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Homenaje a Ramón Xirau

A propósito del centenario del natalicio del poeta y filósofo Ramón Xirau, El Colegi Nacional nos comperte un fragmento del homenaje que le dedicaron sus colegas y amigos

el colegio nacional

El filósofo y poeta Ramón Xirau.

El filósofo y poeta Ramón Xirau.

ECN

Se cumplen 100 años del natalicio del poeta y filósofo Ramón Xirau. A propósito de esta efeméride, compartimos con los lectores de Crónica un fragmento del homenaje al poeta barcelonés que le dedicaron sus colegas y amigos.

(Fragmento)

Octavio Paz definió a Ramón Xirau como “hombre-puente”. A lo largo de su fecunda trayectoria, el autor de Las playas unió dos vocaciones, la poesía y la filosofía, y dos lenguas, la catalana y la castellana (al leer lo en nuestro idioma, también leemos a su más consistente traductor, el poeta Andrés Sánchez Robayna).

En forma más sutil, Xirau también unió a autores que sólo a través de él se vinculan. Paz entiende que en sus poemas re suenan los ecos, “opuestos o distantes”, de sor Juana Inés de la Cruz, Xavier Villaurrutia, Vicente Huidobro, José Gorostiza, Federico García Lorca, Carlos Pellicer y los poetas concretos de Brasil. En esta singular tertulia, podríamos agregar, entre otros, a san Juan de la Cruz, Joan Maragall y Agustí Bartra. El propio Octavio Paz sostuvo un estimulante diálogo poético con Xirau. En su poema “Playa del mundo”, el poeta catalán escribe:

Todo universo es árbol,

cae en el sueño de tu cuerpo,

se adormece

en los párpados del agua.

De manera recíproca, este poema, que define al cosmos como un árbol y traza la imagen definitiva de un naranjo que crece “cielo adentro”, prefigura un poema posterior de Paz: “Árbol adentro”.

El gusto de Xirau por unir distintas realidades lo llevó de manera natural a la creación de neologismos. En su música verbal, potenciada por los sonidos de piedra y agua de la lengua catalana, el mar y el viento se funden en “mariviento”, el arroyo que vuelve se transforma en “ríorretorno” y el incesante infierno merece que le asignen un adverbio: “infernívoramente”.

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Ramón Xirau.

Durante décadas, Xirau dirigió la revista Diálogos. Desde su título, esta aventura editorial aludía a la necesidad de poner las palabras al servicio de los encuentros. Lo mismo puede decirse de la dilata da experiencia de Xirau como profesor en la preparatoria y la universidad, y de sus muchos y muy leídos libros de divulgación filosófica. Ramón se interesó en los otros con un fervor que rebasa el sentido de la generosidad. En su caso, es más justo hablar de comunión.

Todo diálogo requiere de una doble vía. La apertura hacia los demás sirvió a Xirau para corresponderles con una voz única, distintiva, necesaria. Cierto: fue un “hombre-puente”; supo reunir voces ajenas y se acercó a ellas, pero también habló en el tono singular de quien conoce un espacio diferente: el Mediterráneo evocado desde una ventana en el exilio.

Conocemos la vieja lección literaria: se atesora mejor lo que se pierde. Con el tiempo, la tierra del origen se transforma en un sitio más cercano a la ilusión que a la realidad. Hay diversos modos de compensar esta carencia. Entre nosotros, Xirau no se dejó vencer por la nostalgia. Escribió en clave celebratoria de los misterios breves del Mediterráneo. Su liturgia de las cosas diarias está integrada por un golpe de viento, tres naranjas, el verde de la brizna, un huerto de manzanos con olor a incienso. Esos tenues elementos le permitieron mostrar la sacralidad del mundo.

En la colonia Santa María la Ribera conoció las ruidosas variaciones del español de México, y en la cercana Facultad de Filosofía y Letras ingresó al círculo de otro refugiado, el filósofo José Gaos. Dedicó ensayos reveladores a los místicos de la lengua castellana y a los barrocos asombros de sor Juana, pero su voz más íntima se conjugó en catalán.

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No faltaron quebrantos en la vida de Xirau. La guerra, el exilio, la dictadura franquista, las fatigas laborales marcaron su destino. Su hijo Joaquín, poeta y economista, ardió en su propia luz. Su muerte temprana fue una herida abierta, imposible de sanar, pero Xirau enfrentó la más dura de sus pruebas sin deponer su bonhomía. No le conocimos un arrebato ni una muestra de rencor. La compasión que admiraba en los místicos y la ética que animó sus ensayos fueron los signos de su vida.

Enemigo del proselitismo y las tácticas suasorias, escuchaba a los demás en espera de que tuviesen razón; no buscaba convencer ni imponer sus opiniones. En un ámbito donde no faltan profetas ni ideólogos, prefirió la voz baja, el tono de quien conversa y hace una pausa para que intervenga el otro. Ortega y Gasset señaló que la claridad es la cortesía del filósofo. Los ensayos y la poesía de Ramón Xirau son formas cordiales. Presuponen a un lector; corren como agua diáfana, respetuosa de la mirada ajena.

Conversamos infinidad de veces en reuniones con Alejandro Rossi, Teodoro González de León y otros amigos comunes. Hace unos veinticinco años me invitó a ser su jefe de redacción en la revista “Utopías”, que pensaba dirigir en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). La publicación fue tan fiel a su nombre que no llegó a suceder. Durante meses planeamos un espacio ideal que no encontró acomodo en la realidad. Esas sesiones representaron para mí una invaluable cátedra de utopismo. Cuando finalmente nos dimos por vencidos, Xirau me brindó otra enseñanza: asumió el fracaso como un triunfo secreto. Mientras recorríamos los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras rumbo a la salida, hizo una lista de todas las molestias de las que nos habíamos librado por no hacer la revista. […] En 2014 ingresé a El Colegio Nacional. Por azar alfabético, me tocó sentarme a su lado. Cada vez que se trataba un asunto burocrático, se volvía hacia mí y hablaba en catalán sobre mi padre, los amigos comunes de Barcelona, algún cantaor flamenco que lo había cautivado. Aunque los temas llegaban revestidos de la irrealidad de lo que no viene a cuento, en ese idioma Ramón era más joven, más directo, seguramente más feliz.

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El título de uno de sus libros resume su manera elegíaca de abordar la realidad: Naturalezas vivas. Poeta de la mirada, creó paisajes donde la voz humana es relevada por el viento y el crujir de las hojas. Su poema “Árbol” dice:

Éste es el árbol claro

estas hojas azules

navegan, vida adentro,

al centro de la Barca.

En las páginas de Xirau, el paisaje no es una condición geográfica sino moral. El viento agita las copas de los árboles y ahí encuentra una gramática. ¿Qué dicen esas hojas? No dicen: insinúan; su rumor advierte una presencia sagrada:

¿Y qué busco en las cosas,

sino tu huella llameante,

tu herida luminosa en los ramajes

trémulos de los pájaros?

No podemos ver a Dios, pero podemos ver su “herida luminosa”, su huella en una fronda que cobra vida, agitada por los pájaros.

La concisión y la profundidad con que Xirau se apropia de la naturaleza hacen pensar en los poetas japoneses y, más específicamente, en la peculiar impronta del haikú en la poesía mexicana. Gabriel Zaid ha señalado que Carlos Pellicer se convirtió en poeta del paisaje después de visitar a José Juan Tablada en Sudamérica y leer Li-Po y otros poemas. Poeta católico como Xirau, Pellicer encontró en el horizonte los designios de un Dios juguetón: “Esa nube es mi camisa / que se llevó el viento”. En otro poema escribe, a propósito de Curazao:

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Xirau celebra el paisaje en otra clave; es tan festivo como Pellicer pero no busca estímulo en la ironía o los colores, sino en la vida interior de la materia. […] Así, el acto poético se convierte en una expresión de la naturaleza. De manera elocuente, al rendir homenaje a ciertos músicos, Xirau no encomia sus sonidos, sino la forma en que el mundo los imita. En Olivier Messiaen escucha las campanadas del bosque y en Arcangelo Corelli, las melodías del viento.