
Hamlet se equivocó. El enigma de la vida no es ser o no ser. Es ser y no ser. Esa es la pregunta y esa es la respuesta.
Hamlet fue el último doliente por la trágica muerte de su padre. Todos los demás que decían amar al rey asesinado y llorar por él habían superado su pérdida y seguido adelante. Soy el último doliente por la trágica muerte de mi padre. Nunca lo superaré, no obstante, he seguido adelante, incluso cuando parece que el tiempo casi se ha detenido.
A diferencia de Hamlet, no he planeado una venganza. Papá no querría que lo hiciera. Yo no querría hacerlo. Lo que sí pretendo hacer es poner en claro algunos asuntos, pero sin cometer más errores. Se lo debo a mi padre. Más que nadie, él fue la fuerza y la inspiración que me permitieron, pese a que él no estaba de acuerdo con mis elecciones, emprender actividades académicas y profesionales que con el tiempo me llevaron a descubrir lo suficiente sobre quién soy en esencia para dedicar mi vida al Sócrates Café. Al mismo tiempo fenómeno global y movimiento comunitario, lancé el proyecto de Sócrates Café hace un cuarto de siglo como una contribución tanto modesta como ambiciosa para hacer de nuestro mundo un lugar más habitable y digno de amor, en este caso, por medio de una forma de indagación inclusiva tan rigurosa y metódica como imaginativa y extravagante, a veces estimulante e inquietante, esclarecedora incluso cuando suele enturbiar algunos temas. Se trata de una forma de indagación con preguntas oportunas y atemporales como: «¿Dónde está el amor?», «¿Cómo sabes que estás viviendo una vida honorable?», «¿Por qué debemos buscar mejorarnos a nosotros mismos?», en la que nadie sale ileso y los que se involucran más se sienten más «conectados» de una infinidad de maneras. He tenido éxito y he fracasado más allá de mi más alocada imaginación.
Estoy encaramado sobre un sector de una serie de muros arcaicos de la antigua acrópolis, conocida como Paleokastro, el tesoro más valioso y antigua pieza central de la diminuta isla de Nísiros, perteneciente al archipiélago del Dodecaneso («doce islas») al sur del Mar Egeo. Desde ella mis abuelos emigraron a Estados Unidos, y no una, sino dos veces.
Las notables ruinas en la cima de esta isla del sureste del Egeo, uno de los varios grupos de islas que incluyen las Cícladas, el Sarónico, la isla del Norte del Egeo, las Espóradas y Creta, siguen siendo uno de los secretos arqueológicos mejor guardados. El mar circundante es de un azul increíblemente intenso en este momento, aunque está sujeto a cambios de color sin previo aviso a medida que los sistemas climáticos rivales se empujan y compiten desde todas direcciones.
La pequeña isla volcánica, con una población de menos de mil habitantes durante todo el año, tiene cuatro poblaciones. La familia de mi padre proviene del pueblo principal, Mandraki, donde me alojo en una posada propiedad de unos parientes. Mientras me dirigía desde el pueblo a la antigua acrópolis, pasé por inmaculadas ágoras, plazas públicas donde hasta el día de hoy, como en la época de Sócrates, la gente hace trueques e intercambia ideas e ideales. Las ágoras están muy bien cuidadas y son de un blanco deslumbrante al igual que las casas circundantes, todas hechas parcialmente de rocas volcánicas y protegidas con piedra pómez. Una vez fuera del pueblo, caminé por calles estrechas pavimentadas con guijarros y senderos de tierra que se entrecruzan en su sinuoso camino ascendente a través de colinas y hondonadas antes del empinado ascenso hacia la acrópolis, situada en el punto más alto: precisamente la caminata que papá y yo habíamos planeado hacer juntos.
La mayor parte del tiempo subí absorto en mis pensamientos. Pero eso hizo que el ascenso fuera aún más impresionante, pues cada vez que salía de mi ensueño las terrazas salpicadas de colores brillantes por las que pasaba en el camino presentaban una variedad de higos, aceitunas, almendras, algarrobas, tunas, cactus en flor. Media hora después, llego a la acrópolis. En cuanto alcanzo la meseta, los altísimos muros de la acrópolis quedan a la vista. ¡Cuán imponentes debieron haberles parecido a quienes pretendían asediarlos en aquellos tiempos! Una maravilla de la artesanía y el diseño, los muros paralelos exteriores e interiores están erigidos de tal manera que es casi imposible encontrar un punto vulnerable por el cual penetrar la piedra de tonos rojos cortada con precisión.
En la acrópolis, me siento en uno de sus altos y anchos muros de indestructible roca volcánica. La sección de muro en la que me instalo rodea la cima de las ruinas como un laurel de piedra. Los muros ingeniosamente entrelazados que protegían la antigua fortificación permanecen en condiciones lo suficientemente prístinas para cumplir su propósito original en caso de necesidad. ¿Por qué se requerían tales muros, sin mencionar un intrincado conjunto de puestos de avanzada lejanos para enviar señales de humo y fuego, ideados para proporcionar comunicaciones rápidas? Seguramente habla del hecho de que esta isla volcánica diminuta y redonda desempeñó un papel enorme en el largo e infame conflicto del siglo V, la Guerra del Peloponeso. Nísiros, una aliada convenenciera, no fue un espectador inocente en la guerra de guerras que condujo a la desaparición de la polis ateniense y de Grecia en su conjunto como el actor central en asuntos más mundanos y místicos.
Con una superficie total de solo 41 kilómetros2, la línea costera en su mayor parte rocosa de la isla mide 28 kilómetros. Se puede llegar a Nísiros en un viaje bochornoso en ferry de mediodía (lo que elegí), desde la ciudad continental de El Pireo, o en barco desde una de las dos islas cercanas, Kos o Rodas, que tienen pequeños aeropuertos con vuelos diarios gran parte del año, hacia y desde Atenas. Si hay que creer en la mitología griega, la propia isla surgió como resultado de un acto violento y vengativo. Se dice que hace mucho tiempo Nísiros fue parte de la isla más grande de Kos. Se volvió independiente después de una pelea a muerte entre dos titanes, Polibotes y Poseidón. Cuando el gigante Polibotes se dio cuenta de que había encontrado a su rival en el dios olímpico, se retiró apresuradamente. Poseidón, furioso e incapaz de perseguir al titán de pies ligeros, rompió con su tridente un trozo de Kos y se lo arrojó a Polibotes. El lanzamiento de Poseidón fue certero; Polibotes se hundió bajo el peso del proyectil. Se dice que hasta el día de hoy está enterrado debajo de lo que desde entonces ha sido Nísiros, el volcán de la isla. El más joven de los seis volcanes todavía activos de Grecia (otros cuatro están extintos) aún muestra signos de vida esporádicos e inconfundibles, aunque sus últimas erupciones de verdad (tres de ellas) ocurrieron a finales del siglo XIX. Cada vez que el volcán amenaza con cobrar vida a lo grande, se dice que Polibotes está gimiendo en un esfuerzo sisifeano por retorcerse y escaparse por debajo de la isla.
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