Opinión

Ómicron, ver más allá de nuestras narices

La aparición en Sudáfrica de la variante Ómicron del COVID-19 debió de haber hecho que el mundo occidental mirara más allá de sus narices, y se diera cuenta de que, en un mundo integrado como el actual, no hay manera de salir de un problema global sin soluciones globales.

Imagen de un mural en las calles de Sudáfrica

Ómicron en Sudáfrica

(EFE)

Pero las narices de Occidente son grandes, y a menudo tapan el horizonte. Luego de la reacción de pánico de los primeros días -que incluyó, por supuesto, la prohibición de entrada a los habitantes de las naciones subsaharianas-, ha seguido una suerte de alivio, porque la variante, aunque mucho más contagiosa que las anteriores, y menos acotada por las vacunas, resulta ser menos letal en términos relativos.

El problema, de entrada, no queda resuelto. En tanto Ómicron se distribuye por el mundo (ya se vio que de nada sirvió cerrar el paso a los africanos) y se convierte en la variante dominante, de todos modos dejará una estela de muerte a su paso, y obligará a una nueva ola de vacunaciones para toda la población, para evitar un nuevo colapso de los sistemas de salud.

Cuando hablamos de una nueva ola de vacunaciones para toda la población debe quedar claro que hablamos de toda la población del mundo, no nada más la de los países que pueden financiarla.

Al momento de escribir esta columna se han administrado 9 mil millones de dosis de vacunas contra el COVID: equivalen a 1.14 veces la población mundial. Cada europeo y cada habitante de las Américas ha recibido, en promedio, casi 1.5, con todo y los locos antivacunas, que abundan en Estados Unidos. Las dosis para el continente africano, en cambio, son equivalentes al 0.21 de su población: una inyección por cada cinco habitantes. Y en los países que la ONU clasifica como de bajos ingresos, sólo el 8.3% de la población ha recibido al menos una dosis.

Así es esto de la desigualdad, podría concluirse, y alzar los hombros. El problema es que, aún siendo cínicos, el problema afecta a todos.

Cuando una persona es pobre y tiene inseguridad alimentaria, por lo general es más propensa a tener otras enfermedades y a enfrentar al virus con menos defensas. 

Esto permite al virus combinarse y evolucionar. No es casual que la variante Delta haya surgido en la India (en realidad no sabemos cuántas vidas cobró allá), y tampoco que la Ómicron lo haya hecho en Sudáfrica. Es atendible la idea de que la aparición de estas variantes esté ligada a la situación de pobreza multifactorial en la que viven millones de personas.

¿Qué nos garantiza que no vaya a aparecer otra variante del virus, tan contagiosa como la Ómicron, pero más letal, entre las personas no vacunadas de las regiones más empobrecidas del mundo? ¿Basta con que las naciones de ingresos altos o medios se protejan para acabar con la pandemia? ¿Es pensable esto en un mundo en el que los flujos de personas no paran? ¿Se puede ser más miope?

Hasta ahora lo que ha habido al respecto son palabras y buenas intenciones. Entre ellas, las del presidente López Obrador, quien desde el principio apuntó a la necesidad de ser solidarios con las vacunas. Pero se sabe que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno. La iniciativa Covax de la ONU ha tenido efectos limitadísimos. Lo mismo, las que han llevado por su cuenta la Unión Europea. Estados Unidos, otros países desarrollados y algunos otros, como México (que apenas lleva un ritmo nacional de vacunación similar al promedio mundial).

Y hay casos que llaman la atención porque resultan muy representativos. Según una nota de la BBC, Nigeria destruyó un millón de vacunas, que le habían enviado por una “donación internacional”, porque llegaron tan cerca de la fecha de caducidad que no hubo capacidad organizativa para distribuirlas. La tal donación era en realidad una manera de deshacerse de los sobrantes: con esos ojos suele mirar Occidente a África.

Con independencia del hecho de que, a estas alturas, casi todas las farmacéuticas involucradas han tenido buenas ganancias y están en camino de multiplicarlas (mientras suben más en la bolsa las que vendieron más caro), sería hora de que los dirigentes miraran un poquito más allá, sin importar qué tan grandes son sus narices o qué tan cerca está su ombligo, y se lograra otro tipo de acuerdo mundial para hacer frente a la pandemia.

Prácticamente en todos los países, la estrategia de vacunación ha implicado dar un trato preferencial a los más vulnerables, para luego ir avanzando hasta cubrir a toda la población. A nivel global, no ha habido estrategia: ha mandado el mercado. Aunque las estadísticas insuficientes sobre la incidencia del virus en varias naciones pobres o mal gobernadas, ayudaron a tender un halo de niebla sobre el asunto, la aparición de Delta, primero y de Ómicron, más tarde, debieron de haber sido una llamada de atención sobre las debilidades de esta falta de estrategia.

Si el mundo no atiende a sus vulnerables por pobreza extrema, si las vacunas no son universales en todos los sentidos de la palabra, existirá siempre el riesgo de que la pandemia que, maldita sea, ya duró demasiado, se extienda más y más. Y que todos, cegados parcialmente en nuestro deseo de que termine ya, acabemos pagando por nuestras ganas de no ver.

-A Carlos Mársico, quien me sugirió el tema

fabaez@gmail.com 

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