
La historia evolutiva de Homosapiens está marcada por una paradoja, somos una especie profundamente social cuya supervivencia dependió de la cooperación, pero también albergamos tendencias que niegan esa esencia, como la misantropía y la gerontofobia.
Estas actitudes no solo reflejan contradicciones culturales modernas, sino que plantean preguntas sobre su origen en nuestro pasado ancestral. Desde las primeras migraciones fuera de África, los humanos enfrentaron desafíos que solo pudieron superar mediante la solidaridad grupal. Cuidar a los ancianos y enfermos no era un acto de caridad, sino una estrategia de supervivencia. Los mayores conservaban conocimientos vitales sobre recursos y peligros, mientras que los enfermos, una vez recuperados, reintegraban su fuerza al grupo. Quienes abandonaban a los vulnerables debilitaban su propia red de apoyo. Sin embargo, pese a esta ventaja evolutiva, el rechazo a la vejez y la desconfianza hacia los demás emergieron como sombras de nuestro progreso.
La gerontofobia, el menosprecio hacia los ancianos, contradice directamente el papel que tuvieron en nuestra evolución. En sociedades tradicionales, los mayores eran respetados como depositarios de sabiduría y memoria colectiva. Su presencia aseguraba la continuidad cultural. Pero en las sociedades industriales y posindustriales, donde la productividad individual se valora más que la experiencia compartida, la vejez se percibe como una carga. Este cambio no es biológico, sino cultural: el capitalismo aceleró la idea de que lo viejo es obsoleto. Sin embargo, desde una perspectiva evolutiva, despreciar a los ancianos equivale a despreciar el mecanismo que permitió a nuestra especie transmitir tecnología, historias y adaptaciones clave a través de generaciones.

La misantropía, por su parte, es aún más paradójica. Nuestro éxito como especie dependió de la capacidad de confiar, colaborar y construir alianzas complejas. La empatía y el altruismo recíproco fueron seleccionados positivamente porque aumentaban las probabilidades de supervivencia grupal. Sin embargo, la desconfianza extrema hacia otros humanos persiste como un subproducto de nuestra capacidad para detectar amenazas. En entornos donde la traición o la competencia eran frecuentes, cierta cautela pudo ser adaptativa. Pero cuando esa desconfianza se generaliza, se convierte en un obstáculo para la cohesión social. Las sociedades con altos niveles de misantropía tienden a fragmentarse, debilitando los lazos que alguna vez nos hicieron resilientes.
Ambos fenómenos revelan una tensión entre nuestra herencia evolutiva y las presiones de la modernidad. La gerontofobia niega el valor de la memoria colectiva, mientras que la misantropía socava la confianza necesaria para mantener comunidades. Sin embargo, nuestra historia sugiere que estos no son rasgos inevitables, sino distorsiones de un diseño social que privilegió la cooperación. Revertirlas exige reconocer que, biológicamente, seguimos siendo la especie que sobrevivió gracias a cuidar a los débiles y trabajar en conjunto. La pregunta no es si podemos escapar de nuestra naturaleza, sino cómo reconciliarla con un mundo que a menudo la desincentiva.
1Red de Biología Evolutiva
2Jardín Botánico Clavijero
INECOL AC