Opinión

La Universidad de la Nación

Regularmente no somos consciente de ello, pero hay decisiones que cambian la vida. A mí me la cambió estudiar en la Universidad Nacional Autónoma de México.

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Más de la mitad de mi vida he sido universitario. Ingresé a la Escuela Nacional Preparatoria 8, Miguel E. Schulz, luego de haber perdido prácticamente un año escolar por una ominosa huelga. En el año 2002 ingresé a la Facultad de Derecho, en Ciudad Universitaria; ahí mismo realicé estudios de posgrado y luego tuve la enorme oportunidad de convertirme en profesor. De esto hacen ya casi veintidós años.

De las aulas universitarias, las de prepa y de licenciatura, no sólo obtuve la formación profesional y el sentido social que inspira nuestra práctica y que hoy me permite ejercer dignamente mi profesión y mi medio de subsistencia, sino que de ahí también conseguí el cariño inagotable y el respaldo de muchas personas grandiosas que hoy me acompañan y a quienes me precio de acompañar en el sendero de la vida. Con muchas de ellas me separan diferencias ideológicas a veces imposibles de conciliar y, a partir de ahí, sin embargo, hemos refrendado nuestros lazos.

Mi ejemplo, estoy seguro, es el de millones de personas. La Universidad Nacional nos permite crecer y trascender, pero, sobre todo, abrevar de ella, como la gran fuente de inspiración que es. Sus aulas, sus profesores, el estudiantado, sus asombrosos espacios, el personal administrativo y su grandeza arrastran hacia el mismo rumbo.

La verdadera transformación no inicia ni se gesta con el cambio de un gobierno, sino con el crecimiento de los individuos y ese crecimiento, personal, profesional y hasta espiritual es fruto de la enorme e incomparable labor social de docencia, de investigación y de extensión de la cultura que, como ninguna otra, desarrolla nuestra casa, la Máxima Casa de Estudios.

Como si hubiera sido una creación nuestra, como si fuese un adjetivo exclusivo para egresados de la UNAM, las y los universitarios –y lo digo con mucho respeto hacia otras universidades- prácticamente nos hemos apropiado de ese término “ser universitario”. Serlo significa no sólo una vana adscripción, sino un profundo sentido de identidad, de pertenencia, de reciprocidad y de gratitud.

Por eso me extraña, en serio que sí, que un universitario en deuda con la Universidad –como cualquier otro- hoy se sirva de una posición política para denostarla y pretender dividirla sin razón.

No hay buenos ni malos, no todo es blanco o negro, lo dulce no sabe sin conocer lo amargo, la felicidad no es tal sin experimentar alguna vez tristeza, liberales o conservadores, de derecha o de izquierda. No hay verdades absolutas y menos si se trata de una que por la fuerza quiere imponerse a la realidad. Nuestra vida está plagada de matices y la Universidad se conforma precisamente a partir de la universalidad, de la disidencia, de la discrepancia, del debate, de la confrontación de ideas, de la multiplicidad de perfiles, de la inmensidad de la vida misma. La diversidad de pensamiento que de ella emerge, es decir, nosotros, somos su fortaleza.

Debo confesar que los ataques a la Universidad no me agravian ni me preocupan. Soy universitario y, pase lo que pase, de una cosa estoy absolutamente seguro: moriré siendo universitario, orgulloso de serlo y con la confianza de que una institución humanista como la nuestra es mucho pero mucho más sólida que cualquier personaje.

Cuando Vasconcelos explicaba al Consejo Universitario el significado de nuestro lema universitario, decía que con él pretendía significar que despertábamos de una larga noche de opresión. Hoy, como hace cien años, nuevamente despertaremos y lo haremos más unidos que nunca.

“Por Mi Raza Hablará El Espíritu”