Opinión

¿Perdió algo?, ¿quiere empleo? El Diario de México le ayuda

Bertha Hernández, una cronista de la Ciudad de México
Bertha Hernández, una cronista de la Ciudad de México Bertha Hernández, una cronista de la Ciudad de México (La Crónica de Hoy)

No era poca cosa, en 1805, decidirse a hacer una publicación diaria que presumiera de periodística y de capaz de hablar de cuanta cosa fuese de interés para un habitante de la Ciudad de México. Pero la audacia era uno de los rasgos distintivos de la personalidad de don Carlos María de Bustamante. Su alianza con el oidor Villaurrutia y sus vínculos con personajes que a la vuelta de unos pocos años se iban a convertir en verdaderas celebridades, ya fuera por su decidido involucramiento en la Guerra de Independencia, como Andrés Quintana Roo, o por consolidarse como periodistas y escritores de principios liberales como José Joaquín Fernández de Lizardi, o declarados enemigos de la insurgencia, como don Agustín Pomposo Fernández de San Salvador, abogado acaudalado, rector de la Universidad, y tío de una acaudalada muchacha llamada Leona Vicario.

 Pero el Diario de México, que así se llamó la publicación, que comenzó a circular el primer día de octubre de 1805 y que vivió doce años largos, con una breve interrupción de diez días en diciembre de 1812, no sólo aspiraba a ser una de las voces importantes en la agitada vida política de la época; también se ocupaba de las pequeñas cuitas y necesidades de los novohispanos de a pie, mediante lo que hoy llamaríamos su sección de anuncios clasificados.

Curiosa estructura la del Diario de México: siempre comenzaba con la expectativa del clima, con el santoral del día y con los anuncios de oficios religiosos relevantes en alguna de las parroquias de la ciudad. A continuación, temas históricos y políticos, son frecuencia divididos en dos, o tres, o cuatro partes; algunas cartas de lectores, deseosos de participar en los debates y discusiones de moda, y a veces de intentar propuestas de avanzada: en alguna ocasión, se publicó una carta, firmada por una educada señorita que deseaba conservar el anonimato, y que constituía un firme alegato a favor de la participación de las damas en las discusiones de los grandes temas del reino. Para ello, evidentemente, agregaba la embozada colaboradora, era preciso fomentar una nueva educación para el llamado “sexo débil”. A la distancia de los siglos, en la carta anónima, resulta evidente una clara coincidencia con las ideas que años después plasmaría en sus novelas, José Joaquín Fernández de Lizardi. No ocultaba el Diario sus tendencias liberales.

Todos los días, al final de la edición, don Carlos dejaba un breve espacio dedicado a los anuncios que daban cuenta de las necesidades y preocupaciones de los habitantes de la Ciudad de México, muy al margen de las discusiones políticas. Eran asuntos muy terrenales, pero igual de importantes, tanto para el editor, pues eso le granjeaba lectores, como para aquellos que, viendo en el Diario de México un material que corría por todas las calles de la capital, podía ser el vehículo adecuado para satisfacer sus necesidades o resolver mil y un pequeños problemas domésticos.

En la Nueva España, La Gazeta de México, de don Juan Ignacio de Castorena y Ursúa, que circuló entre 1722 y 1728, publicó algunos de estos anuncios, donde se promovían ensayos políticos –novedades editoriales– como “Intereses de Inglaterra mal entendidos en la guerra presente con España”, que el médico José de la Peña y Flores de la Ciudad de México anunciaba que, tras cuatro años de trabajos y desvelos, había conseguido desarrollar un eficaz medicamento para combatir “todo tipo de fiebres”.

Ochenta años más tarde, los editores Villaurrutia y Bustamante vieron en estos anuncios una manera efectiva de ganar lectores, preocupados por resolver sus asuntos de manera expedita. ¿Se buscaba empleo?, ¿se había encontrado un niño pequeño vagando en la calle?, ¿le habían robado la ropa nueva del salón de la casa? El Diario podía ser la solución.

En 1805, apareció esta solicitud de empleo: “Norberto, negrito y sin pies, vecino de esta ciudad, pretende un acomodo de cocinero, pues es inteligente en el oficio. Vive en la calle del Puente de Amaya”. No sabemos si alguien se apersonó en el domicilio de Norberto para darle el trabajo que deseaba.

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En materia de empleos, el Diario tenía mucha demanda. En 1815, se publicó éste: “Escritor: Un sujeto decente solicita destino por la pluma o en cualquier otra cosa. En el portal de San Agustín, cajón [puesto] de cristales número 8, darán razón”.

Había ofertas laborales de mayor categoría: en 1810, el diario anunciaba que estaba a la venta –sí, a la venta– el empleo de Alguacil Mayor con mando en Ixtlahuaca, Metepec, Calimaya y Santiago Tianguistengo, para el que pudiese hacerse con él.

¿Se había perdido algo? Ahí estaba el Diario de México para pregonarlo: “Hallazgo.- Un reloj, [encontrado] el día de San Juan, por el callejón de frías hasta Corpus Christi; ocúrrase a la fábrica de cigarros, por la puerta de mujeres, y, daño sus señas, se devolverán.

Algún anuncio indagaba, discretamente, por quien hubiere hallado “un túnico negro de paño de seda nuevo”, “perdido” el canapé de la sala de la casa de la calle del Carmen marcada con el número 4, disimulando, disimulando, el robo cometido. En julio de 1810, el autor de una de tantas Guías de Forasteros, pedía, con toda educación, que le devolvieran las placas de los mapas “de México” que  habían desaparecido de su taller, y se comprometía a no indagar cómo habían ido a parar a manos extrañas.

Parecía que los habitantes de la ciudad confiaban en el Diario de México: en la casa colorada del número 1 de la calle del Puente de los Curtidores, aguardaba una niña, de 4 años, güera, vestida apenas con un taparrabo blanco, a que sus padres leyeran el Diario y acudiesen a recogerla.

Medicinas, adornos, aretes de oro, ropa variada, niños perdidos y cubiertos de plata: en el Diario de México estaba, acaso, la clave de su destino.

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