
Mis estimados lectores, como siempre, es un enorme gusto saludarles y reencontrarme con ustedes a través de esta columna, un espacio que nos permite estar conectados con los extraordinarios mundos de la información, el conocimiento, la comunicación y muchos más. Siempre con el objetivo de mantenernos avant-garde, hacer pausas para reflexionar sobre el camino recorrido y lo que está sucediendo, y, por qué no, conocer también uno que otro dato curioso.
Hoy les traigo una columna muy especial sobre el anhelo, la importancia y el cuidado de las infancias.
El 30 de abril, en todo México se celebra el tan esperado “Día de la Niña y el Niño”. Sin duda, uno de los eventos más anhelados a lo largo del año por la niñez, ya que escuelas, centros comerciales, plazas públicas, Bibliotecas y hogares mexicanos se llenan de celebraciones. Entre los detalles que hacen especial esta fecha destacan: no portar uniforme escolar, sino ropa casual —luciendo sus mejores prendas—, la selección de un menú con platillos sumamente antojables, aguas de frutas y golosinas, y, para cerrar con broche de oro, el recuerdo elaborado por los maestros. Por las tardes, las actividades continúan con obras de teatro, títeres, cuentacuentos, payasos, juegos y mucho más, haciendo de este día un momento mágico e inolvidable.
Antes de adentrarnos en el tema central, me gustaría compartir un poco de historia sobre esta importante celebración. Desde 1924, en México se conmemora el 30 de abril como el “Día del Niño”, instaurado durante la presidencia de Álvaro Obregón y bajo la gestión de José Vasconcelos como Ministro de Educación Pública. Esta fecha busca reafirmar y promover los derechos de los niños hacia una infancia feliz y un desarrollo integral. Nos recuerda que la niñez es una etapa única, de constantes aprendizajes y crecimiento, pero también de gran vulnerabilidad, especialmente frente a las crisis globales.
Hoy, más que nunca, resulta necesario reflexionar críticamente sobre las condiciones actuales que afectan a la infancia. A pesar de los avances, persisten profundas desigualdades que limitan el acceso de muchos niños a derechos fundamentales como la educación, la alimentación, la salud y la identidad.
La reciente pandemia dejó al descubierto una brecha educativa alarmante, particularmente entre quienes carecen de acceso a recursos tecnológicos o ambientes propicios para el aprendizaje. Además, factores como la pobreza, la violencia, la migración forzada y la inestabilidad social impactan severamente su bienestar. Por ello, celebrar a la niñez no debe ser solo un acto festivo, sino también un compromiso consciente y activo para garantizarles un futuro más equitativo y digno.

El “Día de la Niña y el Niño” es, así, una oportunidad para divulgar y reflexionar sobre los derechos infantiles, subrayando la necesidad de comprometernos activamente con su bienestar. Organismos como la Comisión Nacional de los Derechos Humanos reconocen ocho derechos fundamentales de la niñez: vida, educación, alimentación, salud, agua, identidad, libertad y protección. Cada uno de estos pilares resulta esencial para un desarrollo armónico. Es por ello que considero que el cuidado de la niñez comienza en nosotros mismos y constituye una responsabilidad social profunda. Como dice una sabia reflexión: “No estaremos realmente bien hasta que todos estemos bien”.
Desde un plano más personal, quiero compartir una anécdota que me llena de nostalgia. Un día, un nieto muy pequeño preguntó a mi abuelita —ya de noventa y tantos años—: “¿Abuelita, tú alguna vez fuiste niña?”. Ella, con los ojos cristalinos, respondió: “Sí, también fui niña”, y continuó con una charla llena de emoción sobre su infancia: cómo aprendió a leer y escribir, su mejor amiga de la niñez, los juegos en la calle. Sin embargo, entre las risas, también brotaron lágrimas al recordar los dolores y añoranzas de esos años. Esta conversación me llevó a reflexionar sobre el anhelo, la importancia y el cuidado de las infancias, especialmente desde la perspectiva de los adultos. Conversando más tarde con la psicóloga Ceres, ella me comentó que la forma en que sentimos, pensamos y somos se construye precisamente en la infancia, etapa en la que se forma nuestra estructura emocional.
Existen muchas formas de explicarlo —una casa nueva, un lienzo en blanco—, pero personalmente prefiero imaginarlo como un libro. Al nacer, somos un libro completamente en blanco; nuestro primer entorno, la familia, escribe los primeros renglones. Conforme crecemos, nuestras páginas se enriquecen con las influencias del entorno social, educativo, político y cultural.
Llegamos así al punto en la vida donde desarrollamos conciencia, criterio propio, libre albedrío y pensamiento crítico. Es entonces cuando podemos hojear nuestro propio libro, revisar cada página, encontrar momentos memorables y otros más efímeros. Estas páginas están constituidas por ideas y creencias que, con el tiempo, maduran y se convierten en premisas fundamentales. Sin embargo, al igual que sucede al leer un libro, es necesario revisarlas, analizarlas y cuestionarlas, sin asumirlas como verdades absolutas. Debemos abrirnos a la autocrítica, a nuevas perspectivas, y al ejercicio consciente de sanar heridas, reestructurar nuestra estructura emocional y transformar lo que no está funcionando en nuestra vida adulta.
Cuidar de la niñez implica un profundo compromiso: ellos serán los próximos adultos. Debemos ser empáticos, reconocer que su mundo es distinto al que nosotros vivimos, y esforzarnos por brindarles uno mejor. Sé que aún queda mucho por abordar sobre este tema desde distintas perspectivas profesionales, pero quise aprovechar este espacio para reflexionar sobre ello. Me gustaría cerrar recomendándoles uno de mis libros favoritos, El Principito, con una frase que invita a la introspección:
“Todas las personas grandes han sido niños alguna vez, pero pocas lo recuerdan” —Antoine de Saint-Exupéry, El Principito (1943).
Abrace a su niño interior, cuéntele cómo está ahora, y trabajen juntos en construir un mejor ser. Que siempre conserven ese rayo de luz que los acompaña al amanecer, y no olviden nunca decirle cuánto brilla.
Jorge Alejandro Peña Landeros, Director de Biblioteca, Universidad Panamericana