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Estados Unidos anuncia cientos de miles de millones de dólares en apoyos a fábricas de chips, baterías y energías limpias. Europa responde con sus propios planes verdes para no quedarse atrás frente a China

Finanzas para todos: Cuando solo algunos países pueden pagar el futuro por adelantado

Hay una forma de desigualdad de la que casi no hablamos. No se mide solo en ingresos ni en toneladas de petróleo, sino en algo más silencioso: quién puede pagar hoy por las industrias del futuro y quién solo puede mirar desde la grada. Estados Unidos anuncia cientos de miles de millones de dólares en apoyos a fábricas de chips, baterías y energías limpias. Europa responde con sus propios planes verdes para no quedarse atrás frente a China. Sobre el papel, todo suena a transición ecológica, innovación y empleo de alta tecnología. Entre líneas, sin embargo, hay un mensaje más incómodo: solo algunos países tienen la chequera necesaria para subirse a ese tren a tiempo.

No es la primera vez que el Estado decide empujar sectores concretos. A finales del siglo pasado, Corea del Sur, Taiwán o Japón utilizaron créditos dirigidos, protección comercial y una disciplina estricta sobre sus empresas para pasar de economías pobres a potencias exportadoras. Brasil o India intentaron algo parecido con menos éxito, pero la lección quedó clara: la intervención puede acelerar el desarrollo, aunque también puede crear industrias que sobreviven únicamente gracias a la protección. Más tarde llegó la globalización entendida casi como piloto automático, con la idea de que las cadenas de valor, por sí solas, asignarían capital hacia donde fuera más eficiente. Hoy el péndulo ha vuelto. Estados Unidos aprueba leyes como la CHIPS y el Inflation Reduction Act, Europa arma programas climáticos propios y China continúa con su estrategia de apoyo masivo a sectores clave. La diferencia es que ahora todo esto ocurre en un mundo más endeudado, más caliente y más impaciente.

Cada anuncio de una nueva planta subsidiada reacomoda piezas muy concretas. Una ciudad celebra que llegarán miles de empleos. Un gobierno presume que la industria vuelve a casa. Los fondos de inversión mueven su dinero para seguir al incentivo. Sin embargo, el efecto más profundo es menos visible. Cuando un país promete ventajas fiscales durante décadas a determinadas tecnologías, no solo modifica la rentabilidad de un proyecto, también marca qué tipo de futuro va a existir y cuál se quedará en el camino. Si tu Estado puede poner sobre la mesa esos paquetes, participa en la definición de cómo se hará la transición energética, dónde se fabricarán los componentes de los coches eléctricos y quién liderará la inteligencia artificial. Si no puede, te toca adaptarte a tecnologías, estándares y precios fijados en otros despachos.

Ahí entra la desigualdad que casi nunca se nombra. Las grandes economías con monedas fuertes pueden endeudarse a tipos relativamente bajos y lanzar programas gigantescos. Muchos países emergentes llegan en cambio a la pospandemia con las cuentas agotadas, primas de riesgo altas y poco margen para elegir. Cuando los informes hablan de “falta de espacio fiscal” suena técnico, pero para la ciudadanía significa otra cosa: menos capacidad para invertir en futuro y más presión para seguir apagando incendios. Mientras unos subsidian fábricas de baterías o de chips avanzados, otros todavía discuten cómo financiar la red eléctrica básica o cómo reconstruir lo que destruyó la última inundación.

Si este patrón se mantiene, el mapa productivo del mundo puede volverse todavía más desigual. Imaginemos dentro de diez o quince años una economía global en la que la mayor parte de la capacidad para producir chips de última generación, baterías, hidrógeno verde o tecnologías de captura de carbono se concentre en unos cuantos países que pudieron subvencionarlas a tiempo. El resto exportará litio, cobre, alimentos o mano de obra barata, pero comprará la tecnología empaquetada, con condiciones y precios definidos fuera. Aunque el comercio siga existiendo, la relación de fuerzas será clara. No es lo mismo vender la materia prima que define el siglo que diseñar el sistema que la utiliza.

Los gobiernos lo saben y sus discursos lo reflejan. Estados Unidos presenta sus planes como una forma de reconciliar clima y clase media. La promesa es que la transición energética no será solo un conjunto de prohibiciones, sino también fábricas visibles en lugares donde la industria se había ido hace décadas. Europa habla de autonomía estratégica y busca reducir su dependencia del gas ruso, de los paneles solares chinos o de los chips asiáticos, mientras intenta encajar este giro con un mercado interno pensado para limitar justo el tipo de ayudas de Estado que ahora se multiplican. Cada país quiere apoyar a sus “campeones nacionales” sin romper las reglas del juego común, y ese equilibrio es cada vez más difícil.

Del otro lado, muchos países del Sur Global acuden a las mismas instituciones que recomiendan prudencia fiscal para pedir financiamiento climático y de desarrollo. Lo que reciben suelen ser préstamos condicionados, no la libertad de repartir subsidios con las mismas holguras que las economías avanzadas. Así se abre una brecha silenciosa. Algunos pueden equivocarse con sus políticas industriales, rectificar y absorber el golpe. Otros saben que una apuesta fallida de gran tamaño puede desencadenar una crisis de deuda, una devaluación desordenada o un período de recortes que marque a toda una generación.

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La pregunta de fondo no es si la política industrial está bien o mal. Es más sencilla y más incómoda: quién se sienta en la mesa donde se decide el tipo de economía que tendremos dentro de veinte años. Si aceptamos que los Estados pueden y deben orientar parte de esa transformación, entonces hay que hablar también de cómo evitar que esa capacidad se vuelva un privilegio reservado a quienes nacieron con una moneda de reserva o con una estructura financiera que soporta casi cualquier experimento.

Una economía global mínimamente decente no debería conformarse con que unos pocos compren el futuro y el resto lo pague en cuotas. Haría falta pensar en mecanismos reales para compartir tecnología, en financiamiento que no sea una trampa y en reglas que no castiguen al país que no tiene margen fiscal mientras premian al que sí lo tiene. No se trata de negar el mérito de quienes organizaron mejor sus instituciones, sino de admitir que competir en una cancha inclinada no es lo mismo que correr más rápido.

Tal vez la imagen más honesta no sea la de una guerra comercial, sino la de un estadio. En la cancha, unos pocos países juegan el partido del futuro con presupuesto casi ilimitado, cambios de estrategia y tiempo para equivocarse. En las gradas, muchos otros observan, toman notas y tratan de copiar algunas jugadas en ligas mucho más frágiles. La verdadera medida del progreso no será cuántos goles tecnológicos marque el equipo de siempre, sino cuántos jugadores nuevos pueden entrar al campo sin que se hunda la cancha. Porque el futuro económico, si quiere ser algo más que un espectáculo, tendrá que parecerse menos a una final exclusiva y más a un juego donde el lugar de cada quien no venga decidido desde antes del silbatazo inicial.

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