Opinión

Las últimas virreinas de la Nueva España: las aventuras y el olvido

Con el nacimiento de las conspiraciones y movimientos independentistas, el orden virreinal se quebrantó, hizo crisis y desapareció. Los hombres del rey a quienes tocó enfrentar el vendaval de nuevas ideas y reclamos sociales que surgieron como ecos de la revolución francesa y el nacimiento de Estados Unidos, conocieron un reino en ebullición, a punto de estallar, y en sus esfuerzos por contener el torbellino, arrastraron a sus compañeras.

Virreina de la Nueva España

Virreina de la Nueva España

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Los vientos de la independencia hirieron, de una u otra forma a aquellas mujeres que llegaron de otras tierras al lado de sus esposos, designados virreyes. Es cierto que las quejas de buena parte de la población no solo se concentraban en “el mal gobierno” que a veces faltaba a sus deberes, y otras andaba en maniobras no muy honestas. Mucha gente se quejó, a fines del siglo XVIII del Marqués de Branciforte, que muy pronto se ganó fama de pillo y abusivo. Quizá la maña con más fama que de él se recuerde fue aquella, cuando prometió que de su peculio pagaría una estatua ecuestre del recién coronado rey Carlos IV. A la hora de la hora, engatusó a las grandes fortunas del reino, promovió entusiastas suscripciones y, si bien la estatua se hizo, con grandes dificultades, Branciforte no puso un solo peso. Lo único bueno de aquella transa, es que los mexicanos nos quedamos con la gran obra de arte, hecha por Manuel Tolsá: nuestro Caballito.

Pero la esposa del virrey, la marquesa de Branciforte, no iba a la zaga de su marido: se trataba de María Antonia de Godoy, hermana del favorito de la reina de España, y de quien se rumoraba, tenía amores con la monarca. Sintiendo el poder que tales vínculos daban a su hermano, a doña María Antonia no le daba rubor alguno armar, de vez en cuando, pequeños tinglados que la beneficiaban, ¡y de qué manera!

La virreina de Branciforte se presentó en un gran baile luciendo un bello aderezo de corales. A las estupefactas nobles novohispanas les dijo que las perlas ya habían pasado de moda en España, en Europa entera, y que lo último de lo último de lo último era adornarse con corales. A las novohispanas les dio el soponcio, porque solían ponerse perlas a puñados, en largos collares, en pulseras, cosidas a los vestidos de gala. Decididas a no rezagarse en materia de modas, se dedicaron a rematar sus perlas y a comprar cuantas joyas con corales les pusieron enfrente. Entretenidas como estaban en cambiar el contenido de sus cofres, no se dieron cuenta, al principio, que fue la virreina la que compró con mucha ventaja aquella catarata de perlas y además ganó buen dinero, por medio de sus personeros, vendiendo docenas de joyas con coral.

La verdad es que no fue la única virreina que hizo negocios en la Nueva España. En el siglo XVII, hubo un par de damas que llamaron la atención por sus negocios y sus habilidades para evitar jalones de orejas por parte de la corona. Ese fue el caso de Mariana Isabel de Leiva, esposa del virrey conde de Baños, quien resultó ser la receptora de parte de los salarios que, como corregidores y alcaldes mayores, recibían algunos de los que fueron beneficiados con aquellos puestos durante la gestión del conde. Claro que hubo denuncias, y, durante el juicio de residencia que se le hizo a aquel virrey, se denunció que se encontraron, nada menos que 10 mil pesos en plata sin quintar, ocultos en una población cercana a la ciudad de México. El detalle es que no se le pudo confiscar al conde de Baños esa plata sin origen claro ni justificación porque… pertenecía a la señora condesa.

Otro negocio llamativo fue el montado a fines del siglo XVII por Elvira Toledo, esposa del virrey conde de Galve. Aquella dama solía organizar rifas: naturalmente, vendía los boletos a todo su séquito y a quienes se parasen por la corte. La virreina rifaba objetos de cristal de fina hechura, y desde luego nadie le iba a hacer un desprecio a la dama más importante del reino. Con las ganancias de la rifa, doña Elvira compraba cacao que vendía en España, con mucha ventaja, a través de un agente comercial contratado para tal efecto.

PERO LLEGÓ LA GUERRA DE INDEPENDENCIA…

Aquellas trampas y negocitos, que tarde o temprano se sumaban a la montaña de agravios que los novohispanos fueron acumulando lo largo de los siglos. Claro que las sequías, las continuas exigencias de la corona española, que le sacaba cuanto podía a los reinos americanos para costear su operación y sus guerras, empezaron a generar una fuerte crisis social. Ya no fueron tumultos de indios hambrientos pidiendo un poco de maíz para no morir de hambre. Era ya un segmento importante de la población, indios, castas y criollos, defendiendo su derecho a decidir su futuro como nación.

Tocó a un puñado de virreyes enfrentar la oleada independentista. Algunos de ellos arrastraron a sus esposas a aquel huracán que no dejaba nada en pie por donde pasaba. Al virrey José de Iturrigaray, que llegó en 1803, le acompañaba su esposa María Inés, y juntos fueron aprehendidos cuando, en 1808 se dio la propuesta criolla autonomista que terminó con el asesinato de Primo de Verdad y Ramos. A los virreyes se les tomó presos en sus habitaciones, y hubo asombro porque en esos cuartos lujosamente amueblados, había numerosas cajas de cajeta. Pero al abrir las cajas, no había envases de cajeta, sino joyas y monedas, productos de los negocios del virrey, en los que su esposa había sido buena colaboradora. Les fue tan mal en España, acusado Iturrigaray de malos comportamientos y mala administración, que, al morir el ex virrey en 1815, su esposa regresó a vivir a la Nueva España, porque no quería saber nada de la corte.

Pero finalmente en 1810, las conspiraciones independentistas pasaron a los hechos y estalló la guerra. El torbellino tuvo consecuencias funestas incluso para algunas damas que si bien no llegaron a virreinas, fueron esposas de caballeros que ocuparon cargos de importancia en la administración novohispana y que murieron en los primeros combates entre realistas e insurgentes.

Tal fue el caso de dos criollas francesas, Victoria y Mariana de Saint Maxent, hermanas de la virreina viuda de Bernardo de Gálvez. Pero, mientras Felícitas se fue de Nueva España a fines del siglo XVIII, después de enviudar, sus hermanas se quedaron aquí, casadas con dos caballeros que llegaron a ser intendentes, es decir gobernantes de dos importantes regiones de la Nueva España: Victoria era la esposa de Juan Antonio Riaño, intendente de Guanajuato, y Mariana se casó con Manuel Flon, intendente de Puebla. Ambas quedaron viudas en los primeros tiempos de la independencia: Riaño murió durante el asalto a la Alhóndiga de Granaditas, y Flon cayó en combate.

La única virreina nacida en estas tierras, a la que se conoce como “la virreina mexicana”, se llamó Francisca de la Gándara, y era una rica heredera potosina que conoció a fines del siglo XVIII al brigadier Félix María Calleja, quien estaba llamado a convertirse en el gran general de las tropas realistas que combatieron a los insurgentes.

Calleja, que amaba profundamente a su joven y rica esposa, no se separaba de ella. En los años en que el brigadier se enfrentó a su gran enemigo, José María Morelos, Francisca de la Gándara acompañaba a su esposo a los campos de batalla, custodiada y protegida. Pero eso no fue obstáculo para que en algún momento del sitio de Cuautla fuera secuestrada por los insurgentes. Furioso, pero aterradi con la sola posibilidad de perder a su esposa, Calleja se avino a negociar para recuperar a su mujer. Cuando fue nombrado virrey, Francisca se convirtió en un personaje interesante para la historia: los Calleja estaban muy ocupados con la guerra, y cuando el brigadier dejó su cargo se fueron a España para no volver.

El Conde del Venadito, ennoblecido con tal cargo porque en un sitio con ese nombre logró capturar a Xavier Mina, tenía esposa, a la que los novohispanos, para gran enojo de ella, le apodaron “La Venadita”. Son virreinas que pasan fugazmente por nuestra historia, porque lo más importante ocurría en los campos de batalla. La última dama que llegó a estas tierras acompañando a un caballero con cargo político, era Josefa Sánchez Barriga, esposa de don Juan de O´Donojú. Ya no fue virreina porque la constitución de Cádiz eliminó esa figura para hablar de jefes políticos y militares en lugar de virreyes. Pero como su esposo murió a poco de haber llegado y firmado con Agustín de Iturbide los Tratado de Córdoba, la buena señora decidió que no tenía a qué regresar a España, y exponerse a la furia de Fernando VII. Y aunque el imperio de Iturbide le prometió protegerla, nada pasó y aquella desdichada mujer murió en la miseria.