
La comunidad internacional tendría que asumir con seriedad el costo de su inacción. No basta con enviar ayuda humanitaria o condenar con palabras lo que ocurre: se requiere presión diplomática sostenida, condicionamiento de apoyos militares y económicos, y un esfuerzo real de mediación que recupere la confianza perdida. Mientras tanto, cada día de ofensiva en Gaza significa decenas de muertos más, miles de desplazados adicionales y un retroceso profundo en cualquier expectativa de paz.
Lo que hoy se vive en la franja no puede seguir siendo reducido a una disputa eterna entre israelíes y palestinos. Gaza es, al mismo tiempo, un campo de batalla y un espejo que nos devuelve la imagen de un sistema internacional roto, incapaz de contener la violencia ni de articular una respuesta efectiva. Naciones Unidas repite su guion de llamados a la calma mientras el Consejo de Seguridad queda paralizado por vetos cruzados. Estados Unidos defiende a su aliado histórico, Israel, con matices que no alteran lo esencial, y Europa se debate entre la tibieza diplomática y el temor a que la guerra alimente tensiones en sus propias fronteras.
El resultado es un silencio cómplice que se traduce en vidas perdidas. No se trata de cifras abstractas: son niños bajo los escombros, mujeres que huyen con lo puesto, familias que deambulan en columnas interminables buscando un refugio que no existe. Cada día que pasa, Gaza se asemeja más a una herida abierta que desangra al Medio Oriente y desnuda la incapacidad del mundo para actuar con justicia y humanidad.
Israel sostiene que su ofensiva busca eliminar la infraestructura de Hamás y garantizar la seguridad de su población. Y es cierto: ningún Estado puede permanecer indiferente ante ataques con cohetes lanzados indiscriminadamente contra sus ciudades. El problema es que la guerra no se libra en un desierto, sino en una de las zonas más densamente pobladas del planeta, donde la línea entre combatiente y civil se diluye por la geografía misma.
Los bombardeos que se presentan como quirúrgicos terminan arrasando barrios enteros. Los desplazamientos forzados se multiplican, y las advertencias de evacuación son, en muchos casos, imposibles de seguir: ¿a dónde huir cuando la franja está sellada por todos lados? Lo que se describe como una ofensiva militar legítima corre el riesgo de convertirse en castigo colectivo, algo prohibido por el derecho internacional humanitario.
Pero tampoco puede negarse la responsabilidad de Hamás. Su estrategia de incrustarse en la vida civil, de usar hospitales o escuelas como escudos, constituye un crimen en sí mismo. Esa táctica, sin embargo, cumple un objetivo calculado: exponer al mundo imágenes de destrucción que alimentan su narrativa de resistencia heroica. En ese terreno, Israel termina jugando un papel que favorece, paradójicamente, a su enemigo.
La población palestina queda atrapada en medio: usada como carne de cañón por unos y como daño colateral por otros. En esa espiral de sacrificio, las posibilidades de construir una paz futura se desmoronan con cada bomba que cae.
Lo más preocupante es que este escenario se ha vuelto rutina. El mundo entero mira cómo Gaza es reducida a ruinas y, salvo declaraciones condenatorias, nada cambia. Las potencias prefieren resguardar sus intereses estratégicos antes que apostar por la paz. Para Estados Unidos, sostener a Israel es parte de su política de seguridad en la región; para muchos gobiernos árabes, un involucramiento mayor significaría arriesgar relaciones económicas que consideran más valiosas que la causa palestina.
El costo de esa indiferencia será enorme. Una generación de niños crecerá entre escombros, marcada por el trauma y la rabia. Jóvenes que deberían pensar en estudiar o trabajar solo conocen el lenguaje de la guerra. Esa semilla de odio garantizará que la violencia no se extinga, sino que se renueve en el tiempo.
Occidente carga con una deuda moral que no puede seguir evadiendo. Europa no puede proclamarse guardiana de los derechos humanos mientras calla ante la devastación de Gaza. Estados Unidos no puede presentarse como garante de la democracia cuando sus armas alimentan el sufrimiento de un pueblo. La coherencia exige algo más que discursos solemnes: se requiere frenar la maquinaria de destrucción y exigir responsabilidades con firmeza, incluso a los aliados más cercanos.
La ofensiva sobre Gaza no es un asunto lejano. Es una advertencia para todos: cuando el mundo acepta como inevitable la devastación de ciudades enteras, cuando se normaliza que hospitales y escuelas se conviertan en objetivos, se abre la puerta para que esa misma lógica se repita en cualquier otro conflicto.
La paz no se construirá con discursos, ni mucho menos con armas. Se requiere valentía política, presión internacional real y la disposición de las partes para reconocer la humanidad del otro. De lo contrario, Gaza seguirá siendo el laboratorio del fracaso global, un lugar donde se mide hasta qué punto la indiferencia del mundo puede tolerar la barbarie. Y ahí, más que los pueblos en disputa, lo que queda en entredicho es la conciencia colectiva de toda la humanidad.