imaginarios asignaba distintas formas de la lengua hablada y de la lengua escrita de los chinos, hasta lograr penetrarlo, hasta lograr dominar la vastedad insondable de los caracteres y recrearlos con la memoria, como quien recorre un museo y todas sus pinturas con el poder de la mente. Eso hizo Matteo Ricci.

Jonathan Spence refiere que al poco tiempo de emplearse en su método, Ricci era capaz de recrear en la mente entre 400 y 500 caracteres chinos, todos ellos distintos uno del otro, y era también capaz de recitarlos de izquierda a derecha y viceversa. Estas fueron las herramientas que más tarde le permitieron al jesuita enseñarle a los sabios chinos las novedades científicas e intelectuales de Europa: de las matemáticas a la astronomía, de la filosofía a la religión.

Frente a la tumba de Mateo Ricci el rector Morales Orozco se persignó, rezó en silencio unos minutos y finalmente la emoción lo condujo al más conmovido de los llantos. Lloré a su lado, tan conmovido como él. 

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