
(Fragmento)
A mediodía me metí a bañar. La humedad en el cuarto de baño iba creciendo en el techo, despegaba la pintura y alimentaba una colonia de hongos, primero verdes y después rojos, como en una tortilla vieja. Es el tipo de cosas que dejé pasar durante el primer año y medio de vida de mi hija, demasiado cansada y atareada como estaba para prestarles atención, pero ahora empiezan a molestarme.
Entré desnuda al cuarto, busqué la ropa y antes de vestirme escuché vibrar el celular. En la pantalla apareció un mensaje de Facebook, de Valentina Flores. Tardé un instante en recordar que era la tía de Citlali. “Me muero de tristeza, querida Mila”, decía. “Se me parte el corazón cada vez que escribo estas palabras. Citlali tuvo un accidente en el mar de Senegal y se ahogó. Ya traemos sus cenizas de regreso. Lo siento tanto, mi niña. Ella te adoraba y yo sé que tú a ella también”.
Me dolió la cabeza como si me hubieran roto la cara. Como si me estuvieran tratando de succionar el cerebro por los ojos y no pudiera abrirlos. No sé cuánto tiempo estuve abrazando la toalla, sentada en la cama, procurando llorar en silencio para no llamar la atención de mi hija y de Andrés. En mi cerebro se sobreponían imágenes breves y dolorosas, como murciélagos en una cueva: el rostro de Citlali con los labios azules; sus manos luchando contra el mar; su boca abierta, tragando agua salada; su cuerpo flotando entre algas, espuma y botellas de plástico. Todo se mezclaba con la risa y el canto agudo de mi hija, que bailaba con su padre un disco de The Breeders. El cabello húmedo escurría sobre mi cuello. Me costaba respirar.
Al rato su padre la dejó entretenida con algún juguete y entró en la habitación. ¿Pero cuál amiga?, preguntaba. No la conoces, decía yo, la viste sólo una vez. ¿La del perro con parvovirus? No. ¿La punk?, ¿la ingeniera?, ¿la pelirroja antiniños?, ¿la rubia antiniños?
Sonreí, y al momento me di cuenta de que mi nariz empezaba a escurrir sangre. Andrés fue por algodón para detener la hemorragia. No tuve fuerzas para explicarle quién era Citlali. Hasta después, hasta la noche empecé a intentarlo.
¿Es la que vivía en España?
No --le digo a Andrés-- esa es Dalia, Citlali se mudaba todo el tiempo. Al final vivía en Brasil, pero se la pasaba viajando, porque trabajaba en una ONG ecologista.
Ah, ¿y la conocí? ¿Una de pelo negro, morena?
No, esa era Dalia. Citlali era de cabello claro y corto, muy delgada.
¿La que usaba ropa medio masculina?
Sí, ella.
¿Y a las dos las conociste de niñas?
En la adolescencia.
Pero luego estudiaste con Dalia. No la misma carrera, pero sí en la misma facultad.
Ah, ya, creo que ya sé.
Desperté muy tarde al día siguiente y lo primero que hice fue escribirle a Dalia. Respondió unas horas después. Escribió solo: Ya sé. No supe qué más decirle y supongo que ella tampoco.
La etimología del verbo bordar tiene una raíz indoeuropea (bhar) que significa punta, aguja, que la emparenta con la palabra fastus del latín, que dio fastuoso y fastidio. Bordado y bordar vendrían después del francés antiguo bord, que significa “lado de la nave”. Ahí se relaciona con la palabra borde, porque el bordado se usaba para decorar el borde de la tela.
Del siglo X es un pasaje del Libro de Exeter que dice en anglosajón Faemne aet hyre bordan geriseth. La traducción de esta frase es ambigua, porque la palabra bordan significa bordado y también borde. Hay quien la traduce: “el lugar de una mujer está junto a su bordado”. Una traducción más libre podría ser: “el lugar de una mujer está junto al abismo”.
Estuve días sumida en una tristeza muy honda por la muerte de Citlali. Me distraía con la rutina diaria, con los cuidados de mi hija que exigen una atención absoluta, vivir en el más estricto presente, pero cada momento de calma me regresaba la pena revuelta con enojo. Todavía se me revuelve: estoy furiosa con ella, por haberse dejado vencer, por no haber logrado nunca desafiar al idiota de su padre, ni recuperarse de la muerte de su madre, por no haber logrado reponerse de sí misma. En mi egoísmo más profundo le reprocho también haberse rendido del mundo en el que ahora también vive mi hija, haberme abandonado en mi nueva vida, ahora que tanto echo en falta su humor y su cariño. Pero otra parte de mí está enojada conmigo misma, se siente impotente y a la vez responsable de no haberla cuidado mejor. El coraje y la desdicha se me turnan por oleadas.
Tardé un par de días en responder el mensaje de la tía Valentina. Le dije lo mucho que me dolía la noticia y que me angustiaba no saber más detalles, que me explicara lo que le pasó a Citlali. Me repitió lo mismo que había dicho en su mensaje anterior: que Citlali se había ahogado en el mar de Senegal; se metió a nadar y nunca salió. Encontraron su cuerpo horas después, en la playa. Nada en sus palabras me aclaraba si había sido un suicidio o un accidente.
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