Cultura

"Mejor que ficción", de Jorge Carrión

Fragmento tomado del libro "Mejor que ficción. Crónicas ejemplares", publicado por Almadía

William Shakespeare
Retrato de William Shakespeare. Retrato de William Shakespeare. (La Crónica de Hoy)

Brevísima historia universal de la no ficción

La palabra crónica contiene el tiempo en sus sílabas. Por eso conviene recordar su cronología, que nos remite –una vez más– al griego y al latín: la narración de la historia en el orden de los hechos. La biografía, la genealogía o la historia del poder, porque sus protagonistas son los guerreros, los reyes, la heráldica, los condados y los ducados y los países y los imperios. Mucho se ha repetido que la Crónica de Indias es el gran precedente de la crónica contemporánea de América Latina, pero lo cierto es que esos híbridos de los libros de viajes a lugares maravillosos, las crónicas de las cruzadas y los textos del humanismo italiano, fueron escritos por sujetos imperiales que relataban la conquista y la colonia con la voluntad de justificar sus intereses y sus atropellos. Muchos cronistas de Indias, de hecho, lo eran oficialmente –como sus contemporáneos de Castilla. Y todavía hoy existe la Real Asociación Española de Cronistas Oficiales, que alienta la escritura de discurso histórico, ajena a la deriva del periodismo narrativo. Por supuesto, muchos de aquellos textos de los siglos XVI y XVII poseen un alto nivel literario y, sobre todo, evidencian el conflicto entre la retórica del Barroco y la humanidad, la geografía, la flora, la fauna o la arquitectura del Nuevo Mundo (Hernán Cortés llama “mezquitas” a los templos aztecas). Es decir, son crónicas porque utilizan el lenguaje literario para describir el presente conflictivo, pero todavía están más cerca de la historia antigua que del futuro periodismo.

Durante el siglo XVII se expande por Europa la primera generación de periódicos y durante el siglo siguiente ocurre lo mismo en América. Entre ambos se sitúa la figura de Daniel Defoe, el cronista del Diario del año de la peste, el novelista de Robinson Crusoe y Moll Flanders y el viajero de Viaje por toda la isla de Gran Bretaña. Los géneros no avanzan o retroceden por caminos diferenciados, sino que se solapan por los mismos caminos estratificados, llenos de encrucijadas horizontales y verticales. Percy G. Adams explicó en Travel Literature and the Evolution of the Novel cómo en los siglos XVII y XVIII, que son los de la emergencia de la novela europea que sigue el patrón del viaje picaresco (y más tarde de formación), se multiplican exponencialmente los discursos en movimiento producidos por misioneros, embajadores, exploradores, colonizadores y soldados que, al igual que los narradores de la ficción, proclaman la verdad de sus relatos. No es de extrañar, por tanto, que los primeros periodistas modernos en lengua española se caractericen por un desplazamiento: la prosa irónica de no ficción eclipsa su producción poética (y convencional). El potencial crítico de los artículos fundacionales de Larra y de Ricardo Palma, en un lento contexto internacional de libertad de opinión, se dirige hacia dos direcciones complementarias: el relato de lo colectivo y lo público es contrapesado con el retrato de lo particular y privado, de modo que el cronista deviene moralista nacional y analista de lo individual. En paralelo, Domingo Faustino Sarmiento escribía la novela ensayística Facundo y remodelaba, como defendió Adolfo Prieto en Los viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina, los modelos de aquellos exploradores y comerciantes europeos que seguían viajando y textualizando todo aquello que encontraban a su paso.

Eran plumas inglesas, francesas, alemanas, italianas, españolas que, por lo general, trabajaban para órdenes religiosas, empresas o estados. Algo no muy distinto de lo que ocurría con los periodistas, que a menudo eran también políticos, aunque la profesión se legitime justamente cuando se normaliza como práctica burguesa y el texto es finalmente remunerado. El nacionalismo (lo local) pronto se enfrentó con el cosmopolitismo (el mundo vivido en libertad) de los escritores modernistas: con la llegada del siglo XX es la ciudad –y no el país– la patria de los cronistas. Dios muere y el hombre se convierte en un anfibio que, cuando al fin podría encarnar la duda metódica de Descartes, es embargado en realidad por una duda angustiosa, la sospecha marxista hacia el mundo circundante y la sospecha freudiana hacia la psique propia, pronto fundida en una única y violenta sospecha con la proliferación del comunismo y del fascismo. Los escritores modernistas, con su doble condición –simultánea y complementaria– de poetas y de cronistas, van a tratar de llenar ese vacío divino con la utopía de la belleza y con la obsesión por lo real. Para sintonizar con la belleza recurrirán, por la vía francesa y simbolista, a la imitación de los procedimientos de la pintura y de la música: la palabra deviene analogía, imagen, sílaba, letra, sonoridad, se emancipa de la obligación de significar. También Baudelaire fue al mismo tiempo poeta y crítico y cronista de arte. Para sintonizar con la realidad, por la vía norteamericana y emersoniana, harán propias la cosmovisión democrática del poeta y periodista Walt Whitman y las ideas de Joseph Pulitzer: solo el periodista “tiene el privilegio de moldear las opiniones, llegar a los corazones y apelar a la razón de cientos de miles de personas diariamente. Esta es la profesión más fascinante de todas”. Pero el cerebro humano es uno solo, de modo que ambos caminos confluyeron en los textos que escribieron. En los poemas de Darío la mujer bebe y fuma: lo hace mediante sinestesias y alejandrinos, pero su figuración es democrática, fascinante, moderna.

Darío, José Martí, José Enrique Rodó, Amado Nervo o Enrique Gómez Carrillo, es decir, los cronistas literarios del cambio del siglo XIX al XX en nuestra lengua, no invocaron a los cronistas de Indias como sus antepasados. Es importante recordarlo, porque la historia de la crónica es la historia de la memoria.

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