
Capítulo 1
La soledad del invierno
Alemania, 1945
Durante la noche el resplandor de los bombardeos había iluminado el cielo, haciendo que las nubes brillantes y pálidas lo recortaran como si fueran figuras fantasmales. El atronador estruendo convivía en la oscuridad con el pánico y la incertidumbre. Clotilde hacía tiempo que solo era capaz de dormir por agotamiento.
Esa noche, sin embargo, el duermevela habitual de la condesa de Orange se tornó en un sueño profundo... Los resplandores tomaron tregua y los ruidos de la batalla se espaciaron. Sin previo aviso, el silencio lo cubrió todo. Una sobrecogedora calma invadió el castillo. La súbita paz hacía presagiar que la última contienda al oeste del Estado Libre de Sajonia había llegado a su fin.
Se estremeció bajo el cobertor de plumas de eider que la aislaba del ambiente helador del cuarto. Tomó conciencia de su despertar cuando el silencio se transformó en miedo, y la soledad, que le acompañaba en los últimos meses, se convirtió en desamparo y tuvo la percepción de un peligro inminente.
Saltó de la cama sin calcular la pérdida de cobijo que le proporcionaba el lecho acogedor del grueso y cardado colchón de lana. Se vistió deprisa. Destemplada y tiritando de frío, se aproximó a la ventana escarchada y opaca. Expulsó con fuerza el aliento, consiguiendo que el vaho aclarara un poco el cristal. Miró hacia afuera.
El día había amanecido con una intensa bruma que impedía ver la explanada sur del castillo. La oscuridad azulada del amanecer buscaba la claridad de la nieve que, esponjosa y fresca, se mimetizaba con la niebla, y ambas conformaban un conjunto espectral. Apenas se percibía el despertar del nuevo día.
La condesa Clotilde sintió miedo. Su mundo se desmoronaba; sabía que era el fin. Pero estaba sujeta a sus raíces y se resistía a huir. Volvió a percibir en sus entrañas la inseguridad al tener lejos al hombre de su vida. De nuevo, un acceso de tristeza recorrió su cuerpo, obligándola a secarse las lágrimas. Cada día amanecía con la sensación de no creerse su realidad: estaba sola y debía enfrentarse a los hechos, sacando fuerzas de su interior.
Un destacamento de soldados franceses ocupaba desde hacía semanas las dependencias nobles del hogar creado por Clotilde de Orange y su marido, el príncipe Maximiliano von Havel.
El castillo era una edificación de piedra arenisca de Sajonia y grandes ventanales que permitían pasar la luz. De arquitectura poco agraciada, demasiado grande para ser una construcción rural y con pretensiones principescas al haber pertenecido en otro tiempo a la duquesa de Wittenberg. Su estructura podría recordar los castillos de agua. Pero su enclave lo obligaba a estar rodeado de un jardín delimitado por estilizados tilos, que protegían los campos de labor perfectamente ordenados. Todo ello enmarcado en la lontananza por la gran masa verde de Bosque Teutónico que se extendía hasta el infinito.
Clotilde von Havel, de soltera Clotilde de Orange, lo había heredado de sus padres al casarse —con apenas dieciocho años— con el que en ese momento era comandante de la Wehrmacht, las Fuerzas Armadas Unificadas de la Alemania nazi.
Entre esos enormes muros había construido su hogar a lo largo de los últimos quince años con sus tres hijos: Amalia, la mayor, que vivía con sus abuelos en Berlín; Frank y Victoria, que permanecían a su lado, y algunas temporadas con su marido cuando este aún pertenecía a la Reichswehr, las Fuerzas Armadas de la República de Weimar, antes de que Hitler las disolviera.
Un escalofrío le recorrió las entrañas. Llevaba meses posponiendo la huida, esperando tener algún futuro. Pero aquella madrugada de principios de 1945, la melancolía hizo mella en Clotilde. Allí, apoyada en la ventana, mirando el amanecer fantasmal, recordó la última vez que su marido Max disfrutó de su hogar.
***
El comandante Von Havel tuvo conocimiento a principios del año cuarenta y dos de que su casa familiar de Sajonia iba a ser ocupada por el ejército nazi, razón por la cual solicitó a sus superiores un permiso especial para ser él mismo quien organizase la intendencia.
Maximiliano era un militar comprometido con el cumplimiento del deber, y tenía la rectitud de acción y la integridad como valores esenciales. De ahí que desconfiara de que soldados no profesionales cumplieran con las reglas establecidas.
Las tierras de labor pertenecientes al castillo de Orange se convertirían en un campo de trabajo. Los hombres eran reclutados para combatir en el frente, por lo que las producciones agrícolas se ralentizaban; por eso, con frecuencia, el ejército tomaba las granjas y los castillos rurales y los convertía en campos de trabajo en los que los prisioneros de guerra aseguraban la producción.
El comandante Von Havel procuró que los prisioneros estuvieran dignamente instalados, aunque carecieran de comodidades. Para ello, se improvisaron jergones y camastros. La única ropa de abrigo de la que pudieron disponer fueron las mantas que se usaban para los caballos. Clotilde en todo momento trabajó a su lado.
Antes de partir al frente, Maximiliano instruyó a su mujer acerca de las medidas impuestas por la Convención de Ginebra con respecto a los prisioneros de guerra.
—Será difícil que podáis mejorar las condiciones de los prisioneros, pero cualquier actuación es importante. Sea como fuere, nunca te enfrentes a los mandos y evita confraternizar con ellos. No cabe duda de que una ocupación llevada a cabo por «los nuestros» será más amable para la familia; pero no olvides que la guerra transforma a las personas. Tu principal misión es proteger la vida doméstica. Dentro de unos meses nos veremos en Berlín en casa de tus padres. —Max sabía de la amabilidad de Clotilde debido a su educación católica: hay que tratar al prójimo como a uno mismo .
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