
A cien años de su nacimiento, Gilberto Owen fue recordado el año 2004 en el Palacio de Bellas Artes que México dedica a sus más altas expresiones estéticas. Destinarle la Sala Manuel M. Ponce –y no la Sala Principal, como en los casos de Salvador Novo y Celestino Gorostiza– para iniciar formalmente su Homenaje Nacional, no fue un accidente sino una forma de leerlo. La articulación de una poética. Su escenario es de música de cámara, de cofradía de iniciados, de numerables lectores.
Al igual que sus compañeros, trabajó para México en cargos públicos, en un instante en que la Revolución exigía de sus inmediatos herederos la configuración de un nuevo espíritu; sin embargo, la mayor parte de su energía estuvo dedicada al oficio de vivir, a ser la mala conciencia de su tiempo y a traducirla en una obra cuyas luces no dejan de deslumbrarnos y asombrarnos.
La vigencia de un poeta en la memoria es determinada por el tribunal del tiempo. Para que esa decantación tenga lugar, la escritura y su recepción pasan por complejos y numerosos túneles. ¿Cuánto duran sus versos en el patrimonio verbal de sus semejantes? ¿Cuánto en el panteón literario? ¿Cómo influye en el pensamiento crítico, esa pasión que Owen y sus compañeros se encargaron de cultivar con ejemplar lucidez? Hoy, como hace más de medio siglo, es posible hacer nuestras las palabras que sobre él escribió Alí Chumacero, amigo suyo y uno de sus pioneros estudiosos: “Mas nunca el grito, el escándalo, el gastar la pólvora en infiernitos, sino la horizontal desolación que acompaña a quien, encerrado en sí mismo, se ajusta a las normas que su soledad le da.”
Un poeta dedica sus dones y la domesticación de sus pasiones para dejar, en medio de un mar de borradores, algunas palabras que resistan el paso de los años. El breve volumen de las obras de Gilberto Owen es un ejemplo de contención e intensidad. Malabarista y renovador del poema en prosa, narrador que se negó a escribir la concreción de los hechos para buscar los misterios del trasmundo, logró la difícil tarea de escribir poemas de amor que volvieran a contar la historia conocida y reincidente, para decirla como si nadie antes que él la hubiera vivido.
A lo largo de los 48 años de su existencia, tan breve como intensa, Gilberto Owen se impuso el tono elegido para su poesía y el resto de sus actos vitales: un acento aparentemente menor, de fotografía desenfocada. Por los elementos que él nos proporciona, tanto en sus actos como en su escritura, resulta atractivo caer en la tentación de dibujar a un ser perseguido exclusivamente por los fantasmas tangibles de la bohemia o el artista marginal, incapaz de encontrar su sitio. Gilberto Owen es más atractivo por sus verdades: por lo que tuvo, lo que hizo, lo que se atrevió a arriesgar. Inteligente y alegre, cultivó la amistad como una religión tan fuerte como aquella otra –la católica– en la que creció y la cual nutrió poderosamente su poesía. Cuando lo juzgó necesario, tuvo la valentía y la convicción para intervenir políticamente en asuntos de un país extranjero, consciente de que hacerlo significaba perder los favores de la Suave Patria y encarnar, por lo tanto, la figura del exiliado, el paria, el héroe errante. Tuvo una juventud privilegiada, vivió aceleradamente su iniciación en el grupo artístico más brillante de su tiempo. Escribió, para Clementina Otero, uno de nuestros más altos epistolarios amorosos. La velocidad y avidez de su primera juventud se vio interrumpida por un muro de indiferencia y un largo periodo de silencio, ritos de paso que condujeron a Perseo vencido, uno de los libros capitales de nuestras letras.
Como los otros poetas que nuestra historia literaria denominó tempranamente los Contemporáneos, hizo del viaje tema central de su poesía y lo llevó a la práctica: viaje sedentario de la inteligencia, que tres siglos antes había establecido la monja jerónima; viaje en el espacio, que lo llevó a trazar la geografía de su continente, desde los Estados Unidos oscilantes entre la prosperidad y la decadencia, hasta la América Latina nuevamente convulsionada por afanes libertarios y en busca de su destino colectivo. Perteneciente a una generación que se afanó en combatir la primera persona, borrar el nombre propio en el poema, Owen es autor, paradójicamente, de una obra que tiene por tema central los azares de su existencia. Toda su poesía está poblada de alusiones autobiográficas, pero cada uno de sus actos aparece transformado por su “tortura de aprendiz de magia”.
En conjunto, el retrato que los Contemporáneos hacen tras la partida de Owen es el de un fantasma. La idea no le hubiera disgustado: si una figura recorre su poesía, es la de un ser desarraigado, de suprema elegancia espiritual. Universal y mexicano, Owen es además un autor entrañablemente regionalista, como lo han demostrado sus herederos sinaloenses. Owen está más vivo que nunca, y las nuevas generaciones lo leen y lo buscan, se leen y se buscan en sus versos.
A cien años de su llegada al mundo, a setenta de su entrada en la inmortalidad, su tumba, en Filadelfia, carece de epitafio. Para inscribirlo en el aire, y confirmar su huella en la memoria colectiva, acudamos a estas palabras, pertenecientes a uno de los múltiples poemas que lo hacen tan unánimemente admirado, tan íntimamente necesario:
Pero me romperé. Me he de romper, granada
en la que ya no caben los candentes espejos biselados,
y lo que fui de oculto y leal saldrá a los vientos:
Subirán por la tarde purpúrea de ese grano,
o bajarán al ínfimo ataúd de ese otro,
y han de decir: “un poco de humo
se retorcía en cada gota de su sangre.”
Y en el humo leerán las pausas sin sentido
que yo no escribí nunca por gritarlas
y subir en el grito a la espuma de sueño de la vida.
A la mitad de una canción, quebrada
en áspero clamor de cuerda rota.
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