Opinión

Pelé y Ratzinger

Este fin de año vio la desaparición de dos importantes personajes, Pelé, el rey del futbol, y el papa emérito Joseph Ratzinger, príncipe de la iglesia católica. Ambos dejan un legado importante, pero en ámbitos muy diferentes.

Pelé y el papa emérito Joseph Ratzinger

Pelé y el papa emérito Joseph Ratzinger

Fotos EFE

Pelé decía que él y Edson Arantes do Nascimento eran personas diferentes, pero es casi imposible diferenciarlos. Tal vez lo único que los separe es que Arantes sí era mortal, porque a Pelé le tocó reinventar el deporte más popular del mundo de tal manera que lo convirtió en una cosa diferente de lo que había antes de su llegada a las canchas.

Decía ese poeta y gran aficionado al calcio, Pier Paolo Pasolini, que “en el momento en que la bola llegó a los pies de Pelé, el futbol se convirtió en poesía”. Con él y con Garrincha, la Alegría del Pueblo, el balompié se convirtió en el jogo bonito.

En la cancha, con su fuerza, su habilidad y su sentido de equipo, transformaba cosas comunes en momentos mágicos. Forjó una leyenda desde su adolescencia, cuando guio a Brasil a su primera copa del mundo. Capturó el imaginario popular por varias generaciones, hasta que llegaron otros a intentar hacerle sombra. Por lo que se ve, ninguno ha logrado la unanimidad global que en su momento tuvo O Rei.

Las comparaciones son odiosas, pero el astro brasileño se consagró desde el principio: no fue un crack con posibilidades que por fin comandó a su selección rumbo al campeonato. Era casi un niño cuando lo hizo por primera vez en 1958, fue una pieza rota a patadas la segunda ocasión, en 1962, y para 1970 era un mito viviente que demostró su calidad de inmortal en el que todavía hoy se considera el momento máximo del futbol asociación (y el defensa italiano Tarsicio Burgnich ha de haber soñado a Pelé hasta el último día de su vida).

Tras su retiro, y varios negocios fallidos, Pelé se dedicó, esencialmente, a la publicidad y a las relaciones públicas. Hay quien se lo reclama post mortem, como si fuera impropio. Y hay quien le reclama, normalmente desde un colonialismo bienpensante, que no se haya pronunciado abiertamente contra la dictadura de su país, en sus años de gloria, como si hubiera sido tan fácil. No les importa que Pelé hubiera llegado a la gloria futbolística antes de la dictadura, ni que haya sido promotor, en los años 80, de elecciones directas inmediatas para acabar con el régimen. Allá ellos.

El dato incontrovertible es que Pelé fue una figura clave para generar un aura en torno a la selección brasileña (para mí, el último año de jogo bonito fue 1982, pero hay quienes insisten en creer que pervive) y al futbol mismo, que difícilmente sería un negocio tan global y tan exitoso sin el impulso de esa figura.

El filme Los Dos Papas presenta al futuro papa Francisco, el cardenal Bergoglio, como un apasionado del futbol y al papa Benedicto XVI como una persona ajena al mismo. Falta a la historia. Ratzinger era bastante aficionado al fut. Le iba, nada tonto, al Bayern Munich. Escribió en 1974: “…el grito de pan y circo era en realidad expresión del deseo de una vida paradisíaca, de una vida feliz y sin penas, de una libertad plena. Porque en el fondo, es de esto de lo que se trata en el juego: una acción que es totalmente libre, sin un objetivo y sin constricciones, y que despliega y da plenitud con ello todas las fuerzas del hombre”.

Agregaba: “el futbol une a los hombres de todo el mundo por encima de las fronteras nacionales, con un mismo sentir, con idénticas ilusiones, temores, pasiones y alegrías. Todo esto nos revela que nos encontramos frente a un fenómeno genuinamente humano”.

Ratzinger fue escogido como sucesor de San Pedro como parte del impulso conservador en la Iglesia Católica, que tuvo como figura principal a Karol Woytila y que había frenado los procesos modernizadores de cambio de los tres anteriores papas: Pacelli, Montini y Luciani, conocidos como Juan XXIII, Paulo VI y Juan Pablo I.

Benedicto XVI, aunque compartía el carácter antiprogresista, fue una figura muy diferente a la de su antecesor. Juan Pablo II. El papado de Woytila se nutrió de una esencia directamente política –en contra del comunismo y de todo lo que se pareciera vagamente a él- de la proliferación de movimientos carismáticos dentro de la Iglesia y del propio carisma personal de Juan Pablo II. El de Ratzinger fue fundamentalmente de reevaluación del papel de la iglesia en la sociedad moderna, de búsqueda de la estabilidad y de obligada limpia de muchas de las cosas sucias que proliferaron en el Vaticano en años anteriores.

Woytila hacía espectáculo y política de masas; Ratzinger escribió reflexiones. Juan Pablo dejó hacer (tal vez siguiendo la máxima de “todo modo para buscar la voluntad divina”) y estuvo rodeado de un halo popular que permitía la opacidad; Benedicto tuvo que realizar el control de daños.

¿Qué trascenderá de este papado? Tal vez a Ratzinger le hubiera gustado que fueran sus encíclicas sobre el amor como creación divina o sobre la esperanza de un tiempo sin tiempo o sus críticas a los valores materialistas y sus efectos nocivos en la sociedad, como lo sucedido tras la crisis derivada de la especulación financiera. O cuando menos que se le recordara por sus dogmas de la inexistencia del limbo (que dio pasaporte al cielo a los justos que no conocieron la religión católica), la existencia física del infierno o las precisiones sobre la infancia de Jesús (borriquitos del nacimiento excluidos). Es difícil que así sea.

Lo que ha marcó el pontificado de Ratzinger fueron los escándalos, principalmente el de la proliferación de denuncias de pederastia contra centenares de sacerdotes y no pocos miembros de la jerarquía. Los abusos no son nuevos –de hecho, el primero que está registrado fue en el siglo IV, y las denuncias actuales cubren más de la mitad del siglo XX-; lo novedoso fue que lograran salir a la luz, que destruyeran reputaciones cuidadosamente construidas (como la de Marcial Maciel y sus Legionarios de Cristo), que en algunos casos hubiera castigo y que la Iglesia hiciera acto de contrición respecto al comportamiento de muchos de sus pastores.

El control de daños fue insuficiente. En parte, porque fue precedido de una malhadada campaña en la que el Vaticano se decía víctima, cuando de la Iglesia provenían los victimarios. En parte, porque la opinión pública se fijó más en la suciedad que había salido a la luz que en el acto mínimo de limpieza que permitía verla. Con Woytila, las denuncias pudieron esconderse debajo de la alfombra. Con Ratzinger, tuvieron que ser abordadas con otra actitud.

Otro problema que tuvo que enfrentar Benedicto XVI fue la corrupción dentro del Vaticano, que derivó en el cese del director del Banco Vaticano por “irregularidades en su gestión”, incluidas denuncias de lavado de dinero y violación de normas financieras. Lo mismo que criticaba Ratzinger en su encíclica Caritas et Veritate, lo realizaba la banca vaticana, interesada exclusivamente en el bienestar material de una Iglesia de por sí riquísima.

Esta percepción le costó a Ratzinger no cumplir con su propósito de evitar la reducción relativa de fieles en la Iglesia católica. La Ciudad del Vaticano, convertida en tiempos de Woytila en centro turístico religioso, siguió funcionando muy bien en ese sentido. La burocracia vaticana siguió dominando, aun con la influencia política y social de la Iglesia va a la baja. Las homilías del Papa sonaban cada vez más a gritos en el desierto.

En esas circunstancias, Ratzinger no fue seducido por su propio poder y optó por la opción más humana: el retiro, y dejó un sucesor al que creyó más capaz políticamente. Con el tiempo ha quedado claro que la tarea va más allá de las capacidades o deseos de una persona.

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