Opinión

Yuri Knórozov (1922-1999)

Heredamos del siglo XX un expediente abultado, complejo y muy significativo que documenta el diálogo y la cooperación entre México y la hoy Federación Rusa. Los dos países cuyas revoluciones sociales inauguraron el siglo pasado, compartimos también con el paso de las décadas muy diversos y emotivos capítulos que van desde el exilio de Trotsky en México, hasta el hecho de que le debemos a un director ruso, Sergei Einsenstein, y a su película “Que viva México”, la primera gran síntesis cinematográfica de nuestra identidad cultural que se proyectó al resto del mundo.

Que en la actualidad la mayoría de los mexicanos condenemos la invasión a Ucrania -descontando a un sector de la extrema izquierda y de la extrema derecha mexicana que simpatizan con el régimen autoritario de Putin, ya porque lo revisten como hazaña antimperialista, o bien porque se identifican con su nacionalismo exaltado y ultra conservador- no significa que debamos olvidar todo aquello que nos vincula cultural e históricamente con Rusia, con Ucrania misma, y con ese punto intermedio que significa el pasado unificado de ambos países como parte de la Unión Soviética.

Tal es el caso de la extraordinaria contribución a la historia del México prehispánico del antropólogo, lingüista, historiador y epigrafista Yuri Knórozov, ucraniano de la ciudad de Járkov, formado en las instituciones académicas rusas de la era soviética, y cuyo centenario de nacimiento celebramos este mes de noviembre.

Knórozov es y será recordado en México nada menos porque a mediados del siglo XX encontró el camino que hoy nos permite leer con toda precisión el sistema de escritura de la civilización maya.

Una vez que logró dar con la combinación de esa hermética caja fuerte que fue para los ojos de Occidente la escritura maya -cargada de signos y de grafías que por siglos nos resultaron impenetrables-, al mismo tiempo comprendimos la dimensión del estropicio cultural que representó la conquista española, y reivindicamos el alto nivel de desarrollo de una civilización entera que sucumbió -y casi desapareció- ante la actitud voraz y fanática del imperialismo religioso europeo del siglo XVI.

Su hazaña no es menos trascendente para la memoria histórica de la humanidad que aquella por la cual en 1822 el francés Jean Francois Champollion, a través de la Piedra de Rosetta, logró descifrar la escritura jeroglífica de la civilización egipcia, aunque hasta ahora no se haya valorado así este descubrimiento, ni goce de la fama legendaria de los descifradores europeos de la escritura egipcia en el siglo XIX.

Hace treinta años, el historiador mexicano Enrique Florescano afirmaba en su libro El nuevo pasado mexicano que precisamente el desciframiento de la escritura maya representó el mayor acontecimiento para la historiografía mexicana en el último cuarto del siglo XX, una auténtica revolución del conocimiento histórico que encuentra en la figura de Yuri Knórozov a uno de sus fundadores.

Curiosamente la persistencia de una actitud colonialista y euro centrista se entrometía en los vanos esfuerzos por descifrar la escritura maya. Se creía -desde cierto prejuicio cultural- que esa secuencia de dibujos y signos “raros” que aparecen en las estelas mayas, o en los escasos códices que sobrevivieron a la destrucción, se trataría de un sistema incipiente de representación gráfica a través de pictogramas que expresaban conceptos, o en el mejor de los casos palabras y fechas aisladas, pero no de un sistema evolucionado de escritura, capaz de contener en su simbología una gramática compleja que traduce la sonoridad misma de las palabras y sus significados a un lenguaje escrito. Dicho con sus propias palabras, Knórozov descubrió en cada línea de la escritura maya “un signo que contiene sentido y sonido al mismo tiempo, es decir, que denota una palabra”.

Tal fue el descubrimiento y la aportación del erudito Yuri Knórozov, y lo más sorprendente es que lo hizo sin haber pisado jamás suelo mexicano o visitado una zona arqueológica maya. Le ayudaron sí, su conocimiento avanzado de la escritura egipcia y de la escritura china, entre muchas otras, y sobre todo el hecho de formar parte de toda una tradición de la academia científica de la Unión Soviética que por décadas se dio a la tarea de descifrar y decodificar antiguas escrituras extraviadas en el tiempo.

Knórozov desoyó las afirmaciones dogmáticas y prejuiciosas de mayistas consagrados como el británico Eric Thompson, quien aseguraba que las inscripciones en los monumentos mayas no podían leerse salvo como el registro elemental de fechas y acontecimientos históricos.

Siendo un joven historiador formado en las universidades soviéticas en plena Segunda Guerra Mundial, en 1955 -a los 33 años de edad- se doctoró en Moscú con una tesis en la que propuso una metodología para descifrar la escritura maya, para lo cual cruzó la información obtenida del vocabulario de la lengua maya que reunió el misionero franciscano Diego de Landa en el siglo XVI, con lo que a él le parecían un conjunto reducido de signos que se repetían constantemente en las inscripciones mayas. Las combinaciones recurrentes de estos signos albergaban un código capaz de traducirse en palabras, y las palabras en frases.

Un esfuerzo colosal que recurrió a la semiótica, a la estadística, a las matemáticas, a la computación y al uso temprano de algoritmos, le permitió dar con la clave de este descubrimiento mayor, y que siguió perfeccionando en los años posteriores con el auxilio de las primeras herramientas de la cibernética.

Knórozov visitó México por primera vez en 1992, cuando ya cifraba 70 años y la Unión Soviética había desaparecido. Viajó a México por invitación del INAH y poco después recibió la condecoración del Águila Azteca que otorga el gobierno mexicano. Falta mucho más que esa condecoración para darle el peso y el significado que tienen sus aportaciones al conocimiento de nuestro pasado.