Cultura

A Porta Coeli le sobrevive una leyenda, la de un hombre piadoso y uno reacio a ver la virtud en los frutos del trabajo

Dominus Venenatus: El Señor del Veneno

Cristo de marfil (Iván Guevara Ramírez)

Don Ismael Treviño solía pasarse los días desparramado en su local, empotrado en el callejón de los tabaqueros; mañana, tarde y noche las gastaba en devolver con recelo la atención de todo aquel que le dedicara apenas una somera mirada. Solo, en esa hedionda esquina se ganaba la vida de forma nada desdeñable, vendía cajas a los pobres en dónde sepultar a sus muertos.

No conforme, el viejo Treviño se pudría en resentimiento y frustración, le pesaba la bonanza ajena, el éxito no era por nadie merecido, toda fortuna por el prójimo ostentada debía ser, a sus ojos, fruto de robos, traiciones y confabulaciones entre poderosos compadres. No obstante, existía un hombre cuya riqueza le enfermaba con particular insulto y en su perjuicio solía descargar toda clase de chismes, desprestigios y, en las garras del insomnio, graves y malsanas maldiciones saturadas de conjuros maliciosos, ese hombre era don Fermín Andueza.

Insigne vecino de la capital de la Nueva España, D. Fermín Andueza era un exitoso comerciante textil, sus empresas, por todos comentadas y conocidas, insuflábanle holgada hacienda, una riqueza que surcaba el dilatado imperio creado por Felipe II y que se extendía a incontables lares de ultramar.

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Cada mañana, don Fermín asistía puntual al primer servicio ofrecido en el Templo de Porta Coeli, en la calle de Capuchinas. Para ello, el afable mercader debía atravesar el callejón de Tabaqueros e, invariablemente, se encontraba sin falta y de frente con el viejo Treviño.

—¡Ah, señor Andueza! Pero qué alegría verle un día más; ¿Qué tal le ha tratado Morfeo en su sueño?— interrogaba Treviño a Fermín apenas apareciera este por el umbral de su local. —Tal parece que no le venderé una de mis cajas hoy, remataba el ínvido anciano de agrio humor.

Don Fermín era un hombre inteligente, décadas al frente de un lucrativo negocio le habían llevado a trabar negociaciones y tratos con todo tipo de calañas. El hombre se enseñó a leer a las personas, a entrever intenciones y reales motivaciones y, en Treviño, no encontraba más que frustración y rabia.

—Buen día don Treviño ¿Por qué no pasa usted al servicio? Quizá le vendría bien—, respondió Fermín en un intento por conducir de buen grado la conversación.

— ¡Qué va! Con su piedad basta y sobra, hombre —, adujo Treviño con ademán despreciativo.

—Además, si podrá usted darme la razón, mucho más sencillo creer en designios y favores cuando estos le han sonreído siempre ¿No?

— Lo único que sé, señor mío, es que existen almas que requieren de pruebas y almas que son la prueba. Tenga buen día, que la venta vaya bien—, esgrimió Fermín al tiempo que el broncero repique de Porta Coeli rasgaba el aire entre ambos.

“Viejo presumido, tragavirotes. Yo sé que su haber no tiene nada de digno. Menuda Providencia la suya que le sirve desde la cuna”, se dijo a sí mismo Treviño.

***

Una figura en particular monopolizaba la fe de Fermín Andueza, un Cristo tallado en fina roca amarfilada, no había mañana en que no acudiera el fervoroso hombre a hincarse a los pies del crucifijo. Con un pequeño libro de horas entre manos, Fermín confesaba al hijo de Dios sus faltas y pedía perdones para él y su prole, le hablaba al Cristo acerca de la común condición de humanidad, le revelaba los anhelos de su corazón, los miedos de su alma y le describía las estribaciones de sus pensamientos, agradecía la generosidad con que el Cielo le revestía cada día y se declaraba siervo y vasallo de los designios de la santa efigie.

Fermín sellaba su comunión con lo divino mediante un beso a los pies del Cristo. En reverencia frente al altar de corte plateresco, el devoto comerciante se inclinaba, besaba y recitaba unas palabras solo por él y Dios conocidas.

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A oídas y mediante mutiladas referencias, dio Treviño con la vecindad aludida, bien clavada en Santa María Cuepopan, barrio indio situado al norte de la Plaza Mayor. Al amparo de una larga capa que revelaba apenas un par de ojos rapaces y celosos, el viejo se abrió paso entre jacales de muros desnutridos, débiles cercas de juncos y pencas de magueyes entretejidos y arrabales por tramos tan hondos que casi le abducen entero.

Surcó el hombre el vientre de aquella república de indios hasta que el laberinto le derivó hacia un patio común. A un lado del cuezcómatl, donde los indígenas suelen almacenar el maíz, Treviño notó el grácil efluvio de una pipa de tabaco que acumulábase, como negros nubarrones de lluvia pronta, frente a la ominosa figura de un indio de apariencia espectral y acuclillado, casi a ras del piso.

Sin que el envidioso hombre fuera capaz de distinguir en pleno los contornos de la figura yaciente tras el ahumado velo, una voz áspera y gutural emergió de entre la humareda para impactarse con fuerza en el tórax de Treviño, marcando en ello un alto a su temerosa marcha.

—¿Por qué no hacerlo con tus propias manos?— interrogó el indio de ojos nublados en sal.

Treviño dio un salto hacia atrás apenas notó el tremor que le generaba la grave voz, trató de moverse hacia los costados en un intento por evadir la increíble agudeza sensorial del hombre y divisar algún posible parapeto donde guarecerse o, en su defecto, un pasadizo a través del cual escurrirse de vuelta a los bordes del barrio, pero el indio le seguía con la mirada blanca, fría y, contra toda lógica, penetrante.

—¿Hacer qué? ¿A qué se refiere?— respondió tratando de ocultar el terror que se ceñía a cada palabra proferida.

El indio se incorporó lentamente y, con oscos pasos, abandonó el cobijo y la protección del humo hasta colocarse frente a Treviño, quien en un intento por obligar al reputado brujo a desviar la atención preguntó:

—¿Es usted el teopixqui?— preguntó, dando al tiempo un par de pasos hacia atrás.

Al escuchar el término, el indio exhaló un vaho mezcla de alivio y resignación, como si el examen que acabase de realizar en torno de Treviño le confirmase lo anticipado, lo obvio.

—Los doctores de tu Iglesia aseguran que quienes buscan lo que tú mantienen tan solo… ánimos desordenados, que no aman los actos pecaminosos, sino aquello que obtienen a cambio. Se empeñan en creer que la maldad es caos y no sustancia, una fuerza externa que nada tiene que ver con la naturaleza de lo humano ¿Cómo podría? Si fueron hechos a semejanza de su Dios. Para ustedes, el albedrío existe solamente cuando no daña su pobre moral…— el teopixqui caló hondo de la pipa en mano y agregó tras soltar una densa humareda:

—Ahora te pregunto ¿Por qué no hacerlo con tus propias manos y en ello gozar el acto? Los hombres obramos en virtud de nuestros deseos, peleamos por ello. Sabes lo que quieres hacer.

—No sé cómo hacerlo, no me atrevo— cedió Treviño. —Creí que usted podría facilitarme un… método alternativo, algo discreto.

—Uno que te evite las consecuencias y te regale solo los beneficios— sentenció el indio.

— Y que, quizá, me permita ver de lejos el proceso, sin que...

— Sin que te aprehendan—, completó el sacerdote indígena.

— Ustedes no creen que su Dios sea capaz de hacer lo que les han enseñado que es el mal, así que te volteas hacia los ídolos de roca que tu estirpe pisoteó. No te aflijas mi envidioso amigo, que ellos quitarán a tu rival de en medio — vaticinó.

El enjuto teopixqui volvió grupas hacia la nube negra que abandonara instantes atrás y se internó en ella hasta que le abrazó por completo, arracándole de la vista del viejo Treviño, que seguía temblando tras el sórdido encuentro.

Cuando el remanente de la combustión se hubo dispersado y la visión del ahora diablesco asociado se recompuso, notó sobre el suelo un frasco pequeño, vítreo custodio de un líquido de apariencia ponzoñosa y que agrupaba en su composición todo matiz posible del azul.

Apenas se espabiló y recuperó el control sobre su tren inferior, Treviño se apresuró a tomar el frasquito y descubrió, sobre el canto de este, una leyenda que rezaba: Alkahest.

***

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Aún se encontraba Treviño frente a la interrogante de cómo suministrar el veneno, pensó primero en invitar a Fermín a acompañarle en un brindis de falsa paz, podría entonces verter la ponzoña en el trago del empresario y justificar más tarde el ulterior malestar del hombre en un exceso de alipús. “Poco conveniente”, recapacitó, todos a los que los alguaciles preguntaran coincidirían en que fue él la última persona en ver a Fermín con vida, además de que la reputación de cuasi abstemio del tipo era bien conocida entre la vecindad, por no hablar de lo famosa que era la rivalidad entre ambos. “Hmmmm, sería cómo señalarme de una vez”, pensó.

Otra de las opciones sopesadas fue untar el veneno en los pies del santo al que Fermín adoraba y solía besar, podría escurrirse en Porta Coeli a temprana hora, anticiparse al repique del campanario y esparcir la mortal espesura en la efigie, así, cuando el desafortunado devoto llegara y terminase sus oraciones, finalizaría el rito acostumbrado con un beso de muerte. Este era un buen plan, solo había un detalle, en los casi treinta años en los que Treviño había manejado su local en tabaqueros nunca se le había visto entrar al templo, no pasaría desapercibida su presencia en el recinto y, de suscitarse esta el mismo día en que Fermín muriera “misteriosamente”, eso sin duda le reportaría atenciones y visitas no deseadas.

Entre más y más tiempo pasaba, el viejo más dificultad encontraba para conjurar un plan que no atrayera ni un ápice de sospecha hacia él.

Horas y horas de oscuro insomnio dedicó a la cuestión, había muchos factores que considerar. No sabía, por ejemplo, cuánto demoraría el brebaje en hacer su trabajo, no conocía su composición, de la cantidad necesaria no tenía idea ¡Cosa que ver! No podía ni prever de qué efectos se trataba…

Finalmente, casi al alba, recordó otro de los hábitos de Fermín Andueza, uno que podría servir a sus asesinos menesteres: Todos los días, tras orar en Porta Coeli, el piadoso empresario era levantado por un carruaje en el que siempre le aguardaba ya una taza de la espesa y especiada bebida fruto del cacao de Guayaquil, un chocolate elaborado en el Convento de San Diego, monasterio franciscano al que solía donar copiosas cantidades del precioso grano que el también comerciante embarcaba desde el Virreinato del Perú hasta la bahía de Acapulco, la alta demanda y bajo precio de esta variedad, combinados con su amargo retrogusto, le convertían en ideal para su mezcla con azúcar y leche, constituyendo un delicioso brebaje hiperconsumido por los indios y el resto de la mediana esfera, en contraposición con las bebidas chocolatosas derivadas del grano de Tabasco e incluso el de Maracaibo y Caracas, mayormente consumidos entre la cumbre. Sea como fuere, el convento enviaba a algún niño a encontrarse con el cochero de Fermín para entregarle la bebida y derivarla luego a su patrón, era esta la única comisión que el empresario cobraba al recinto como retribución por el grano. “Si logro interceptar a ese infante y convencerle, o bien, obligarle a verter la sustancia en la mezcla de los monjes, Fermín lo beberá”, pensó Treviño.

Sueño de muerte

Obtenido el medio y fraguado el plan, Treviño se dispone a causar una terrible enfermedad en Fermín Andueza

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Muy temprano, sin falla ni demora, notó Treviño la apacible figura de Fermín al otro lado de tabaqueros, cual barcaza sobre el río Estigia, rasgaba confiado la delicada neblina matinal, fruto de la interacción entre el viento cálido de verano y el agua fría en las acequias de la ciudad. Surcó el callejón hasta pasar, como siempre, frente al local de Treviño. Sin embargo, en esta ocasión, no se pronunció saludo ni comentario alguno, ambos viejos cruzaron miradas y se limitaron a romper con tan incómoda interacción con una breve reverencia cada uno… “Dentro de poco, este rufián yacerá bajo tierra”, pensó el envidioso.

Poco tiempo pasó luego de que Fermín hubiera entrado a Porta Coeli cuando por la vía se escucharon los cascos de al menos un par de caballos, relinchos y el traqueteo de un pesado carro, se trataba del cochero del empresario. El carruaje estacionó justo al frente del templo, sobre Capuchinas. “Ese niño ya no debe tardar”, dijo para sí Treviño, pensado ya en colocarse en una posición tal que le permitiese interceptar al mensajero con la carga de chocolate. De modo que el remedo de homicida cruzó la calle desde su local y anticipó que podría encararse con el enviado en la esquina que formaba la traza con la Plaza del Volador. Debió aguardar cerca de un cuarto de hora hasta que al fin divisó al infante, alzó la solapa de su capa para cubrirse al menos parcialmente el rostro y abordó al crío antes de que este doblara por el vértice.

—¡Oye niño! Para, que debo importunarte— llamó la atención, logrando en ello que el pequeño frenara su marcha, aunque con cautela…

— ¿Señor? ¿Es a mí a quien se dirige?— respondió el chiquillo, deseoso por continuar con su camino.

—Sí, sí a ti. Ven acá acércate un poco — le ordenó el viejo. —Requiero que me hagas un favor…

—Discúlpeme buen señor, pero justo ahora estoy de encargo. Si me excusa…

—¡Nada de eso!— le interrumpió el anciano casi abandonando la compostura, pero controlándose al instante.

—Que no te tomará nada. Verás, he dejado caer por descuido al menos dos reales de plata tras la rejilla de esta acequia. Si eres capaz de hallarlos, te quedas con uno, ¿Qué te parece, eh?

—¿¡Reales de plata señor!? ¿Pero cómo pudo usted ser tan descuidado?— preguntó el niño con imprudente y soez acento. —Discúlpeme, buen señor — corrigió de inmediato.

—Entonces, ¿me ayudarías?— insistió Treviño.

El niño se arrimó escasos centímetros hacia la derecha y se alzó tímidamente de puntillas, en un intento por ver sobre el hombro del viejo y dar alcance con la vista al carro que aguardaba por Fermín, justo frente al templo. Tras un breve cálculo, el chiquillo estimó que estaría aún en tiempo de socorrer al anciano. —Me quedo con uno ¿Cierto?

— ¡Claro! Toda labor merece un pago—, aseguró Treviño.

— Pero déjame ayudarte con ese vaso que llevas, yo me encargo de cuidarlo mientras hurgas allí debajo.

Tomó el recipiente, esperó a que el niño hubiera retirado la rejilla sobre la canaleta y entrado en la acequia, para deslizar fuera de su cinto el pequeño frasco repleto de veneno y, observando rápidamente el entorno inmediato a la escena, en un intento por confirmar que nadie prestara atención a la audaz operación, comenzó a verter la ponzoña en la humeante y cálida bebida. No estando seguro de qué cantidad utilizar y dejándose llevar por el apuro de no ser visto, dejó caer toda la sustancia en medio de un inusual trance, uno que le infundía un calor inaudito de adrenalina, casi flamígero, un ardor que le consumía al tiempo que luchaba por no racionalizar lo que estaba haciendo, pero el viejo se descubría a sí mismo asesinando a un hombre, quebrando la máxima entre los comandos de Dios. No le importó.

—No consigo ver nada señor— dio parte el niño apenas hubo incorporado la última gota de veneno en el ahora letal brebaje y guardado el frasco de nuevo entre sus ropas. La vocecilla le devolvió en plano.—¡Ah, pero qué tonto!— alzó la voz mientras extraía un pequeño monedero del interior de su capa —No he perdido nada, pequeño. Tan sólo había olvidado dónde guardé mi saquillo— concluyó, para rematar con una risotada. “Lo conseguí”, pensó.

El escuálido niño emergió molesto de la anegada canaleta, se levantó y estiró la mano en ademán pedigüeño, pero exigente.

—Mi pago, señor— articuló fríamente.

—¿No estás escuchando mocoso? No he dejado caer los reales, tan solo olvidé dónde los he guardado— explicó condescendiente el hombre. —Hazte un favor y no te pierdas en la semántica, ya lárgate.

—Toda labor merece un pago ¿No?— adujo el niño con sarcasmo y desprecio. Luego se incorporó y tomó de manos de Treviño el recipiente con chocolate. —¡Viejo vivián!— bramó finalmente.

Treviño observó ansioso cómo el niño corría al encuentro del cochero aparcado frente a Porta Coeli, entregó el recipiente al chofer y se esfumó sin mediar palabra alguna más allá de un cortés saludo. “Excelente”, se dijo el homicida.

Debió pasar quizá una veintena de minutos hasta que Fermín salió del templo, el afable cochero le aguardaba ya con la taza, enseguida, el devoto empresario la sostuvo con ambas manos y despareció al interior de la cabina. Mientras el carro enfilaba hacia la esquina en la que Treviño se escondía, éste corrió para ponerse a cubierto tras una jardinera cercana y, desde allí, observó a Fermín al interior del carro, conforme se alejaba y pasaba de largo, la pobre víctima propinó un gran trago al brebaje, lamiéndose luego los labios con total embeleso.

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***

Yacía el hombre casi inmóvil por la fatiga sobre un breve y acolchado claro, la húmeda hierba de sotomonte le producía violentos espasmos, efectos de un choque térmico que amenazaba con extirparle el alma de un jalón, pero don Fermín se esforzaba en mantenerse lúcido, resuelto en no abandonar la condición terrenal.

Escuchó un débil crujido, como aquel que produce el viento al rozar las copas de los árboles o parecido al que provoca en las embarcaciones el delicado arrullo de las mareas, pero el sonido comenzó a crecer, lo que sea que lo provocase se acercaba a él desde la espesura del bosque, la vibración en la tierra le avisaba que aquella maldad se aproximaba reptando. Fue entonces cuando divisó, aterrado, un par de ojos que le observaban desde el límite del claro, vis a vis, dos esferas rojas e inmóviles, como si se tratara de un par de hogueras en mitad de la noche. Terribles eran las visiones con que la fiebre atormentaba a Fermín.

Justo al borde de la oscuridad, auspiciada por la capa vegetal del lindero, la ignota bestia comenzó a sesear y los breves haces de luz que, hasta entonces asemejaban un par de ojos agudos, se alargaban hacia los extremos del ahora obviado rostro, una lengua bífida asomó finalmente, provocando en Fermín un pánico espeluznante, aquello debía ser el demonio, la maldad que le acechaba en plena noche de sudores e infernales pesadillas. La tribulación misma.

—¡¿Qué esperas demonio?!— bramó en cólera. El viejo temía por el dolor que sufriría, pero combatiría hasta el fin. — ¡Sal! Muéstrate, bestia infernal— gritaba el pobre hombre desde el lecho herbáceo.

El seseo se detuvo de golpe y brotó una ominosa y profunda voz de entre la negra mata:

—Un alma ha sido prometida, un alma he de reclamar en este claro, en esta noche — sentenció la criatura, para luego emerger despedida como dardo hacia el cuello de Fermín.

En duelo se batió el anciano con la colosal y serpentina criatura. Empleando cada hebra muscular sobrecargada en adrenalina y cortisol, contuvo al diabólico animal sosteniendo su pesado y tubular cuello con nada más que dos frágiles y avejentadas manos. El demonio pretendió entonces constreñirle, enroscándose en su humanidad para luego apretar fuertemente, el viejo sentía su vigor esfumarse mientras la víbora le estrujaba la cadera y el tórax, el aire en los pulmones se le escapaba sin posibilidad de llenar el vacío, su corazón se declaraba incapaz de hacer llegar sangre a las extremidades y, en sus ojos, una profunda y abisal oscuridad ganaba terreno al pálido azul que ocupara el iris. La ponzoñosa criatura desenvainó un par de colmillos huecos y reptó el tramo faltante hasta alcanzar una palpitante carótida en el blando cuello del condenado, presta a transfundir sin demora su mortal contenido.

Al cielo rogaba por asilo final el devoto caballero, cuando sitió el esternón arder y eclosionar, dejando en ello escapar un intenso haz de luz que obligó a la serpiente a desasirse y retroceder.

En la breve pausa que se gestó entre ambos combatientes, Fermín recibió vívidos influjos venidos de la nada, como si le inyectaran vida; en un intento por evitar al viejo recomponerse, la demónica víbora se abalanzó de nuevo para ser contenida por un ahora vigoroso anciano.

Con tan solo una mano, atrapó la cabeza de la serpiente, sosteniéndole con firmeza por el maxilar superior y emparejando luego el esfuerzo conectando la mano libre al inferior, el diablo comenzaba a enroscársele de nueva cuenta cuando el antes débil hombre asestó una honda mordida a la base de la cabeza del animal, arrancando en el acto fibrosos trozos de carne, exponiendo nervios y rasgando vasos, profusa era la riada sangrienta que escapaba a chorros de la víbora a medida que Fermín replicaba su ataque y mordía con brutalidad todo aquello que aun uniera cuerpo con testa, hasta decapitar finalmente a la bestia.

El claro mudó de verde a rojo carmín y el viento, saturado con ferroso aroma a sangre, circuló en torno al anciano cual gélido torbellino. Finalmente, pudo salir del limbo onírico propio de la hipertermia.

Habiéndose salvado momentáneamente de la guadaña, don Fermín se levantó como pudo de la cama, impregnado aún en los terribles sudores de la modorra, se envolvió en un zarape y bajó peligrosamente aturdido por las escaleras de su palacete, directo hacia el pesado portón que le separaba de la casi nívea madrugada.

Corrió, navegó, casi se arrastró por las calles adoquinadas del corazón novohispano el enfebrecido y moribundo anciano, hasta el eje de su mundo, Porta Coeli.

El no muerto

La fe no apuesta a lo eterno, sino a lo imposible

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—¡Abran, abran la puerta para que muera en suelo consagrado!— rogó el hombre mientras golpeaba el pesado madero.

El escándalo sacó de sus ensoñaciones a los vecinos, una a una las ventanas se encendían y rostros curiosos brotaban de entre los marcos, como frutos maduros de la aciaga noche. Entonces, el párroco abrió la puerta, cayendo Fermín al interior del templo, moribundo, ya casi sin aliento. El clérigo sostuvo al hombre en su regazo mientras trataba de dilucidar de qué se trataba la emergencia.

—¡Don Fermín! Qué ha pasado? ¿Qué le ha ocurrido?— preguntó anegado en angustia el religioso.

—¡Manda traer un médico!— ordenó al primer curioso que arribó a la escena.

Una pequeña multitud de morbosos, preocupados y aterrados comenzaba a congregarse frente a Porta Coeli cuando Fermín rogó al párroco que le ayudara a ponerse en pie.

—Lléveme ante él— le solicitó el enfermo en agonía.

—¿Quién es él? No te entiendo Fermín...— pedía más detalles el padre.

—Cristo… lléveme con Cristo— pronunció apenas audible.

El párroco tomó el brazo de Fermín y lo pasó sobre sus hombros para luego rodearle la cintura, de un solo impulso logró ponerse en pie y con él al enfermo, algunos de los feligreses y vecinos pretendieron asistir al padre, pero el religioso les ordenó mantenerse lejos y cubrir sus narices ante el temor de que aquello fuera la peste.

Algunas calles hacia el sur de Porta Coeli, el enviado a buscar al médico corría con desesperación a media vía en dirección al solar del galeno, misma ruta en la que se hallaba el domicilio de Treviño. Al pasar el mozo delante de la fachada del envidioso asesino, éste le escuchó jadear y trastabillar a causa de la carrera, así que salió presa de la curiosidad y preguntó al joven corredor mientras pasaba de largo:

—¡¿A dónde te diriges mozo?! ¡¿Cuál es la emergencia?!

—¡Don Fermín Andueza ha caído enfermo! ¡Debo hallar al médico o el párroco dará extrema unción! — vociferó el mensajero mientras se alejaba.

Treviño no daba crédito, “funcionó, en serio funcionó”, pensó. Con un nudo en la garganta y portando el estómago encogido a fuerza de sorpresa y emoción, enfiló con rumbo al templo para ser testigo de aquello que consideraba un acto de justicia debidamente administrada.

Al llegar a Porta Coeli el viejo observó a su víctima sostenerse apenas en brazos del clérigo, y arrastrar un pie tras otro hasta colocarse de frente al blanquecino Cristo. Enseguida, el envenenado hombre se hincó y, como pudo, recitó el salmo sexto.

Había llegado el médico para entonces, no obstante, fue inmediatamente retenido por la vanguardia de la multitud, justo a un lado de Treviño. Entre el gentío, matasanos y asesino observaron a Fermín en oración, poco a poco, el hombre en el lecho de Cristo perdía color, la piel se le estampaba en los huesos y en cada palabra pronunciada el alma le abandonaba. La vecindad le vio sellar sus rezos con el rito acostumbrado, un beso, uno de muerte y devoción eterna, de aceptación, dado con la confianza de ser bien recibido en el Edén. Murió Fermín cerca del alba.

***

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—Encárgate de fregar bien ahí— ordenó el párroco a uno de sus monaguillos. —Don Fermín podría haber perecido de algún mal contagioso, debemos asear bien— agregó, mientras apuntaba hacia la sección de piso en la que el viejo exhalara por última vez.

Fregaba el niño con ahínco cuando alzó la vista hacia el crucifijo y notó una mancha particular, justo en los empeines de la figura, creyó al principio que se trataba de alguna secreción dejada en el sitio por Fermín en su agonía, de modo que sumergió el zacate con que limpiaba bien hondo en el cubo de agua y talló con cuidado la fina efigie, pero la mancha no cedía. Pensó en tomar una espátula y raspar, para ver si así conseguía levantar la aparente plasta, pero temió entonces arruinar la delicada tez del Cristo y temió más por la reprimenda que vendría. Decidió avisar al clérigo.

—Padre, algo pasa con el Cristo en el altar, al que don Fermín se rindió— explicó el chico al tocar la puerta que separaba la sacristía de los aposentos del párroco.

—¿Qué pasa niño? ¿No has notado que fue una noche pesada? Quiero descansar...— Increpó desde el interior de la habitación.

—Pero padre, hay una pequeña suciedad que no consigo sacar...— insistió el niño.

La puerta se abrió de golpe y expulsó al párroco con evidente molestia en el rostro.

—¡Trae acá! Cómo no va a salir, escuincle malhecho— dijo, tras arrancar de manos del infante cubeta y zacate.

Le pisaba los talones al padre el regañado monaguillo de camino al altar cuando el párroco paró en seco al filo de la estancia. —¿¡Pero qué es eso!? ¿¡De dónde ha salido!?— bramó escandalizado. —¿¡Qué hiciste mocoso!? Dijiste “pequeña suciedad”. El niño se apartó de las espaldas del padre, luego de que en su brusco freno se estampase contra él, y observó que la antes diminuta mancha se había extendido ya, engullendo al Cristo en un negro profundo que le consumía hasta las clavículas y parecía extenderse con la misma lentitud con que se oculta el sol, la figura despedía al mismo tiempo un fétido aroma que pretendía imponerse al emanado de las cientos de flores que coronaban el altar, era como si luz y oscuridad luchasen por ganar el microcosmos del templo. Hombre y niño observaban atónitos cómo el ónix ganaba terreno al mármol en la piel de Cristo, cuando el acólito encargado de resguardar la entrada al ábside del templo atravesó corriendo el presbiterio afirmando que las gavetas dispuestas en tal área de la iglesia, con la finalidad de resguardar los cuerpos de los feligreses recién fallecidos y a la espera de sus familiares, habían comenzado a sacudirse de forma estrepitosa, como si de un terremoto de tratase. El padre, incapaz de ocultar el pánico que para entonces ya le gobernaba le espetó con furia y hartazgo entremezclado con miedo: —¡Esas gavetas están vacías hombre, por favor! No hay nada ahí excepto por… ¡Don Fermín!— concluyó aterrado. —Regresa allá atrás y asegúrate de trabar bien esa puerta— ordenó el clérigo. Pero el joven acólito se rehusó a volver solo, de modo que todos, padre, monaguillo y acólito, andaron temerosos hacia el ábside, dando la espalda al Cristo, ya para entonces conquistado por la negrura. Una vez dentro, el trío de valientes presenció una escena bien encuadrada en lo preternatural, cada cajón temblaba violentamente, los objetos y utensilios dispuestos sobre mesas y repisas volaban por la habitación, libros salían despedidos desde su nicho en los estantes y el candelabro, anclado y pendiente del techo, se mecía como embestido por los vientos monzónicos de Manila.

Todo en aquel cuarto vibraba y se sacudía con tal intensidad que parecía que el lugar entero implosionaría de un momento a otro, pero todo se detuvo tan súbitamente como comenzó, excepto por el cajón que contenía los restos de don Fermín que, aunque menguó en algo la fuerza con que lo hacía, no dejaba de sacudirse.

El párroco se inclinó para levantar del piso un ejemplar de la Vulgata de San Jerónimo, lo hojeó hasta ubicar entre sus páginas el salmo 91 y caminó lentamente, entre agitados temblores, hacia la gaveta en cuestión, al tiempo que ordenaba al niño y al mozo acólito permanecer detrás de él.

—Quédense atrás ¡Niño, alcánzame el crucifijo que pende a un lado de la puerta!

Crucifijo y biblia en mano, el clérigo avanzaba con cautela. —Non timebis a timore nocturno, a sagitta volante in die a peste in tenebris ambulante, a ruina et daemonio meridiano… “No tendrás temor del terror de la noche, de la saeta que vuela de día, de la peste que anda en oscuridad, de la ruina y del demonio del mediodía”, recitaba el párroco en un volumen cada vez más alto a medida que se aproximaba al cajón hasta que, a escasos cincuenta centímetros, todo movimiento se detuvo. El religioso colocó la cruz entre las páginas de las escrituras para liberar con ello una tiritante mano derecha y, extendiéndola luego en dirección a la manija, tiró de la gaveta.

Como si hubiera estado reposando sobre un lecho de resortes, el torso del no muerto don Fermín emergió bruscamente de su nicho y anunció entre gritos ensordecedores que había vuelto a la vida de forma milagrosa, el clérigo echó para atrás totalmente estupefacto mientras, jadeando y con evidente dificultad para llenar de aire los pulmones, el viejo resucitado se dejó caer fuera del cajón, se precipitó de bruces al suelo y levantose luego muy lentamente de cara a la tercia de testigos.

—¡Es esto un milagro!— proclamó al instante el sacerdote para dejarse caer de rodillas frente a don Fermín. —Oren, oren hijos míos porque la figura de Cristo resucitado ha salvado a su siervo, el piadoso señor Fermín Andueza.

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Penitente

Las acciones de Treviño atrajeron a la bajeza del mundo espiritual, con carne habría de pagar por un salvoconducto

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Lo que sucedió a Ismael Treviño luego de que el Cristo Negro convirtiera en Lázaro a don Fermín no está del todo claro, la versión más extendida explica que tras la noticia de la resurrección, que conmocionó barrios y cantones, Porta Coeli se llenó de feligreses y peregrinos, el templo se hinchó en donaciones a medida que las garitas de la ciudad hervían en gente que buscaba abrirse camino hasta el recinto sagrado para rezar ante el Señor del Veneno.

Todos, excepto Treviño, acudían sin demora a constatar lo acontecido, la prole ansiaba admirar la renovada efigie, afamado y sacro crisol que había absorbido la ponzoña del cuerpo de Fermín Andueza luego de que éste, en agonía, besara su tez.

La actitud del frustrado asesino frente al milagro sucedido a su vecino no pasó desapercibida, el viejo cerró su local en Tabaqueros en cuanto supo de la vuelta a la vida de aquella elusiva víctima y se recluyó en su solar sin que se le viera asomar ni un dedo en semanas, de no haber sido porque sus aposentos se notaban iluminados toda la noche, la gente hubiera creído que la casa estaba vacía; lo único seguro, decían, es que el viejo no pegaba ojo, evitaba quedarse a solas con la oscuridad. Cuando Porta Coeli celebró un servicio para agradecer por la resurrección y en aras del reconocimiento de su nuevo Cristo, la ausencia de Treviño encendió las alarmas y la sospecha se cernió sobre él, era evidente para todos en la congregación que algo escondía.

Las indagatorias fueron emprendidas una vez que la relatoría de los hechos, por los testigos declamada, sugirió que la causa de la primera muerte de don Fermín Andueza apuntaba a un envenenamiento, del que fuera salvado por la Providencia, claro está; se esbozó que, aunque el no muerto si tenía enemigos, ninguno fue jamás tan evidente y osado en sus declaraciones como don Ismael Treviño, de modo que se le colocó en el proscenio de esta puesta en escena.

Muy temprano al día siguiente, alguien esparció el rumor de que se había visto a algunos oficiales del Ayuntamiento hurgar en los contenedores de basura correspondientes a la casa de Treviño, según se confirmó más tarde, entre las bagatelas y fruslerías que cabría encontrar en los desechos, los agentes habrían dado con el frasco extendido al asesino por parte de aquel brujo indígena afincado en Cuepopan.

Cuando el Lázaro se hubo recuperado y narrase luego a los oficiales los suplicios atravesados, incluyendo las demónicas visiones a las que le sometiese la fiebre y el delirio, el Ayuntamiento decidió compartir las pesquisas con el Santo Oficio y derivar a su sede en La Perpetua el frasquito de evidencia marcado con la leyenda Alkahest. Los familiares de la Inquisición, naturalmente involucrados dadas las implicaciones metafísicas del caso, no tardaron en encontrar referencias a la sustancia en la vasta biblioteca del Tribunal, nutrida en gran medida por las actividades censoras del organismo. Resultó ser que a Fermín Andueza le fue suministrado un complejo brebaje conocido en los círculos alquímicos como Alcaesto -castellanización de Alkahest-, que funciona como una suerte de disolvente universal capaz de degradar todo a su paso, pero concentrando su acción, vía conjuros de malsana y antigua procedencia, en los componentes básicos del material o tejido enfrentado a su poder, es decir, sin dañar la apariencia externa de éste. Una obra maestra de los faquires alquimistas de oriente.

Fue así como Juan Bautista Martínez, abogado de la Real Audiencia de la Nueva España, juez provisor oficial y vicario general del Tribunal del Santo Oficio, comandó la aprehensión de D. Ismael Treviño bajo los cargos de hechicería, comisión de actividades heréticas con el objetivo de dar muerte y consulta de textos prohibidos.

La leyenda cuenta que cerca del alba, de aquel día en que un piquete de alguaciles y otros funcionarios del Tribunal emergieran de La Perpetua con la intensión de detenerle en su casa, el malhechor fue avisado de la partida que venía hacia él por alguna entidad de astral desconocido que, dándole alcance fuera de toda tea y lumbrera sobre los pasillos colgada, le susurró:

—Ya vienen por ti, anciano.

Al escuchar tan nítido y desencarnado mensaje, el viejo se erizó y pegó un brinco digno del más hábil felino, la impresión le hizo precipitarse luego hasta el piso y, encuclillado en una de las frías esquinas de su palacete, sin poder distinguir nada entre la más densa oscuridad que haya visto jamás, preguntó:

—¿¡Quién eres!? ¿¡Quién viene!? Yo no hice nada…

—He visto lo que harán contigo, he estado en esa sala. Los sufrimientos que te esperan…

—Pero yo, no he…

—¡ASESINASTE A UN HOMBRE!— vociferó la entidad al tiempo que cimbró el edificio entero, agrietando los muros y quebrando todo cristal a su paso. —Ahora, los inquisidores vendrán y en poco tiempo yacerás encadenado en lúgubre mazmorra hasta que el más cruel y sádico te visite para extraer la verdad una uña a la vez, te arrancarán secciones enteras de piel y con hierro quemarán tu carne para evitar que la sangre te drene el alma y escapes a la tortura.

—No murió...— objetó Treviño entre sollozos y a moco tendido, aterrado ante el tormento que se avecinaba.

La oscuridad a través de la cual se extendía aquella voz parió entonces un masa antropomorfa aún más negra, una figura alta y delgada cuyo único rastro de familiaridad humana serían un par de comisuras labiales que desplegaban una tétrica y anormal sonrisa.

—Por suerte para ti me encuentro en condiciones de ofrecerte un trato, si decides entregar a mi ministerio los próximos mil años.

—¿Qué tendría que hacer?— interrogó el viejo en pánico y sin más opciones.

El ente se inclinó hasta encarar a Treviño a ras del piso y explicó sus condiciones.

—Llevarás mi sello mientras vagas cual galeón por todo el imperio, anunciarás de plagas y desastres con tu hedionda presencia, llevarás a huérfanos y desvalidos contigo, comerás de la ruina de todo aquel que se cruce en tu camino. Mientras padezcas hambre, no morirás, pero en ese milenario andar escaparás al juicio y no rendirás cuenta alguna a tu demiurgo. Lo que yo te ofrezco, mi suertudo amigo, es un escape a tus errores y pecados, una prórroga de mil años.

Treviño escuchaba aterrado la descripción del trato, pero más temía a la tortura, al rojo vivo del acero; aun si confesara ante los inquisidores no conseguiría evitar que le entregaran a sus máquinas de dolor, tratarían de sacarle la identidad del teopixqui que le entregó la ponzoña ¿Y cómo podría dar razón de un espectro? Nada de lo que dijera le salvaría, su única oportunidad era el demonio… Otra vez.

—Las velas están por extinguirse anciano— le arrastró de vuelta el Diablo, al tiempo que esbozaba una sonrisa. —Lo que sea que decidas, debe ser ahora.

La partida de inquisidores hallábase ya a las puertas de la casona, con las empuñaduras de sus sables golpeaban el tablado y escuchábase muy claramente el pesado juego de las cadenas con las que se disponían a apresarle. Así que el viejo aceptó.

—¡De acuerdo!— gritó el hombre. —Te serviré, pero no dejes que me lleven— rogó.

Al cerrar el pacto, la carne de Treviño se abrió en múltiples llagas, úlceras le brotaron de la espalda y la piel de su rostro se agrietó hasta caer en pedazos sobre el suelo, el hombre gritaba espantosamente a causa del dolor, las manos se le pudrían al tiempo que el olor a carne podrida se impregnaba en cada muro, mueble y tela de la casa. Ya no era más un hombre, sino un bodrio y remedo de lo que alguna vez fue, el demonio le envolvió en una sábana y le extrajo del solar de sus ancestros por vía de un armario.

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***

La Inquisición nunca dio con Treviño, la última información relevante que se obtuvo de aquella noche fue la que ubicó a dos figuras, una cabizbaja y otra delgada y “demasiado erguida”, atravesando el umbral de la garita de Santo Domingo. El intendente de la Aduana, un hombre tosco, ignorante y presumiblemente analfabeta, según refieren los registros del Tribunal, adujo que las siluetas abordaron un carruaje sumamente ornamentado, a la usanza barroca, negro mate, y de cuyo paso no quedó más que ceniza, no tierra o polvo, ceniza vidriosa y azufre, terrosas trazas amarillas que volaban a medida que el carro se internaba en el Camino Real de Tierra Adentro .

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