Hace unos meses, el Banco Central de China reveló que los pagos transfronterizos en yuan habían alcanzado niveles récord. Al mismo tiempo, plataformas de pagos chinas se expandían en países del Sudeste Asiático y nuevos acuerdos de intercambio de divisas con otros bancos centrales sumaban ya más de cuatro billones de yuanes. Son datos que, por sí solos, podrían parecer técnicos o lejanos, pero en conjunto trazan una tendencia que ya no se puede ignorar: el mundo comienza a pensar en otras monedas.
No es la primera vez que vivimos un punto de inflexión en el orden financiero global. En 1971, el fin de la convertibilidad del dólar en oro derrumbó el sistema de Bretton Woods, pero no el dominio del billete verde. Durante medio siglo, la moneda estadounidense se consolidó como la referencia universal, sosteniéndose en la confianza en la economía de Estados Unidos y en la falta de alternativas serias. Hoy, sin embargo, esa hegemonía empieza a erosionarse no por un colapso repentino, sino por un goteo constante de decisiones que mueven piezas en silencio.
El ejemplo más evidente está en las reservas internacionales. A finales de los noventa, más del 70% de esas reservas estaban denominadas en dólares; hoy rondan apenas el 57%. No es un desplome, pero sí un descenso continuo. A eso se suma el cambio de ánimo en los propios bancos centrales: una mayoría ha expresado preocupación por la inestabilidad política en Estados Unidos y planea diversificar más hacia euros o incluso hacia yuanes. Esa migración, lenta pero consistente, no es solo técnica: es una señal de confianza que se redistribuye.
Ese cambio importa aunque no aparezca en la factura de la luz ni en el precio del supermercado. El dólar no es solo un medio de pago; es el código con el que se escribieron contratos, reservas y precios globales durante décadas. Cuando ese código comienza a ser reemplazado, aunque sea parcialmente, el orden económico también se reescribe. Un importador en Yakarta que paga en yuanes o un exportador en São Paulo que acuerda precios en reales no solo eligen otro instrumento financiero; participan en un cambio de reglas de alcance global.
Las implicaciones son profundas. Un mundo con múltiples monedas de referencia podría reducir la vulnerabilidad de los países emergentes a los vaivenes de la política monetaria estadounidense, pero también abriría un escenario de mayor fragmentación y volatilidad. Los sistemas de pago internacionales, diseñados bajo la hegemonía de Washington, tendrían que adaptarse a una estructura multipolar. Y detrás de cada movimiento económico late una disputa política: quién define las condiciones del intercambio cuando ya no existe un único ancla monetaria.
La pregunta inevitable es qué pasaría si la transición se acelera. Pensemos en una década en la que el comercio entre Asia, África y América Latina se realiza mayoritariamente en monedas locales o en divisas digitales, a través de sistemas de pago interconectados que dejan fuera a la banca tradicional. El dólar seguiría siendo importante, pero ya no indispensable. Estados Unidos perdería parte de su capacidad de imponer sanciones financieras, una de sus armas más poderosas, y los inversores tendrían que aprender a evaluar activos sin un refugio único y claro.
Las señales ya están ahí. China impulsa con fuerza la internacionalización del yuan, América Latina y el Sudeste Asiático diversifican sus operaciones y los bancos centrales ajustan su portafolio con cautela. En los mercados, sin embargo, el dólar sigue siendo el refugio cuando llega la turbulencia, lo que revela la paradoja de este momento: todos buscan alternativas, pero pocos están dispuestos a soltar la cuerda de seguridad que todavía ofrece la moneda estadounidense.
Quizá lo más revelador de esta transición es que no ocurre con ruido, sino con la discreción de miles de decisiones cotidianas. Es como el agua que, gota a gota, desgasta la piedra más sólida. El día en que miremos atrás, puede que descubramos que la hegemonía del dólar no terminó con un decreto ni con una crisis estruendosa, sino con la naturalidad de una factura pagada en otra moneda.