Miembro de una generación que marcaría un cambio en la industria de Hollywood en los 70, Martin Scorsese es, junto a sus colegas contemporáneos, Steven Spielberg, Brian de Palma, George Lucas y su gran amigo Francis Ford Coppola, uno de esos realizadores que constantemente han buscado crear historias personales a través del cine, a veces descendiendo a los infiernos de sus personajes o de sus experiencias propias de vida. Esto lo ha llevado a crear relatos sombríos pero brillantes que, no siendo éxitos tan comerciales, se han convertido en clásicos del séptimo arte.
Después de lograr éxitos críticos como Taxi Driver (1976), Toro Salvaje (1980), Calles Peligrosas (1973) o After Hours (1985), el buen italiano-americano, sobreviviente de sus propias adicciones que casi terminan con su carrera y su vida, tuvo por bien encontrar un asilo cinematográfico que le permitiera mostrar su lugar de origen, Nueva York, de formas que otros no lo habían hecho a la fecha. Pero tal vez ninguno como esa cinta de 1990 que lo consolidaría como un autor con su propio estilo, al adaptar el libro de Nicholas Pileggi, Wiseguy: Life in Mafia Family, y convertirlo en una de las mejores películas de mafia de la historia: Buenos muchachos.
Nominada a seis Premios de la Academia, el relato de Scorsese se diferencia de otras historias de gángsters hechas a la fecha como El Padrino (1972) y sus secuelas hechas por Coppola, o Cara Cortada (1983) de Brian de Palma, al mostrar el ascenso y caída de Henry Hill, un joven irlandés que se involucra en los negocios turbios de los italianos. Después de una brillante primera secuencia que será el punto donde todo cambia en la vida de este ex criminal, Hill se presenta con una frase rotunda que marca el camino del relato: “Desde que tengo uso de razón siempre quise ser un gángster”.
En palabras de Hill, serlo era “mejor que ser presidente de los EU” debido a que este estilo de vida al que se ve atraído se convierte en un mundo sin reglas, en el que todo está permitido, todo se conseguía fuera de la ley, sin olvidar que las mayores lecciones que debe uno tener como mafioso eran mantener la boca cerrada y jamás traicionar a tus amigos. A través de ello, vemos ese crecimiento de un Henry que, desde niño, su mayor sueño era ser como ellos hasta que pasamos a la etapa adulta con Ray Liotta, que interpretaba la cuarta película de su carrera y cuyo papel sigue recordado hasta la fecha. Entre los recovecos de su oficio, la amenaza a su padre y la lealtad desarrollada hacia su patrón Paulie (Paul Sorvino), su voz en off es la que sirve de guía para este viaje.
Sumado a ello, Scorsese añadió más talento a su filme, creando una triada de ‘buenos muchachos’ memorable. Al lado de Liotta estaba Joe Pesci, para ser el compañero de andadas de Hill, el violento Tommy, cuya actitud imprevisible, gestos y reacciones que le merecieron todo tipo de reconocimientos. Asimismo, el lado femenino de la historia llega por parte de Lorraine Bracco, actriz que haría de la pareja de Hill, Karen y que muchos años después regresaría al mundo de la mafia con la memorable serie de HBO, Los Soprano (1999-2007). Ella sería esa voz de la razón que, al lado del protagonista, se deslumbra ante ese mundo de superestrella retorcida, perdiéndose poco a poco en el camino hasta la debacle que los Hill enfrentan, siendo el perfecto complemento para el rol de Liotta.
Pero es el regreso del gran amigo de Scorsese, Robert DeNiro, en la que era en ese entonces su séptima colaboración juntos, la cereza del pastel de esos tres amigos que crearon su propio emporio y reglas. Encarnando a la cabecilla del grupo, Jimmy Conway, el experimentado histrión habló con Hill para captar la forma y esencia del personaje real, desde la forma en que tomaba su cigarrillo hasta otro tipo de detalles que dieron una autenticidad impresionante al crear a este jefe mafioso que era capaz de hacer lo que fuera con tal de evitar caer ante la justicia. Es ahí que los Buenos muchachos encontraron una maravillosa sinergia, acompañada de una gran adaptación por parte del mismo Pileggi y Martin.
Ese es otro punto clave de este gran clásico, pues entre las líneas del autor y la visión de Scorsese hay un complemento interesante. Uno de los grandes ejemplos de ello es una escena particular, aquella en que Henry (Liotta) sale con Karen (Bracco) al Copacabana y no entran por la puerta principal, sino por detrás, en un plano secuencia seguido que va mostrando la entrada no sólo a este oficio sino a ese submundo en donde todo está a merced del mafioso, siendo el cortejo no de romance entre ellos, sino entre la vida lujosa de un gángster.
Asimismo, el uso de la banda sonora por parte del realizador hace que su narrativa sea interesante. Usando una gran gama de talento que va recorriendo el relato de Hill, desde Cream con “Sunshine of your love”, pasando por “Rags to Riches” de Tony Bennett o “Look in my eyes” por The Chantels, corona todo con una de las bandas favoritas de Marty con quienes, tiempo después, haría un documental musical en Shine a Light (2008), los Rolling Stones y su muy recurrente “Gimme Shelter”, dando cátedra de cómo se utiliza la música no sólo como un elemento narrativo que encaja en los momentos adecuados, sino en usarlo como sello distintivo para hacer alusión al paso del tiempo en la historia de Hill y sus compañeros, algo que pocos directores pueden hacer de manera efectiva.
Eso, sumado a los planos normalmente cerrados, enfocándose en cada pequeño detalle y los rostros de los protagonistas así como una edición por parte de la eterna compañera de Scorsese, Thelma Schoonmaker, que le brinda un dinamismo digno del peligro y los lujos de este tipo de vida, redefinieron el género del cine de mafia, como lo habrían hecho en su momento títulos como la trilogía del Padrino de Coppola durante los 70 y 80 así como Little Caesar (1931) o Enemigo Público (1931) en plena explosión del cine sonoro, alejándose de las bases familiares o la cierta glorificación de ser mafioso, sino lanzándolo más como una violenta y deliberada advertencia de lo que es este mundo criminal en el que, finalmente, todos pagan el precio.
Es así como Buenos muchachos remite a una época en donde la mafia vivía en su apogeo para después caer en desgracia, esto visto a través de los ojos de un tipo que vivió la gloria y el infierno de ser un gángster así como las consecuencias de los actos cometidos, pero sobre todo la culpa de alguien que se atrevió a traicionar los pilares de la ‘cosa nostra’ y del hampa, al delatarlos ante las autoridades y convertirse en un testigo protegido. Es ahí que las culpas y arrepentimientos, la nostalgia y las memorias de un mafioso que romantizó este hecho hasta enfrentar la debacle inminente, algo que brinda ese rompimiento final de la cuarta pared, donde la admisión de esa decisión lo hace huir a las sombras, destruyendo sin caer en lo moralina, esa creencia que ahora, al menos en México y Latinoamérica con las narco novelas y cintas de esa índole, parece persistir en cuanto a la labor criminal y las aspiraciones a serlo sin medir las consecuencias.
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