
Cada 19 de septiembre los recuerdos del sismo de 1985 nos estremecen. Hasta hoy, en el marco del 40 aniversario de la tragedia, más allá de las imágenes de edificios colapsados en la Ciudad de México y el caos de los primeros días, existe una historia social que reclama un lugar en la memoria.
La doctora Naxhelli Ruiz Rivera, investigadora del Departamento de Geografía Social del Instituto de Geografía de la UNAM, ha dedicado buena parte de su trayectoria a estudiar la vulnerabilidad social, las políticas públicas para la reducción del riesgo de desastre y la planeación territorial. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores y coordinadora del Seminario Universitario de Riesgos Socioambientales de la UNAM, su mirada combina la experiencia académica con un profundo interés por la gestión del riesgo.
En su más reciente trabajo, El sismo de 1985 desde las ciencias sociales: una revisión bibliográfica, Naxhelli recupera estudios, testimonios y reflexiones producidos en los años posteriores, ofreciendo a los lectores un panorama de cómo se vivió y entendió aquel evento desde la perspectiva social. En entrevista con Ciencia UNAM, comparte sus hallazgos y cómo podrían aplicarse para enfrentar futuros desastres.
“Si alguien queda atrapado en un derrumbe, significa que falló todo el sistema de prevención”
Para quienes no están familiarizados con el término, un riesgo socioambiental es la combinación de factores naturales y sociales que, al interactuar en un espacio geográfico, pueden generar impactos negativos en la sociedad. El riesgo no se trata sólo de los fenómenos “naturales” como terremotos o lluvias intensas, sino también de las condiciones creadas por nuestras propias acciones; así como la forma en la que las conocemos y actuamos ante ellas.
Por ejemplo, en una inundación intervienen tanto la precipitación pluvial como las características del entorno: si el suelo es permeable o impermeable, si las viviendas están en zonas expuestas, si existen o no obras de mitigación en los ríos cercanos, si hay alertas tempranas. Incluso, la falta de estas obras de mitigación o una mala planeación pueden aumentar el peligro. En otras palabras, la manera en que construimos, planificamos y ocupamos el territorio puede agravar o reducir los efectos de un fenómeno intenso.
El riesgo socioambiental se refiere a los efectos negativos que pueden surgir de la interacción entre factores sociales y ambientales. En el caso de los sismos, se dice que “lo que mata no es el temblor, sino el edificio que se cae”, y es muy cierto. El sismo es un fenómeno cuya ocurrencia en determinadas zonas y en ciertos periodos de tiempo ya se conoce gracias a la investigación científica; lo que no podemos predecir es cuándo ocurrirá ni con qué intensidad.
Precisamente por eso, en una región sísmica es fundamental construir tanto las viviendas como las infraestructuras (por ejemplo puentes, tuberías de agua potable o instalaciones eléctricas) con normas adecuadas y planificar nuestras actividades de manera que el impacto de un eventual sismo no se agrave ni se convierta en una catástrofe. Para ello, existen diversas medidas, como las alertas tempranas, aunque la principal herramienta es el cumplimiento de los reglamentos de construcción.
Estos reglamentos se basan en la mejor ciencia disponible para determinar según la zona, cuál es el sismo más extremo que podría ocurrir, cómo se propagarían sus ondas y qué tipos de movimiento generarían estas ondas en ciertos lugares; estos tres elementos son los más importantes para diseñar lo que construimos. A partir de ello, se establecen las normas que indican qué se puede o no construir y cómo mitigar posibles daños, de manera que si ocurren no pongan en riesgo la vida humana y permitan que las personas puedan escapar.
Aunque existe debate entre ingenieros sobre los costos de implementar estos códigos, lo cierto es que un sismo es un riesgo socioambiental: su ocurrencia es inevitable, pero el impacto depende de cómo los seres humanos construimos y organizamos nuestras actividades.
Una lección importante de lo que hemos vivido ante los sismos es que no podemos depender de héroes que rescaten personas de los escombros; si alguien queda atrapado en un derrumbe, significa que falló todo el sistema de prevención.
La verdadera reducción del riesgo implica evitar los colapsos, diseñando viviendas e infraestructura que minimicen la probabilidad de derrumbe; y también, mantener la función de estas construcciones, es decir, su resiliencia, y que no queden inservibles y deban reponerse completamente tras un sismo. Solo cuando un sismo sea realmente inevitable, deben existir equipos de emergencia preparados para actuar de la manera menos traumática posible.
¿Qué disciplinas aportaron más acerca de lo ocurrido el 19 de septiembre de 1985?
Para esta efeméride (40 aniversario del sismo de 1985), realizamos una recopilación de investigaciones en ciencias sociales con el objetivo de mostrar qué ha aportado la Universidad Nacional y otras instituciones de educación superior en este tema. Se pueden distinguir principalmente dos grandes áreas: una en la ingeniería y ciencias de la Tierra, y otra en las ciencias sociales.
En la primera, los aportes son muy visibles. Por ejemplo, todo el reglamento de construcciones se basa en conocimientos de estas disciplinas. También nos beneficiamos mucho de iniciativas como los servicios nacionales que tienen su sede en la UNAM, especialmente el Servicio Sismológico Nacional, cuya importancia es ampliamente reconocida por la sociedad
En ciencias sociales, en cambio, hay contribuciones importantes, pero menos conocidas. Aunque algunas obras de crónica, como las de Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis, han tenido cierta popularidad, existe una cantidad mucho mayor de investigaciones en sociología, antropología, geografía, economía y urbanismo que merecen atención.
Por ejemplo, en los años ochenta, sociólogos urbanos estudiaron los movimientos sociales, las condiciones de vivienda y las desigualdades entre distintos grupos de damnificados. Estos grupos eran muy diversos: provenían de diferentes clases sociales, historias de vida y formas de organización, lo que demuestra que “los damnificados” no fueron un grupo homogéneo y sus necesidades y procesos fueron muy diversos.
¿Qué más encontrarán los lectores en El sismo de 1985 desde las ciencias sociales?
Al revisar la investigación de la época, noté que ciertos temas se exploraron extensamente: el Movimiento Urbano Popular, la creación de prototipos de vivienda popular, la modificación del sistema de salud para atender emergencias graves y estudios de psicología social y comunitaria sobre cómo gestionar el trauma de las personas.
También encontré investigaciones, principalmente de autores estadounidenses, sobre lo que se denomina comportamientos convergentes: acciones espontáneas y organizadas de voluntarios que llegaban a ayudar sin pertenecer a un movimiento social formal. Estas investigaciones buscaban entender cómo reaccionan los humanos en momentos de crisis y ofrecen un enfoque teórico interesante que todavía tiene relevancia hoy.
La idea es dar a conocer a estudiantes e investigadores esta bibliografía poco consultada, mucha de la cual no está digitalizada y se encuentra en bibliotecas y archivos, y que contiene información valiosa sobre programas de reconstrucción, organización social de los damnificados y estrategias de recuperación.

Un ejemplo interesante de estos temas poco conocidos es el debate sobre la descentralización de la Ciudad de México que se dio en el Instituto de Investigaciones Económicas. Tras el sismo, se discutió cómo la concentración extrema de población y servicios en la ciudad había aumentado los riesgos y cómo podría haberse replanteado la estructura económica del país para reducir esa vulnerabilidad. Aunque este debate se dejó de lado posteriormente, representa una reflexión importante que en la actualidad puede inspirar políticas y estudios.
¿Y cómo fue el después de la tragedia?
Hay un aspecto que me llamó especialmente la atención al revisar todos estos materiales: la forma en que se enfrentó el proceso de recuperación después de los sismos. En muchos testimonios conocidos como los de los periodistas Cristina Pacheco, Monsiváis y Poniatowska, el desastre suele asociarse a las primeras semanas: días durísimos, caóticos, llenos de pérdidas y confusión.
Sin embargo, cuando se estudian los desastres, una de las primeras lecciones es que la emergencia no marca el final del desastre. Este continúa durante meses o incluso años, y rara vez se analiza a fondo qué ocurre después de esa fase inicial.
En esta bibliografía encontré abundante material que se enfoca en ese “después”. En particular, destacan los estudios sobre programas de reconstrucción. Aunque hay uno que se conoce más, el Programa de Renovación Habitacional Popular, en realidad hubo cuatro programas principales.
Uno más de ellos estuvo orientado a los damnificados de” Tlatelolco; otro se enfocó en las personas que habitaban multifamiliares derrumbados, y otro más en la población damnificada de las zonas centrales de la ciudad que no fue atendida por Renovación Habitacional Popular.
Estos programas son de gran interés para politólogos, administradores públicos y gestores de riesgos. En un inicio, el panorama parecía desalentador: barrios populares de la CDMX, del centro y Tlatelolco, habían sufrido daños severos y había un alto nivel de conflictividad entre damnificados y gobierno.
Sin embargo, alrededor de seis meses después, un cambio en la estructura gubernamental colocó al frente a una persona con experiencia clave en conciliación social, diseño de políticas, compras consolidadas y obtención de financiamiento. Gracias un proceso de concertación y conciliación se logró establecer puentes de confianza con los damnificados y organizar un programa que contó con financiamiento rápido del Banco Mundial.
El resultado fue notable, con la “Fase Uno”, se construyeron viviendas populares en zonas como la colonia Morelos, el norte del Centro Histórico, Tepito, Lagunilla y Peralvillo, evitando el desplazamiento masivo de población. La mayoría de los beneficiarios eran inquilinos, no propietarios, un contraste marcado con lo ocurrido en 2017, cuando este grupo no fue reconocido en los programas de reconstrucción. Con el segundo programa, “Fase Dos”, se buscó incorporar a quienes habían quedado fuera del primero, ampliando así el alcance de la ayuda.
Estos casos muestran que, así como hay especialistas en protección civil y primeros auxilios, debería haber expertos en reconstrucción postdesastre. Hoy en día, en muchos lugares desde la Ciudad de México hasta Acapulco o Chiapas se improvisa sobre la marcha, “inventando el hilo negro” en cada emergencia.
La lección no es reproducir estos programas tal cual, sino rescatar sus elementos clave: la coordinación administrativa, la comprensión de los problemas jurídicos de la reconstrucción, el trabajo social en territorio y la participación comunitaria. Contar con ese conocimiento puede marcar la diferencia entre improvisar y estar mejor preparados cuando la Ciudad de México vuelva a vivir una situación similar.
“El objetivo de esta recopilación es rescatar reflexiones y lecciones históricas”
Para mí, lo más importante es entender que los desastres comparten elementos en común: sufrimiento humano, fallas en la gestión del riesgo de desastres, problemas de comunicación. Sin embargo, cada desastre resulta de la conjunción de varios factores únicos. Cada lugar tiene su historia y su población, por lo que nunca se trata de aplicar una receta idéntica, sino de analizar qué funcionó y qué precisamente para poder tomar la lección aprendida.
En el caso de grandes complejos habitacionales dañados, como Tlatelolco o el multifamiliar Juárez en la Roma, hubo problemas claros de diseño estructural. No obstante, en ese momento el conocimiento técnico disponible y los reglamentos de construcción no contemplaban ciertos riesgos, por lo que no necesariamente se trató de una omisión en el sentido actual.
En Tlatelolco, influyó el rápido envejecimiento de los edificios debido a condiciones geotécnicas complicadas y un complejo régimen de propiedad en fideicomiso, que generó disputas sobre el mantenimiento de los edificios desde mucho antes del sismo de 1985.
Un caso emblemático fue el edificio Nuevo León, que había recibido una intervención preventiva pocos años antes, incluso con el desalojo temporal de los residentes, y aun así colapsó durante el sismo. Esta intervención fue realizada por el entonces Fondo Nacional de Habitaciones Populares (FONHAPO).
También hubo denuncias de corrupción en obras públicas y en materiales de construcción, lo que alimentó la desconfianza hacia las autoridades. La designación inicial de Guillermo Carrillo Arena, entonces secretario de Desarrollo Urbano y Ecología, para negociar con damnificados pese a estar señalado por corrupción, provocó gran rechazo y contribuyó al fortalecimiento de los movimientos sociales.
Este escenario llevó a la modificación del reglamento de construcciones, que introdujo en la práctica cotidiana un principio de precaución. Sin embargo, esto implica costos adicionales que, sin una supervisión estricta, muchas empresas evitan asumir. Este sigue siendo uno de los grandes debates actuales: cómo garantizar una verificación y supervisiones efectivas en la construcción para reducir riesgos reales en la Ciudad de México. Y, sobre todo, qué hacer con las construcciones existentes de la ciudad, las cuales están envejeciendo y muchas de las cuales están estructuralmente fatigadas debido a su constante exposición al movimiento sísmico de décadas.
En resumen, el objetivo de esta recopilación es rescatar reflexiones y lecciones históricas que, aunque antiguas, pueden ser útiles para entender la organización social y la respuesta ante desastres en la actualidad.
La publicación se encuentra disponible en: https://sursa.sdi.unam.mx/index.php/component/sppagebuilder/page/52
*Colaboración de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM