
Bien recibidas fueron las órdenes que llegaron al capitán Pedro Llop al mediodía del 10 de junio de 1820, “para hacer valer de inmediato”, leyó con emoción.
La misiva a él entregada en su despacho, de manos de un joven alférez, le comandaba a formar un piquete de tropa, “de al menos setenta hombres y dos cañones pedreros”, para conducirse a La Perpetua y tomar el edificio “por los medios necesarios”, dar libertad a los presos ahí recluidos y brindar seguridad al notario Negreiros para levantar las actas correspondientes a la acción que le es menester, dada su autoridad jurídica y secular.
Tras dar lectura a sus órdenes, el capitán, ilustrado y de corte liberal, salió al patio de maniobras del cuartel y llamó a filas al subteniente José María Camiñes, a quien instruyó:
—¡Forme usted a la tropa y hágase de dos piezas de grueso calibre! Que allá en la Metrópoli, al otro lado del océano, han tenido a bien reducir a cenizas al fin a ese maldito tribunal.
—¡Ya, mi capitán!— cantó el soldado, al tiempo que, a través del umbral de la guarnición, arribaba el notario D. José Ignacio de Negreiros y Soria, arrastrando los pies y llevando bajo el brazo un pesado legajo, machote cuya sola apariencia evocaba el hastío con que la burocracia imperial suele ahogar a sus lacayos.
—¿Ha oído ya su encomienda capitán?— preguntó el leguleyo de origen lusitano, tez apiñonada y anteojos sobre la aguileña nariz. —Según entiendo, se ha jurado en Europa la Constitución liberal del año 12, con lo que tocará a nosotros extinguir las facultades del Santo Oficio y remitir a sus jueces de vuelta a las cortes de Toledo. El capitán Llop se limitó a asentir con la cabeza. Luego, con satisfacción en el rostro y aire altanero, indicó al notario que, al partir el pelotón hacia la cárcel, él y su séquito de cagatintas deberían mantenerse a la retaguardia, pues si osaban los oficiales y familiares de La Perpetua hacer caso omiso a sus órdenes, no dudaría en dar bala y destruir el edificio. “¡A Dios ruego que así sea!”, bromeó el militar.

De modo que enfiló el piquete, atravesó la plaza de la Constitución, dobló por el Empedradillo, a un costado de la Catedral, y viró hacia Santo Domingo hasta detenerse frente a la ex aduana y garita del Camino Real de Tierra Adentro para, finalmente, apuntar los cañones directo al poroso, pero duro tezontle en la fachada de La Perpetua.
Acercóse el capitán al oscuro portón del Tribunal y, sin abandonar la negra montura a la que nombrara Umbra, sombra en latín, golpeó los maderos con la empuñadura de su sable.
—¡Abran, abran que los haré volar! El virrey manda clausurar; ¡Abran o en fuego los bañaré!— vociferó el enfurecido capitán, pero en la Casa Chata, como se llamó también al temido edificio inquisitorial, nada ni nadie se movió.
El silencio primaba sobre la plazuela, los vecinos, guardados en sus solares desde que a la tropa habían visto desfilar, observaban la escena desde las ventanas, azoteas y cornisas, los caballos relinchaban y el sol hacía brillar los petos metálicos en los estoicos coraceros de a caballo, cuando a Llop se le agotó la paciencia y llamó a elevar las fauces de los cañones.
—¡Apunten!—, bramó el subteniente Camiñes.
Enseguida, la tornillería en los pesados artilugios de bronce comenzó a chillar mientras la boca escupefuego atisbaba los muros y la puerta del Tribunal. Entonces, una vocecilla llamó a lo lejos:
—¡Escapan, los secretarios escapan!
Alertaba algún vecino a la tropa que algunos funcionarios del Santo Oficio se descolgaban de las almenas del recinto y corrían sobre la calle contigua en un intento por evadirse, así que, sin dilatar más la acción, el capitán mandó rafaguear.
Apenas se disipó el humo y la polvareda, el piquete cargó a balloneta contra el edificio hasta atravesar los restos astillados y ardientes del portón, encontrándose de bruces, sobre el patio interior, con una docena de familiares y trabajadores del tribunal.
—¡De rodillas, canallas! Los haré fusilar—, gritó Camiñes, para inmediatamente después dar parte de la toma a su capitán.
—¿Quién recibirá instrucciones en representación del Tribunal?— interrogó Llop al colectivo rendido.
En tanto, un hombre gordo y de mórbida motricidad, muerto de miedo, vistiendo una sotana negra y con bonete de igual color sobre la cabeza, se levantó para dirigirse al capitán. Se trataba del Inquisidor Secretario D. Casiano de Chavari y Ugalde, no pudo huir, pues padecía reuma y era de muy lento andar.
Chavari pretendió hablar con el capitán, pero antes de que el obeso inquisidor pudiera esbozar palabra alguna, Llop le mandó callar y oír del notario el decreto de extinción. Acto seguido, ordenó al inquisidor llevarle a él a otros cinco de su tropa, Camiñes y Negreiros incluidos, a las mazmorras, cárceles, calabozos y habitaciones donde hubiera presos y otros disolutos confinados.
Una a una los soldados fueron vaciando las celdas, lúgubres y hediondos huecos apenas iluminados y ventilados en los que cientos de miserables murieron y otros más pasaron décadas enterrados, cuando no se suicidaron. Poco a poco el notario y sus letrados levantaban registro de aquella gente, remedos de lo que alguna vez fueron, bodrios enfermos y esqueléticos que apenas recordaban su nombre y que al bañarse en la luz del sol lloraban aterrados, pues pensaron que al fin salían a morir en auto de fe. Horas tomó a la gente del notario convencerles de que estaban libres para ir con los suyos, si acaso les quedaba alguien en el mundo.

—¿Esta es la última celda?—, preguntó el capitán a don Casiano.
Era la mazmorra más pequeña y fría del complejo, la más alejada del resto y también la más profunda, de acuerdo con el corte subterráneo en los planos. De tan solo cinco varas cuadradas y sin claraboyas o tragaluces, ni un ápice de luz conseguía rasgar su espesa oscuridad.
—Sí, sí y está vacía…— entonó el inquisidor en talante dubitativo y con trazas de temor asido a cada palabra. —Ábrala—, le espetó Llop. Las pesadas bisagras crujieron como la risa endemoniada de una meiga gallega y los tablones herrados de la puerta rezongaron cual tambores de guerra, a medida que los soldados abrían la entrada a tan miserable socucho, la habitación exhaló en una fuerte corriente de aire hediondo, fétido y cargado de una humedad tal que fácilmente podría pudrir los pulmones de cualquiera allí dentro. Entre la penumbra, y apenas visible bajo los faroles con que la escuadra se armó, se dibujaba la encorvada silueta de un viejo atado a un cepo, el capitán se acercó hacia el anciano con barbas de profeta que le escurrían hasta el abdomen y ropas roídas como si de un náufrago en una isla se tratase, alumbró brevemente su rostro, notó la molestia con que la luz afligía los nublados ojos del preso y echó para atrás en ademán de sorpresa y horror.
Crueles las cárceles son, pero esta entre todas priva, por ser una imagen viva de las grutas de Plutón
—P. Soria

—¿¡Prelado Soria!?— lanzó Llop. —¿Qué está haciendo usted aquí? Lo creíamos muerto, nadie supo nada tras su enfermedad…
El anciano elevó la mirada, sus ojos migraban pendulares entre la cordura y el desvarío propio del hambre y la sed, la privación a la que fue sometido era total. Llop le hizo llevar afuera, no sin antes colocar un paño sobre su cabeza para que la luz no le hiriese, la tropa le proporcionó agua y un par de mordiscos de pan almendrado que algún familiar inquisitorial trajo de la cocina, poco, para que el prelado no devolviese. Tras recomponerse en algo y lavar su rostro en la jofaina del secretario Chavari, quien la proporcionó de mala gana, el prelado pidió remover la prenda que impedía su vista.
De frente al pelotón, el capitán preguntó el motivo de su presencia en tan horrendo lugar, pero antes siquiera de que el viejo pensara en responder, don Casiano vociferó:
—¡Es un hereje! ¡Sucio hereje cartesiano, descreído y traicionero maldito!
—¡Calla!— comandó Llop y mandó abofetear duramente al inquisidor, que debió recorrer el pasillo en busca de sus anteojos despedidos.
—Traté de reconciliar revelación con razón, como Maimónides en textos, antes de mí. Busqué ambas como formas complementarias de aprehender la realidad, no enfrentadas ni excluyentes entre sí— pronunció apenas audible y débilmente el preso, antes clérigo. —Cuando al fin hallé la prueba, y quise escribir mis hallazgos, el Tribunal nos apresó y trató de nublarme la mente con acónito y cumare, dijeron a todos que había enfermado y sucumbido más tarde a la hazinura— narró el hombre antes de volver al delirio y pasar al balbuceo de incoherencias… Los soldados le dejaron recargado en una de las esquinas, encuclillado y acunado en frío adoquín.
—¿De qué está hablando?— interrogó Llop al secretario Chavari, quien hacía gala ahora de un monóculo. —¿Cómo que “nos apresó”? ¿Quién estaba con él?
—Resulta, Capitán, que el prelado aquí, está demente, despersonalizado. De ahí que se refiera así mismo en dos, su miseria y él, en todo caso…
Pero, para Llop nada que saliese de la cloaca que D. Casiano tenía por boca, o de lo que con aquella lengua bífida de torturador pudiera esbozar, le merecía confianza, el celador del Santo Oficio estaba ocultando algo, una verdad que necesitaba conocer, algo aguardaba aún a ser develado en alguna oscura mazmorra. Y de un modo u otro, lo descubriría.
—¡Camiñes!
—¡Ya, mi capitán!— le alcanzó el subteniente
—Llene usted esa pileta y mande atar a este bribón— ordenó el mando al señalar hacia un cubo de talavera empotrado en el muro contiguo a las escaleras que les condujeron a la celda del prelado, una pequeña cisterna sobre la que se vaciaba un ducto, presumiblemente para recabar agua de lluvia, sin previo filtrado.
La tropa ató al secretario y le obligó a mirar hacia arriba halándole de los cabellos y a punta de zapes y bofetadas, don Casiano se resistía y contorsionaba en un intento por liberarse, osadía en la que incurrió por espacio de unos minutos, lo suficiente para que el pocito se llenase de agua, luego paró agotado dada la gruesa humanidad con que cargaba y que en ocasiones le privaba de aire, mezcla de por sí escasa en aquel antro de tormento.
Exhausto y jadeando comenzó entonces a suplicar, Llop se acercó al secretario por detrás, con un jarro de agua en la diestra y un paño húmedo y ennegrecido en la mano izquierda, colocó la tela sobre el regordete rostro del inquisidor y antes de verter el líquido sobre este interrogó calmadamente:
—Una vez más ¿de qué está hablando el prelado Soria?
Al no obtener respuesta, el capitán dejó caer todo el contenido del jarro sobre el secretario, empapando rápidamente el paño, la sensación de ahogamiento no tardó en invadir al inquisidor, comenzó a entrar en pánico y a sacudirse violentamente. Cuando el flujo de agua se interrumpió, el secretario tosía convulsamente y expulsaba grandes cantidades de agua con cada forzada exhalación, era una sensación por demás desagradable.
Llop se acercó nuevamente, aunque no sin antes dedicar una somera mirada al notario Negreiros, quien había permanecido callado en un rincón y observando de forma juiciosa el desarrollo de los acontecimientos. El burócrata no aprobaba los métodos del militar, y con ojos punitivos se lo hacía saber, pero “por los medios necesarios” podría quizás abarcar el maltratar un poco a don Casiano, “puedo disculparlo”, pensó en función del botín político que los dichos del inquisidor les procurasen a todos.
—Basta, por favor se lo ruego— imploró Chavari. —Es un loco, no sabe lo que dice. ¡Véalo! Hará todo en su poder para salir de esta, lleva años encerrado aquí…
—¿Y usted no lo haría?
—...qué ¿Qué cosa?
—Lo que sea para salir “de esta”— amplió el capitán. —¿No sería capaz de mentir para evadirse?
Sin esperar respuesta, Llop hizo un gesto con la mano extendida a sus soldados, quienes halaron de los cabellos a don Casiano una vez más, el mando militar extrajo más agua de la pileta y repitió la acción de tormento.
—¡Dígame ahora, qué es lo que oculta el Tribunal tras sus muros!— exigió.
El secretario debió tragarse el contenido entero de aquella jarra y luego devolver casi la mitad antes de poder contestar.
—Resulta— explicó entre toses y jadeos. —Que el prelado halló a un Serafín.
—¿Y ahora de qué me está hablando?— lanzó Llop al límite de la paciencia. —Me toma por tonto, me esta diciendo que el Tribunal mantiene cautivo a…
—Sí, a un ángel— completó Casiano ya medianamente recompuesto.
Llop tomó furioso el jarro y justo en el momento en que la tropa se disponía a abofetear al secretario para someterle, el alférez dejado a cargo del prelado, tumbado hasta hacía poco a un costado de la celda, echó a correr.
—¡El prelado, es el prelado! ¡Levantó y hulló mi capitán!— vociferó.
—¡Ande! Ande y vaya con él, le mostrará dónde se encuentra el alado— adujo Chavari.

El prelado Soria corrió por todo el complejo, con la tropa detrás sin poder darle alcance, hasta que al fin se detuvo frente a la sala de audiencias, como guiado por un agudísimo instinto, o como si una voz flotante y procelaria le diese direcciones. El clérigo empujó las pesadas puertas revestidas de un fino, pero arcaico barroco de talla filipina, entró y examinó el cuarto entero, como lo haría el más exquisito de los exégetas de la decoración. La sala contaba con bancas de madera arrimadas a los muros, los asientos, aterciopelados y coronados con ornamentos celestiales, se batían en duelo de artesanas bellezas con una gradería circular que nada pedía a las sillerías románicas de la catedral de Santiago. Al centro, se hallaba una mesa cuadrada, maciza y de peso cercano a media tonelada, muy seguramente provenía de un madero cuya data remitiría a los inicios de la casa Atahualpa; sobre ella, un delicado mantel del siempre impoluto y reservado púrpura de las élites y, finalmente, un enorme tintero de plata pálida con cuya negra sangre fue sellada la suerte de cientos en espacio de trescientos años.
Al fondo, un enorme retrato de Pedro Moya de Contreras, primer inquisidor general de la Nueva España y, según se afirmaba, inquilino fantasmal del edificio del Tribunal.

Luego de examinar en trance la habitación, el prelado andó, como títere halado por cuerdas, hasta colocarse de frente a la pintura, momento preciso en que arribaron a escena Llop, Negreiros y el subteniente Camiñes, quien arrastraba atado de manos al secretario Chavari. Inmediatamente, el capitán bramó a sus hombres detener al prelado y procurarle resguardo en los carruajes apostados afuera, debía evitar que el clérigo se ocasionara daño alguno, pues su testimonio sería de gran valor para juzgar en la Metrópoli a los hombres como Casiano y, en el plano mistérico, ansiaba interrogarle a solas con relación al celestial amigo que supuestamente había encontrado. Dos soldados se acercaron amistosamente a Soria para sujetarle de los brazos, el viejo se mostró dócil para luego, en un arrebato de lúcida osadía, tomar el sable al cinto de uno de los rasos y apuñalar sin reparo el cuadro sobre el muro, la fina hoja de la espada atravesó el lienzo desprendiéndole en fibras y decenas de tiras, mientras tropa y funcionarios observaban atónitos cómo, tras la figura de Moya de Contreras, yacía un espacio hueco sin testimonio en los planos y que al parecer se desdoblaba en forma de un tenebroso pasillo, de unos tres metros de largo, hasta una pequeña puerta a ras del piso, estrecha y a la vista sellada con yeso y plastas de pintura, visiblemente, todo fue colocado con prisas y hacía mucho tiempo.
Cuando el prelado hubo ahuecado lo suficiente el lienzo como para internarse en el pasadizo, la fuerza que había empleado para la acometida se le esfumó y cayó fulminado, los soldados le recogieron y pretendieron hacerle a un lado, pero Llop mandó a sostenerle en brazos y entrar en la puerta secreta con él, Negreiros y el secretario inquisidor Casiano Chavari .
Cuando la acción de merecer alcanza a los pecadores, el alma ha de extinguirse como el fuego en ausencia de oxígeno…

—No abran esa puerta, ¿la estrechez y la evidente premura en su cierre no les dice nada? Los magistrados resolvieron confinar a la criatura hasta no determinar su real procedencia, si es o no un ángel caído… — amordazado como estaba, don Casiano se las arregló para advertir sobre el peligro.
Pero la curiosidad de Llop era ya incontenible, además, el prelado parecía conocer bien al supuesto ente alado que estaría tras el boquete, seguramente, de emerger ante él con Soria a la vista el peligro se disiparía. Tras mandar a Camiñes permanecer en guardia a la entrada de la sala de audiencias, prelado, notario, capitán y secretario, a rastras, se adentraron en el oculto pasillo de entremuros.
Al menos una decena de patadas fueron necesarias para aflojar las plastas de yeso y pintura, algunos cortes con balloneta en los bordes del madero devolvieron el contorno a la portezuela y, finalmente, las ganzúas del exgañán del pelotón sirvieron para forzar la cerradura.
Uno a uno brotaron los cuatro hombres de la achicada trampilla, Chavari con apoyo de algunos empujones y tirones. El recinto debía medir cerca de doce varas de ancho por unas dieciséis de profundidad, la luz entraba en apenas una docena de ralos haces de luz filtrados por una estrecha claraboya cenital, la tonalidad de las paredes reflejaba la ya inconfundible presencia de moho y el aire aglutinaba una suerte de aroma floral enfrentado con brea y petróleo, quizá de los candelabros que alguna vez colgaron bajo las vigas de roble ennegrecido en el techo. Bien al fondo, un bulto sobresalía de entre la homogénea oscuridad, lo amorfo en su disposición adquiría sentido a medida que los ojos se acoplaban a la escasa luz, era una persona, algún miserable al que la Inquisición había confinado al castigo de los errajes y las cadenas. Hallábase la criatura rendida sobre sus rodillas, encorvada y con las manos sujetas a una estaca de metal bien fijada a la roca sobre el suelo de la celda, tenía la cara sobre el húmedo piso y vestía con un Sambenito de penitenciado.

El capitán Llop avanzó con cautela hasta colocarse frente al prisionero, anunciándose apenas cuando escasos treinta o cuarenta centímetros desdoblaban entre ambos, al oír las palabras del gendarme, la criatura emitió un profundo y gutural gesto de molestia, del mismo tono y retiemble que aquel que esgrime un pardo pirenaico luego de su letargo invernal, elevó lentamente la cabeza en una sinfonía de crujidos a medida que las vértebras en su espina se alineaban y en espacio de dos dilatados segundos los ojos del serafín se clavaron en el aceituno iris de Pedro Llop, en cuya voz solo atinó a preguntar: “¿Qué eres?”.
—Barro, pero no del mismo que tú— contestó el alado, para luego bajar la mirada de nueva cuenta, como si explicar aquello no mereciera la pena, pero no sin antes escudriñar la habitación y a sus nuevos huéspedes. —Vaya comitiva la que me has traído, no distinta de la que nos puso aquí— soltó.
—Hemos venido a liberar a todos en…
—¡Calla!— reprendió a Llop la criatura. —Que no te he hablado a ti.
—Me has guiado a tu sitio— dijo el prelado Soria en pleno goce de otra dosis de lucidez. —No puedo irme sin ti…
—No fui yo, mi padre les ha traído aquí para que yo decida.
—¿Para qué decidas qué?— interrumpió el capitán esta vez en un tono bajo y rebosante de auténtica duda.

El serafín miró de nuevo a todos en la lúgubre habitación, hosco público motivado por odios, temores, morbo o ambición, reviró sin embargo hacia el prelado y suspiró, tan solo por ese viejo ávido, pero humilde pedigüeño de conocimiento, que entre sus costumbres más tiernas ostentaba el mirar con embeleso la Divina Mecánica, seguiría defendiendo a la humanidad, como lo hiciera desde antes de que a aquel pueblo, entre el Jónico y el Egeo, regaló el fuego.
—Si os dejo vivir o si os doy muerte en este mismo sitio. En albedrío mi padre me ha concedido juzgar no solo a mi carcelero— dijo al dedicar una mirada al secretario, —sino a un alma que ha degenerado en bestia y que obra motivada por intereses hedonistas, corrupta hasta la médula y ahogada en favores irresueltos, y a un asesino confeso que creyó dejar atrás sus pecados, regados por toda la inmensa costa atlántica que le parió. ¿Qué papel ostenta cada uno?
Luego de enunciar aquello, el ente desdobló sus plumíferos y acromáticos costados, dos enormes alas llenaron el espacio contenido entre piso y tejado, el ancho de aquellas piezas de blanca sacralidad era descomunal, amplio abanico que asemejaba la gavia en los galeones españoles.
Ante la atónita y pavorosa mirada del develado trío de amorales, y de la maravillada expresión del prelado Soria, el serafín llevó sus manos hacia el frente y juntó las palmas en aquel antiguo mudra orante traído de oriente por Abraham y adoptado por la religión de Cristo, luego de insuflar algo de divino aliento en la cavidad entre ambas palmas, las separó dejando ver pequeñas y flamígeras lucecillas, como si el ángel sostuviese entre su tacto un cúmulo de ingrávidos astros, una constelación. Lux lucet in tenebris, murmuró.

—Solo la verdadera luminosidad sobrevive en la más densa oscuridad, solo la auténtica luz brillará. He aquí las vidas de quienes nos encontramos hoy aquí, las suyas, las de las huestes allá afuera y las almas de todos los familiares del Tribunal que aguardan sobre el patio, solo habrán de prevalecer las que sean verdadera luz— soltó el alado.
—Significa que…
—Que vamos a morir por cuanto nos es oscuro, decidirá castigarnos— interrumpió Negreiros a Llop con la funesta conclusión.
—Cuando el peso de los yerros finalmente vence la moral y doblega el albedrío, cuando la acción de merecer alcanza a los pecadores, el alma ha de extinguirse como el fuego en ausencia de oxígeno...— sentenció la criatura enclaustrada.
Poco a poco la oscuridad desbordó la mazmorra, el aire menguó de golpe y la atmósfera de por sí opresiva, se tornó pesada y reductora, los huéspedes del Serafín, con excepción del prelado Soria, comenzaron a verse agotados, la dificultad para respirar y captar aire imprimió pánico en los hombres, pronto, el capitán Llop, Negreiros y don Casiano Chavari sintieron, con los ojos inyectados en sangre y los labios pintados de azul cianótico, cómo el mareo, las náuseas y la visión borrosa les constreñía en un intento por arrancarles de este plano y arrastrarles a la negrura, el ritmo cardiaco aceleraba y podían sentir las sienes palpitar con el mismo estrépito de un volcán que esta a punto de estallar. La vida parecía esfumárseles como absorbida por un maelstrom de dolor y angustia.
El rato de agonía paró tan repentinamente como comenzó, los cuerpos de los tres hombres yacían sobre el duro suelo de basalto del calabozo, fríos y pálidos como si hubiesen trascurrido horas desde su muerte. No podía verse desde el exterior, pero el complejo entero de la Inquisición se había convertido en una gran morgue, soldados, trabajadores, familiares y funcionarios regados sin vida en cada pasillo y patio, a todos les había sido extinguida el alma en este ensayo de juicio final, cuyo alado hacedor se había despojado al fin de los grilletes y observaba con detenimiento al prelado, allí reducido cual niño asustado en la más oscura esquina de la cárcel.

De aquí en adelante, lo que sigue al relato es auténtica leyenda, un sismo acaeció al orden del día y entre la polvareda que el movimiento levantó, varias secciones interiores del complejo cayeron, las estoicas fachadas de La Perpetua no lo reflejaron así, pero en sus entrañas, océanos de roca se mezclaron con tripa y entraña, las cárceles sucumbieron al tremor de la tierra y hubo quien aseguró haber visto un halo de luz dispararse al cielo, como si hubiese sido expulsado de entre las grietas y el suelo como si este contuviese un amasijo de potente luminosidad ahora huidiza. Ni un pedazo de carne, de entre los cientos que fueron recuperados, fue lo suficientemente informativo como para poder identificar a involucrado alguno. En lo que a la historia concierne, el paradero de exacto de todos en el recinto fue asentado en actas como “incierto” .