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Robar en ese espacio es, en cierto modo, robarle a la humanidad su reflejo. Por eso la indignación que se esparció por Europa y el mundo no es solo por la pérdida de objetos valiosos, sino por la afrenta a un símbolo

El Louvre: entre el robo y la sospecha

Salvador Cosío Gaona

El reciente robo al Museo del Louvre no solo representa una pérdida material, sino un golpe moral a la esencia misma de la cultura universal. El corazón de París, guardián del arte y la historia de la humanidad, fue vulnerado por un acto tan calculado como simbólico. El atraco, ejecutado con precisión milimétrica, no solo dejó al descubierto las debilidades tecnológicas de un sistema que se creía infalible, sino que exhibió con crudeza algo más profundo: la fragilidad humana detrás del poder institucional.

El Louvre, más que un museo, es un templo de la civilización. En sus muros descansan siglos de creación, conquista y memoria. Allí conviven la sonrisa enigmática de la Mona Lisa, la serena belleza de la Venus de Milo y los testimonios de imperios que moldearon el mundo. Robar de ese espacio es, en cierto modo, robarle a la humanidad su reflejo. Por eso la indignación que se esparció por Europa y el mundo no es solo por la pérdida de objetos valiosos, sino por la afrenta a un símbolo.

El suceso, sin embargo, ha desnudado más que una falla de seguridad. Ha revelado un deterioro institucional que va mucho más allá del robo. El Louvre atraviesa una crisis estructural: filtraciones, sistemas obsoletos, condiciones precarias para la conservación de las obras y un personal que desde hace años denuncia carencias. Laurence des Cars, su directora, había advertido a las autoridades sobre este deterioro; pero su voz, como tantas veces ocurre en las instituciones burocráticas, fue escuchada tarde y mal.

Paradójicamente, quien alertó sobre el peligro terminó convertida en el centro de la tormenta. Tras el robo, des Cars fue señalada como responsable del desastre, víctima de un linchamiento mediático que mezcla legítima indignación con el morbo del escándalo. Circularon versiones que hablaban de gastos excesivos, de remodelaciones privadas y de supuestos favoritismos en su nombramiento. Pero al analizar los hechos, las acusaciones carecen de pruebas sólidas. No hay evidencia que confirme que se gastó “medio millón de euros” en un comedor exclusivo ni que su designación haya sido resultado de políticas de discriminación positiva.

Lo que sí existe es un malestar genuino en torno a la gestión del museo y a las prioridades impuestas por la administración cultural francesa. Durante años, los gobiernos han reducido presupuestos, privilegiado lo visible sobre lo esencial y relegado el mantenimiento a un segundo plano. Se invierte en exposiciones mediáticas, en marketing y en la expansión de la marca “Louvre” por el mundo, mientras los cimientos del propio edificio se agrietan. Esa contradicción —entre el brillo de la vitrina y el abandono de la base— explica mucho más del robo que cualquier teoría conspirativa.

En este contexto, des Cars se convirtió en blanco de tensiones acumuladas. Algunos la acusan de tecnócrata; otros, de símbolo de la corrección política. Pero lo cierto es que ella heredó un sistema agotado, un coloso sostenido por la inercia. Su papel es incómodo porque exhibe las grietas que todos prefieren ocultar. Su denuncia sobre el mal estado del museo fue un acto de responsabilidad, no de negligencia.

Lo verdaderamente preocupante no es solo la pérdida de las piezas robadas, sino la erosión de la confianza. Si el museo más emblemático y resguardado del planeta pudo ser vulnerado, ¿qué queda para las instituciones más modestas? Si Francia, nación que hizo de la cultura un emblema de Estado, permite que su joya mayor se deteriore por falta de inversión, ¿qué esperanza tienen los demás guardianes del arte?

El robo del Louvre debe ser una llamada de atención, no un pretexto para el escarnio. La solución no está en buscar culpables fáciles, sino en replantear la relación entre arte, poder y sociedad. La cultura no puede seguir siendo tratada como un producto de mercado ni como un trofeo de imagen política. Requiere compromiso, profesionalismo y recursos sostenidos. Custodiar el arte no es un lujo: es preservar la identidad humana.

Francia debe decidir si quiere un Louvre como escaparate turístico o como santuario de la civilización. Lo primero atrae multitudes; lo segundo preserva el alma. Y en esa decisión se juega más que la reputación de una directora: se juega la credibilidad de todo un modelo cultural.

El Louvre ha sobrevivido guerras, revoluciones y saqueos. Superará también este episodio. Pero lo hará solo si el golpe sirve para devolverle al arte el respeto que merece. Si el robo fue un acto de codicia, el escándalo posterior ha sido un espejo: nos muestra hasta qué punto el poder y la frivolidad han desplazado a la vocación y a la ética.

Tal vez ese sea el aprendizaje más doloroso: que el arte, incluso en su casa más grandiosa, sigue siendo rehén de la negligencia humana. Y que protegerlo implica algo más que muros y cámaras; implica conciencia, amor y responsabilidad.

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